
En medio al desconcierto de la intelectualidad frentetodista y cambiemita por el inesperado triunfo de Javier Milei en las PASO empieza a formarse una militancia nueva, aunque basada en las formas y en la mística de siempre. Copado por un kirchnerismo que se volvió “progresista”, se hizo de izquierda y tomó el camino de la representación de las minorías, el peronismo perdió el monopolio del discurso por la justicia social y dejó abierta la puerta para que otros se apropien de dicho discurso. Milei no tiene nada de justicialista, pero promete un tipo de justicia que muchos están dispuestos a comprar.

Sin poder presentarle a la sociedad un proyecto político viable para las mayorías populares, los dirigentes políticos apelan a la necropolítica —al discurso construido sobre un charco de sangre— para provocar al sentido común y motivar la participación electoral en un contexto de apatía social que ya se parece muchísimo a la anomia. A pocas horas de una elección primaria que en el prospecto se anunciaba con una enorme abstención, se reaviva la controversia entre la “mano dura” y la “mano blanda” en la estela de tres lamentables hechos delictivos. Los dirigentes dirán que no, pero están todos haciendo política con la desgracia y la muerte.

Pese a las reiteradas señales en el tiempo de que algo estaba cambiando y de que el final no iba a ser muy feliz de no producirse una sublevación generalizada por parte de los de abajo, el kirchnerismo silvestre optó por seguir mansamente la huella, por la obsecuencia de un gobierno que en la destrucción programada del país iba consumiendo el capital político de Cristina Fernández como conductora del movimiento. Hoy esa derrota hace síntesis finalmente en la capitulación total del kirchnerismo frente a Sergio Massa, a la massificación del mismísimo kirchnerismo. Y muchos se preguntan por qué eso ocurre. Pero todas las advertencias fueron debidamente presentadas en tiempo y forma.

La guerra fundacional de Unión por la Patria es un hecho extraordinario de la política porque salda la discusión que quedó reprimida hace cuatro años al formarse el Frente de Todos. Por primera vez la autoridad de Cristina Fernández para armar listas a dedo está cuestionada y el resultado es una lucha sin cuartel entre los pretendientes al trono. Allí están Daniel Scioli y Sergio Massa, cada cual con una estrategia y un objetivo. ¿Quién tendrá la última palabra en esta contienda entre enemigos íntimos?

Como en un manotazo de ahogado, Cristina Fernández intenta darles a sus cuadros medios todas las instrucciones que no dio hasta aquí. Pero se encuentra con el problema de la mediocridad de esos oficiales, quienes no quieren o no tienen la capacidad de comprender los comandos que reciben aun cuando estos se transmiten con mucha claridad. Por otra parte, la militancia se angustia cada vez más con los acertijos propuestos por su conductora y ven, en consecuencia, un panorama muy oscuro en el horizonte. ¿Por qué Cristina Fernández no puede hablarles claramente a sus seguidores y decirles que el poder le exige obediencia como condición para presentarse como candidata?

Más allá de la creencia general en una sencilla y lineal relación entre el éxito o el fracaso de la gestión política y el resultado electoral, en el reverso de la trama Sergio Massa trabaja en la última etapa de una estrategia que viene desplegando hace más de una década para ser presidente. Tras hacer una paciente construcción repleta de intrigas, traiciones y alpinismo político, Massa cuenta con el ungimiento por parte de Cristina Fernández para hacerse con los votos del núcleo duro del kirchnerismo, entrar al ballotage en un escenario de tres tercios y allí dar el batacazo. Su rival, amigo y socio Horacio Rodríguez Larreta lo espera en la formación de una nueva hegemonía poskirchnerista y, por supuesto, posmacrista a la vez.

En la posmodernidad una nueva técnica de dominación se impone: la de reducir la dignidad humana a términos de libertad individual en lo sexual. Con la libertad política y el bienestar económico disminuyendo rápidamente, el poder ofrece a los individuos atomizados el nuevo soma de los “derechos de bragueta”. Y sin que los propios individuos se percaten de ello, los van despojando de derechos humanos concretos a cambios de una “ampliación de derechos” simbólica y referida a lo sexual. La nueva tiranía se basa en el trabajo de disolución social previamente hecho por el neoliberalismo, en el que la comunidad fue destruida y el individualismo es la norma.

Tras el estrepitoso fracaso de gestión del Frente de Todos y el abandono de Alberto Fernández se abre para el peronismo quizá la etapa más dramática de su historia: la de dar explicaciones habiéndose quedado pegado con una catástrofe económica, social, política y moral. Por primera vez desde 1946 el peronismo ya no es visto por las grandes mayorías como la solución, sino precisamente como parte del problema y lo que supo ser una alternativa, una esperanza siempre al alcance de la mano para superar trances oscuros a lo largo de la historia argentina desde mediados del siglo XX, ahora se señala cada vez más como partícipe de la debacle. ¿Qué hará el peronismo de lo que hizo el entrismo socialdemócrata y progresista del principal movimiento político de masas en América?

A destiempo e inútilmente el kirchnerismo intenta despegarse del fracaso del gobierno de Alberto Fernández borrando mediante la crítica mordaz al presidente anulando los rastros de su participación en el Frente de Todos, lo que en sí tendría lógicamente que tener pocas chances de funcionar: el Frente de Todos y el propio presidente son creaciones de Cristina Fernández y fueron defendidos por el kirchnerismo hasta bien entrado el año 2022, cuando ya la catástrofe que se avecinaba era evidente. Ahora aparecen las “críticas” de quienes reprimieron y censuraron a los críticos verdaderos, a los que intentaron tempranamente forzar un cambio de rumbo en el gobierno. Por estupidez o, todo lo contrario, por pasarse de vivo, el kirchnerismo llega tarde al lugar de oposición para intentar salvar el honor en las elecciones de octubre. ¿A cuántos incautos lograrán embaucar esta vez los dirigentes que estuvieron cómodos en un lugar de complicidad y ahora se hacen los desentendidos?

La hegemonía socialdemócrata instalada al terminar la dictadura en 1983 hizo de la denuncia a ese proceso una narrativa exclusiva de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los golpistas, invisibilizando con eso el crimen de lesa patria que representó la destrucción del aparato político mediante la imposición del neoliberalismo. Es así como el proyecto político de la dictadura sigue vigente hasta los días de hoy: destruyeron las chimeneas de Perón cambiando industria por bancos, transformando un incipiente capitalismo industrial pyme en una timba financiera. La socialdemocracia es el neoliberalismo por izquierda y en ese sentido es cómplice de la dictadura a la que presume de denunciar.