Aunque en los primeros 30 años de su existencia no servirían como instancia para dirimir claramente las tensiones geopolíticas del momento, como veíamos en la primera entrega de esta serie, los juegos olímpicos de la modernidad fueron interpretados al menos por una potencia mundial como una vidriera en la que las naciones pueden y deben exponer el nivel de desarrollo humano y social alcanzado por sus proyectos políticos. Fueron los estadounidenses quienes desde el vamos les dieron a los juegos olímpicos una importancia o un carácter de interés nacional que sus rivales en el concierto de las naciones tardaron en descubrir. Así, en las nueve ediciones de las olimpiadas modernas de verano realizadas entre Atenas 1896 y Los Ángeles 1932 —descartando la edición intercalada de 1906, que actualmente no es reconocida por el Comité Olímpico Internacional (COI)— los Estados Unidos lideraron casi siempre el medallero con mucha comodidad.
Las únicas dos excepciones tuvieron lugar en las ediciones de París 1900 y de Londres 1908, en las que los anfitriones tomaron la punta de la tabla de medallas dejando a los estadounidenses en el segundo lugar. Esas anomalías se explican fácilmente por el factor de la localía, que en esos tiempos de largos y costosos viajes por el mar resultaba en que los deportistas locales fueran siempre mucho más numerosos y tuvieran en la competencia una enorme ventaja deportiva sobre los visitantes. De lograr reunir el dinero para llegar al evento, lo que en sí ya no era fácil, estos debían pasar días y a veces semanas en un buque, llegando finalmente a destino en condiciones desfavorables respecto a quienes ya estaban allí. Este factor, entre otros que podrían incluir la incidencia de árbitros y jueces “localistas”, explican por qué Francia en 1900 y Gran Bretaña en 1908 les hayan arrebatado el liderazgo en el medallero a los Estados Unidos.
Pero eso es todo. En condiciones de relativa normalidad y neutralidad del terreno los Estados Unidos fueron dueños y señores de las olimpiadas hasta los juegos de Los Ángeles 1932. En este evento, por cierto, el dominio de los Estados Unidos fue muy patente con 41 medallas de oro, 32 de plata y 30 de bronce (un total de 103) obtenidas por ese equipo nacional, muy por encima de las 12 de oro, 12 de plata y 12 de bronce (36 en total) conquistadas por el escolta de aquel año, que fue Italia. Aquí la localía jugó en favor del yanqui, al igual que en San Luis 1904, donde la paliza fue aún más fuerte: 73 de oro, 83 de plata y 80 de bronce (239 en total) contra unas modestísimas 4 de oro, 4 de plata y 5 de bronce (total de 13) obtenidas por Alemania para ubicarse en el segundo puesto de la tabla. Un impresionante 84% de las medallas olímpicas en San Luis 1904 quedó para el local.

Todo esto habla de la importancia que los Estados Unidos les han otorgado a los juegos olímpicos, de la seriedad con la que el gobierno de ese país encaró desde siempre la cosa. Lo que veían los estadounidenses con meridiana claridad y los demás no lograron comprender en tres décadas era el gran potencial propagandístico del deporte olímpico o de alto rendimiento. Los juegos olímpicos fueron para los Estados Unidos un modo de reafirmar la superioridad de su proyecto político y de su identidad nacional sobre todos los demás, así lo entendieron y lo siguen entendiendo ellos. Y fueron los únicos, por lo que se desprende de la documentación histórica, hasta que se anoticiaron Joseph Goebbels y Adolf Hitler para hacer de Berlín 1936 una de las ediciones olímpicas más significativas tanto en lo deportivo como en lo político, que es lo que realmente importa en el mundo.
Habiendo sido suspendidos en 1916 porque la guerra es más importante y estaba entonces en curso la I Guerra Mundial, los juegos olímpicos de Berlín fueron realizados 20 años más tarde, en 1936, pero ya en un contexto muy distinto. Después de la derrota de Alemania en ese conflicto mundial y su humillación en el Tratado de Versalles había llovido mucho y en el torrente llegó el nacionalsocialismo alemán con Hitler a la cabeza y la reivindicación de la grandeza nacional que los alemanes habían perdido. De una manera objetiva y sin caer en valoraciones ideológicas, lo que ocurre en Berlín 1936 es la expresión máxima del “Deutschland über alles, über alles in der Welt” (“Alemania encima de todo, por encima de todo en el mundo”), es Hitler aprovechando los juegos olímpicos para refregarles en la cara a sus rivales occidentales, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, la superioridad del proyecto político nacionalsocialista sobre el liberalismo y del pueblo-nación alemán sobre los demás pueblos-nación.
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