Voltear las chimeneas de Perón

La hegemonía socialdemócrata instalada al terminar la dictadura en 1983 hizo de la denuncia a ese proceso una narrativa exclusiva de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los golpistas, invisibilizando con eso el crimen de lesa patria que representó la destrucción del aparato político mediante la imposición del neoliberalismo. Es así como el proyecto político de la dictadura sigue vigente hasta los días de hoy: destruyeron las chimeneas de Perón cambiando industria por bancos, transformando un incipiente capitalismo industrial pyme en una timba financiera. La socialdemocracia es el neoliberalismo por izquierda y en ese sentido es cómplice de la dictadura a la que presume de denunciar.

Llega el 24 de marzo y se conmemora en Argentina otro aniversario del golpe de Estado que en 1976 terminó abruptamente con el gobierno de María Estela Martínez de Perón, un gobierno peronista hasta en los apellidos, como se ve. A partir de ese 24 de marzo fatídico nuestro país se internaría en una oscura noche que habría de durar por los siguientes casi ocho años y que, al terminar, dejaba como legado una matriz económica devastada, un tejido social roto y el luto por las víctimas fatales del proceso. Al asumir la presidencia de la Nación el 10 de diciembre de 1983 Raúl Alfonsín iba a encontrarse con un país cuyos indicadores se diferenciaban muchísimo de los existentes antes del golpe de 1976. En siete años, ocho meses y trece días la dictadura había hecho un estrago del que nuestro país jamás pudo recuperarse.

Entonces es seguro afirmar que la dictadura de los años 1970 y 1980 jodió literalmente a los argentinos mucho más de lo que se suele suponer. Y no obstante, a casi cuatro décadas de finalizado aquel proceso los argentinos seguimos conmemorando el hecho poniendo el énfasis sobre solo uno de sus aspectos: el del genocidio de entonces contra quienes se opusieron en la política al golpe y a la posterior dictadura, olvidando en el discurso todos los demás aspectos de la cosa. Hoy la Argentina está una vez más enfrascada en la discusión sobre cifras de desaparecidos y todo el debate se centra sobre eso, sobre los crímenes de lesa humanidad de la dictadura contra los individuos disidentes. Lo que se pierde de vista aquí es el crimen de lesa patria, cuyas víctimas no se cuentan por miles ni por decenas de miles, sino que están en el orden de los millones.

Un afiche peronista de mediados de los años 1970 dirigido a la militancia. Aquí se intentaba instalar que el gobierno de María Estela Martínez de Perón era precisamente un gobierno peronista electo con la mayor cantidad relativa de votos en la historia, cosa que algunos “peronistas” optaron por olvidar hasta facilitar el golpe que derrocó aquel gobierno para destruir posteriormente las chimeneas de Perón. Como se sabe, hay “peronistas” que son profundamente antiperonistas.

De un modo pragmático y desapasionado —si es que fuera posible analizar así la historia reciente—, la definición objetiva de lo que fue la dictadura de los años 1970 y 1980 será siempre una definición económica, esto es, política. Toda política es económica y toda economía es política, razón por la que es fácil concluir que todo proceso político tiene la finalidad de transformar la realidad material de una sociedad desde el Estado. La última dictadura de nuestra historia, concretamente, solo pudo haber existido con ese fin, solo pudo haberse instalado por cuenta y orden de quienes querían que la Argentina fuera en lo sucesivo un país muy distinto al que fue hasta el 24 de marzo de 1976. Todo lo demás, incluyendo el genocidio, es la consecuencia lógica de ese movimiento de transformación.

¿Por qué? Porque esa transformación fue, en realidad, una demolición y al serlo se encontró naturalmente con la oposición decidida de quienes no querían que la Argentina fuera demolida. Los desaparecidos del proceso son todos —salvo los llamados “perejiles” que no estaban en la lucha y cayeron por error o por interés particular de quienes instrumentaban la represión— militantes políticos que en ese día no estaban de acuerdo con el proyecto político impuesto por la dictadura y pararon las patas para intentar impedir su implementación. La dictadura resultante del golpe del 24 de marzo de 1976 no torturó, mató y desapareció a esos militantes porque sí, sino porque esos militantes no estaban dispuestos a permitir que se ejecutara el plan subyacente al golpe y a la dictadura: el plan político-económico del que entonces era el novedoso neoliberalismo.

Y es muy importante comprender esa dinámica, es fundamental entender que los golpistas de 1976 derrocaron a María Estela Martínez de Perón, se instalaron de facto con el poder político en el Estado y desde allí utilizaron los recursos públicos para llevarse puestos a sus disidentes con una sola finalidad, la de imponer un proyecto político determinado. No es, nunca es un asunto de ideología, de izquierda y derecha, nada de eso. Siempre es una simple cuestión de pesos y centavos que lamentablemente suele perderse de vista gracias a la acción deletérea del discurso ideológico por parte de los dirigentes políticos. Hay muchos, muchísimos argentinos que ni sospechan hoy de las finalidades reales del golpe del 24 de marzo de 1976 y ese es un problema muy serio.

La Junta Militar con Jorge Rafael Videla a la cabeza. La narrativa de los derechos humanos limitada a denunciar el proceder de los militares tiende a ocultar que estos fueron meros ejecutores brutales de una represión estatal. En realidad, los grandes jerarcas de esta y de todas las demás dictaduras son civiles que usan a los militares para imponer un proyecto político sobre la sociedad y en contra de los intereses colectivos de esta. Así el crimen de lesa patria de la pata civil de la dictadura queda impune y puede volver a perpetrarse.

La crisis del petróleo fue un evento clave en la historia de la modernidad que a partir de 1973 iba a modificar profundamente el esquema en la economía de los países desarrollados, al aumentar los costos de la energía en una forma tal que inviabilizaba el modelo de Estado de bienestar social basado en una industrialización que suele llamarse “keynesiano” (por John Maynard Keynes, su principal ideólogo), dándoles mucho protagonismo a los economistas que criticaban ese modelo y proponían uno alternativo. Esos economistas pertenecían en su mayoría a la Escuela de Economía de Chicago y su proyecto político era el neoliberalismo, o la destrucción del Estado de bienestar social de Occidente mediante el achicamiento de las estructuras estatales que lo sostenían. A los neoliberales se les empezó a dar la razón a partir de la crisis del petróleo y así iba a triunfar el neoliberalismo.

Pero el neoliberalismo debía probarse en la práctica y Occidente no iba a usarse a sí mismo como tubo de ensayo, razón por la que el nuevo proyecto político debía aplicarse primero en otra parte. No sería en los Estados Unidos ni en Gran Bretaña, sino en las colonias de América del Sur —países con cierta similitud cultural respecto a los de Occidente— donde los Chicago Boys desembarcarían a partir de 1973 con sus ideas neoliberales y sin ninguna oposición a ellas, pues ese desembarco sería golpista. En Chile con Augusto Pinochet y luego, tres años más tarde, en Argentina con la Junta Militar de Videla, Massera y Agosti, el neoliberalismo se impuso por la fuerza de las armas, esto es, a pedido de nadie y sin más razón práctica de ser que una necesidad coyuntural foránea.

Un estadounidense improvisa con aerosol un aviso de “no hay combustible” en el marco de la crisis del petróleo. Esa crisis destruyó el Estado de bienestar social en Occidente y dejó despejado el camino para el ascenso del neoliberalismo, el que por su parte fue probado en la práctica primero aquí en las colonias. Esa coyuntura histórica terminó siendo fatal para la Argentina, pues nuestro país jamás se recuperó de la destrucción generada por el Plan Cóndor.

Solo después de eso vendrían, con la cosa previamente instalada, Ronald Reagan en los Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña a aplicar el neoliberalismo y a terminar de enterrar el Estado de bienestar social en Occidente, pero con una diferencia: en los países dichos desarrollados el neoliberalismo vino a suplantar un proyecto político ya inviable por el aumento de los costos de la energía, mientras que aquí en las colonias se utilizó para profundizar la dependencia colonial. En el caso específico de nuestro país el proyecto político neoliberal se impuso para destruir las chimeneas de Perón, ese complejo entramado industrial pyme gracias al que la Argentina tenía en 1976 un 4% de pobreza y virtualmente ninguna desocupación. Occidente no iba a deslocalizar su industria hacia Oriente permitiendo la existencia de las pymes industriales en una colonia suya.

He ahí que el Plan Cóndor no fue ninguna operación con la finalidad de torturar, matar y desaparecer a nadie, esas fueron sus consecuencias. El fin buscado por el poder fáctico de Occidente con la instalación de dictaduras en nuestra región tiene mucho más que ver con los Chicago Boys que con Pinochet y con Martínez de Hoz que con los Videla, los Massera y los Agosti de la Junta Militar. En una palabra, recordar los golpes de Estado en el subcontinente y en cada uno de los países donde ocurrieron únicamente por los crímenes de lesa humanidad cometidos por las dictaduras del Plan Cóndor es un error. Los golpes en países como Chile y Argentina fueron para terminar con el atrevimiento de los Allende y los Perón, quienes planteaban modelos de desarrollo nacional autónomos. Y los crímenes de lesa humanidad se cometieron para lograr ese objetivo.

La hegemonía progresista que se instaló en Argentina con Raúl Alfonsín y sus radicales socialdemócratas —neoliberales por izquierda— puso todo el énfasis en los crímenes de lesa humanidad con el fin de ocultar la razón por la que esos crímenes se cometieron. Y así la socialdemocracia posterior a la dictadura genocida no fue otra cosa que la continuidad del proyecto político neoliberal subyacente al Plan Cóndor, pero ahora con la legitimidad de quienes denunciaban las torturas, los asesinatos y las desapariciones forzadas de la dictadura. Con una habilidad política envidiable, el poder real de las corporaciones usó primero a los militares para hacer golpes de Estado e imponer el neoliberalismo mediante la supresión de la disidencia y luego, una vez que ese método estuvo agotado, usó a los socialdemócratas para cubrir las huellas del crimen de lesa patria contra la matriz productiva que había garantizado la dignidad del pueblo antes del golpe.

Ronald Reagan y Margaret Thatcher implementaron el proyecto político neoliberal en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, respectivamente, a partir de fines de los años 1970, aunque con gran diferencia respecto a cómo se dio esa implementación en países como Chile y Argentina. En el llamado primer mundo el neoliberalismo vino a destruir el Estado de bienestar social, mientras que aquí en el subdesarrollo se impuso para profundizar la dependencia colonial. Reagan y Thatcher fueron delincuentes, pero no comían vidrio.

La predominancia de la narrativa de los derechos humanos como sinónimo exclusivo de juicio y castigo a los militares que instrumentaron el golpe y la dictadura es, por lo tanto y lamentablemente, funcional a los intereses de quienes destruyeron las chimeneas de Perón, esto es, el entramado industrial pyme que existió hasta el derrocamiento del gobierno peronista en 1976. Al hablar de la dictadura únicamente por su aspecto genocida contra los individuos que la cuestionaban y se oponían a ella, la narrativa socialdemócrata de los derechos humanos termina ocultando la razón por la que esos individuos cuestionaron y se opusieron a la dictadura. Es una cosa muy perversa en la que el presente invisibiliza las luchas del pasado mediante el método de reivindicarlas por sus mártires, pero nunca por la causa que esos mártires defendieron y por la que dieron la vida.

Así es la socialdemocracia y así son los socialdemócratas, quienes se ponen a discutir con los supuestos conservadores sobre si los desaparecidos en la dictadura fueron 30, 22, 15 u 8 mil como si eso tuviera alguna importancia en el resultado final. Un genocidio es un genocidio y es la barbarie más allá de la cantidad de víctimas que hace, ese no es el problema. El problema, ahora sí, es que mientras se discute apasionadamente sobre cifras sin posibilidad de que el debate conduzca a ninguna parte, nadie se ocupa de la narrativa sobre lo que la dictadura destruyó en perjuicio no solo de los militantes que la combatieron y cayeron en combate, sino del conjunto de la sociedad empujándola a una espiral descendente de subdesarrollo. Es que, como se sabe, no hay mejor forma de ocultar un elefante en plena calle Florida que llenando la propia calle Florida de elefantes.

La incomprensión de los fines reales de la dictadura es un problema serio porque permite su reedición. Al pensar que la dictadura fue exclusivamente el genocidio, la sociedad pierde de vista la finalidad económica del proceso y tiende a aceptar la imposición del mismo proyecto político siempre y cuando no venga acompañado de un genocidio. El que quiera reeditar la obra entera del ministro Martínez de Hoz está siempre habilitado a hacerlo si no apela a una dictadura militar. Es por eso que Domingo Cavallo pudo continuar la destrucción del aparato productivo de la Argentina y hoy Javier Milei puede reivindicar tranquilamente a ambos, tanto a Martínez de Hoz como a Domingo Cavallo, sin quedarse pegado con un genocidio. No existe en la conciencia de las mayorías la relación necesaria entre la dictadura genocida y el neoliberalismo. Y entonces este último es aceptable.

En la década de los 1990 y de nuevo en la segunda etapa del gobierno de Fernando de la Rúa hasta el 2001 Domingo Cavallo pudo continuar la obra de demolición iniciada por la dictadura de los años 1970 y 1980. Como el neoliberalismo nunca quedó asociado discursivamente con esa dictadura en el sentido común, las mayorías aceptaron a un Cavallo que “democráticamente” —esto es, sin las botas— imponía el mismo proyecto político de la Junta Militar. Y lo mismo parecería hacer en la actualidad Javier Milei. Todo eso es posible porque la memoria, la verdad y la justicia quedaron restringidas a los crimines de lesa humanidad y nunca alcanzaron a los criminales de lesa patria.

La narrativa de los derechos humanos como método de encubrimiento del crimen de lesa patria que fue la destrucción del entramado industrial pyme de la Argentina es la obra deleznable de la socialdemocracia, de los comunistas arrepentidos y reconvertidos en progresistas, de todos los neoliberales por izquierda que representan los intereses del poder fáctico de tipo económico haciendo un discurso “deconstruido” de victimismo eterno. Y la conducción del peronismo es cómplice hoy de la maniobra al no denunciar a los deshonestos y encima al darles el protagonismo en una construcción política que se dice peronista, pero encubre el atentado neoliberal contra las chimeneas de Perón.

Memoria, verdad y justicia sí, pero enteras. Reivindicación de los mártires que cayeron luchando contra la dictadura y reparación integral a sus familiares sin olvidar la causa por la que ellos lucharon, sin bajar sus banderas. La Argentina va a empezar a liberarse cuando descubra la manipulación socialdemócrata de la historia cuyo fin es borrar de la memoria colectiva lo que fue la Argentina hasta el 24 de marzo de 1976. Y es la obligación de todo argentino bien nacido denunciar y combatir sin cuartel a esos impostores de la causa popular. La verdadera causa del pueblo no es un gusto ideológico: es la dignidad de tener condiciones objetivas de existencia dignas. Y eso fue lo que la dictadura genocida y la socialdemocracia que la sucedió vinieron a destruir.


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