Citius, altius, fortius (parte III)

La II Guerra Mundial ya había quedado en el retrovisor y empezaba la reconstrucción de los países de Europa, devastados por el conflicto, en el marco del Plan Marshall estadounidense. Y entonces las circunstancias parecían adecuadas para reiniciar el ciclo olímpico con la realización de los juegos de Londres 1948, donde Occidente tenía la esperanza de recuperar el idilio perdido a manos de los nazis desde 1936 en adelante. Pero Stalin había tomado nota de la hazaña de Hitler y no iba a tardar en poner a la Unión Soviética en danza con el fin de destruir la hegemonía occidental en el olimpismo. La Guerra Fría se trasladaba al deporte y las siguientes cuatro décadas habrían de ser la expresión más pura de esa tensión.

Joseph Goebbels y Adolf Hitler asombraron el mundo en los juegos de Berlín 1936 al dar en la tecla de cómo hacer morder el polvo a los estadounidenses, franceses y británicos metiéndose en la conversación del olimpismo. En la anterior entrega de esta serie sobre lo olímpico como factor simbólico en la geopolítica veíamos que después de las tres décadas iniciales en las que los juegos fueron una mera instancia de resolución de pequeños chovinismos entre potencias occidentales —un evento en el que los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia se repartían las medallas para reafirmar la superioridad nacional propia ante los socios, pero siempre dentro de un esquema en el que el proyecto político no se ponía en tela de juicio porque el liberalismo era hegemónico en esas potencias de Occidente—una nueva etapa de la historia olímpica estaba a punto de empezar, habría de durar cuatro décadas y sería mucho menos idílica para Occidente.

Aquel idilio entre socios ideológicos lo habría de romper Alemania al hacer entrar al olimpismo el cuestionamiento al liberalismo. Los nazis tenían su propio proyecto, uno profundamente antiliberal y hasta la propia negación de la modernidad industrial resultante de las revoluciones burguesas de Francia y Gran Bretaña. Por primera vez en 30 años desde la primera edición de los juegos olímpicos modernos en Atenas 1896 la geopolítica se mezclaba con el deporte amateur de alto rendimiento transformando los juegos de Berlín 1936 en un campo de batalla ideológico en el que el liberalismo de Occidente y el nacionalsocialismo de Alemania iban a medir fuerzas en las pistas de atletismo, canchas, gimnasios y piletas con el objetivo de dominar el medallero al final de las competencias.

Afiche para los juegos olímpicos de Atenas 1986, los primeros de la modernidad. De aquí hasta Berlín 1936 tiene lugar un periodo inicial de tres décadas en las que hubo un idilio entre las potencias occidentales y la política prácticamente no se mezcló con el deporte. Eso iba a cambiar cuando los juegos llegasen a Alemania, pues allí gobernaban los nazis y estos iban a aprovechar la ocasión para hacer propaganda de guerra. Berlín 1936 marca, por lo tanto, el fin de la asepsia en los juegos olímpicos: ya nada será igual después de la II Guerra Mundial habiendo observado Stalin el proceder de Hitler.

Los propagandistas de Occidente, fundamentalmente los de Washington, ya habían establecido como criterio la existencia de una correlación entre el éxito de una nación en los juegos olímpicos y la superioridad del proyecto político de dicha nación, esto es, de la cantidad de medallas olímpicas como indicador idóneo del nivel de desarrollo económico, humano y social alcanzado por el país que conquista esas medallas. Así, el dominio de Occidente en los primeros 30 años de olimpismo moderno reafirmaba ante la opinión pública mundial la supremacía del liberalismo sobre cualquier proyecto político alternativo. Un razonamiento sencillo que, no obstante, al parecer, fue cierto entonces y sigue siéndolo hasta los días de hoy.

Goebbels y Hitler observaron ese criterio y tomaron la decisión política de preparar a los suyos para subvertir el orden establecido aprovechando la localía que iban a tener en 1936. Endeudado por la cancelación de los juegos de 1916 que debieron realizarse justamente en Berlín y fueron suspendidos porque el mundo estaba entonces en plena I Guerra Mundial, el Comité Olímpico Internacional (COI) se vio obligado a otorgar la organización de los juegos de 1936 a una Alemania gobernada por los nazis, aun a sabiendas de que eso podría ser contraproducente para el statu quo al que el propio COI debía su existencia: el olimpismo moderno fue hasta 1936 una cosa exclusiva de los liberales, entre franceses, británicos y estadounidenses lo habían creado y dirigían el COI. Y ahora un disidente se metía en el nido con ganas de armar lío.

Los nazis lograron su cometido, humillaron al enemigo liberal y sin lugar a duda ese batacazo fue un precedente de todo lo que estaba por venir. Luego de su triunfo olímpico, los alemanes se envalentonaron aún más y en los años posteriores marcharon sobre Europa ocasionando a partir de 1939 la II Guerra Mundial. Pero esos nazis alemanes habrían de ser derrotados en el mediano plazo y no iban a estar presentes, lógicamente, al reanudarse los juegos olímpicos en la posguerra con la edición de Londres 1948, de modo que nunca sabremos si Alemania había logrado verdaderamente constituirse en una potencia olímpica durante el régimen de Hitler o si el batacazo fue el resultado del factor localía, el que entre fines del siglo XIX y casi todo el siglo XX fue mucho más determinante de lo que es hoy por razones logísticas y también por esa costumbre que tienen los árbitros de favorecer siempre al local.

Los medios occidentales dan cuenta de la invasión nazi a Polonia, hecho que marca el inicio de la II Guerra Mundial el primer día de septiembre de 1939. Tan solo tres años después de los juegos olímpicos de Berlín las tensiones expresadas en esa justa deportiva se expresaban finalmente en el campo de batalla con unos alemanes muy envalentonados por su triunfo sobre las potencias occidentales en las canchas, piletas de natación, pistas de atletismo y gimnasios.

Entonces la edición de Londres 1948 —la primera después de finalizada la II Guerra Mundial y en una Europa en plena reconstrucción— terminó siendo muy parecida a las nueve realizadas entre 1896 y 1932 en lo que a idilio entre amigos se refiere. Ya sin los alemanes, las potencias occidentales con sus aliados y satélites cercanos (sin contar las colonias) se alzaron con el 76,8% de las medallas de oro y el 77,3% de las totales. Volvían los Estados Unidos a liderar cómodamente la tabla final con 38 medallas de oro, 27 de plata y 19 de bronce (total de 84 o el 20,4% general). En el segundo puesto quedó Suecia y en el tercero Francia. Como se ve en estos números, la normalidad anterior a la irrupción de los nazis en 1936 había vuelto y los juegos de Londres 1948 fueron el idilio que el mundo occidental necesitaba para, de cierta forma, simbolizar la nueva alianza que el entonces flamante Plan Marshall venía a sellar: la alianza del atlantismo entre los Estados Unidos y Europa occidental contra un enemigo que empezaba a emerger.

Ese enemigo iba a ser el socialismo oriental con sede en Moscú, como supo predecir el general estadounidense George Patton al decir que al enfrentar a los nazis y no a los comunistas los Estados Unidos habían luchado contra el enemigo equivocado en la II Guerra Mundial. Patton sabía que el verdadero problema iba a ser la Unión Soviética y no se equivocaba, pues finalizada la última gran guerra abierta se abre un periodo de unas cuatro décadas que en la historiografía general suele denominarse Guerra Fría y se resumen en un enfrentamiento estratégico entre el Occidente liberal encabezado por Washington y el bloque de Oriente socialista de los soviéticos y sus amigos de Asia, Europa del este y algunas anomalías geográficas que se sumarían más adelante como Cuba y Angola, por ejemplo. Para 1948 el nuevo problema geopolítico ya estaba planteado, pero no se expresó en los juegos olímpicos de Londres realizados ese año.

Los juegos de Londres 1948, en una Europa que estaba entonces en plena reconstrucción, fueron muy austeros. No se construyó infraestructura nueva y ni siquiera hubo villa olímpica: a los atletas se los alojó en viejas barracas que habían sido utilizadas en la II Guerra Mundial. Lo único que hicieron los ingleses fue reacondicionar esas barracas y poco más que eso. En estas condiciones y porque también estaba reconstruyéndose después de una guerra que la dejó exhausta, la Unión Soviética resuelve no participar en esta edición olímpica. La ‘rosca’ entre socialistas del Este y liberales del Oeste quedaba postergada para Helsinki 1952.

¿Por qué? Pues seguramente porque la Unión Soviética no estaba aún en las mejores condiciones para presentarse a la justa deportiva. Habiendo puesto literalmente el cuerpo en la II Guerra Mundial y sufrido importantes daños tanto en su infraestructura como en su demografía —alrededor de 27 millones de soviéticos murieron en la guerra entre 1941 y 1945, siendo unos 19 millones de ellos civiles— y, si bien emergió como una superpotencia, también salió exhausta del conflicto. La documentación histórica sugiere que Stalin ya tenía en 1948 plena conciencia de la importancia estratégica de los juegos olímpicos para fines propagandísticos, pero le pareció mejor no implicar a la Unión Soviética en los juegos aun habiendo sido formalmente invitado a hacerlo por el COI. Con los alemanes derrotados y los soviéticos marginados por fuerza de las circunstancias, Londres 1948 fue una fiesta y un idilio para el liberalismo occidental.

Pero eso iba a durar poco, muy poquito. Ya para Helsinki 1952 los soviéticos se encontraban muy adelantados en su reconstrucción, tenían la bomba atómica y estaban en plena Guerra Fría contra Occidente. En el último año de su vida, por lo tanto, Stalin resolvió aceptar la invitación de COI y meter en los juegos olímpicos a la Unión Soviética, un hecho que habría de cambiar para siempre la historia. Puede decirse que en Helsinki 1952 empiezan esos 40 años gloriosos y a la vez de mucha tensión en el que la geopolítica se expresó como nunca en el olimpismo. Entre Helsinki 1952 y Barcelona 1992 los soviéticos serán las potencia olímpica dominante y harán morder una y otra vez el polvo a los estadounidenses reeditando y multiplicando en el tiempo la hazaña de los nazis en Berlín 1932.

Entonces la Unión Soviética aprovechó la cercanía geográfica de Finlandia —Helsinki está a tan solo 320 kilómetros de San Petersburgo, ciudad que entonces se llamaba Leningrado— y envió a los juegos olímpicos de ese año un importante contingente de atletas para tomar por asalto la competencia ya en su primera participación. En su debut olímpico, la Unión Soviética se ubicó en el segundo puesto la tabla final con 22 medallas de oro, 30 de plata y 19 de bronce (71 en total), solo por detrás de unos Estados Unidos que lograron 40 de oro, 19 de plata y 17 bronce (76 en total) y resultaron siendo los ganadores, aunque con el sabor amargo de tener que compartir las medallas y el protagonismo con un rival que les apareció prácticamente de la nada y por poco no les arrebata ya de entrada el primer puesto, lo que sin lugar a duda habría sido un papelón para los yanquis.

La elección de Helsinki como sede de los juegos olímpicos de 1952 favoreció enormemente a los soviéticos por su cercanía geográfica respecto a Finlandia. Así Stalin pudo lanzarse a la aventura de arrebatarle a Occidente una instancia simbólica fundamental para la propaganda. Los soviéticos no defraudaron y ya en su primera participación olímpica quedaron ubicados en el segundo puesto del medallero, solo por detrás de los Estados Unidos y anunciando su dominación posterior. La hegemonía occidental en la tabla de medallas habría de terminar en Helsinki, a exactos 60 años de la realización de los primeros juegos de la modernidad en Atenas. Empezaba un periodo de 40 años en los que la Guerra Fría iba a trasladarse entera al deporte.

Washington volvía a sentir la molestia de Berlín 1936, pero esa incomodidad afectó también a sus socios occidentales que se habían mal acostumbrado a ubicarse con facilidad en los primeros puestos del medallero y se veían ahora desplazados por otros: Francia obtuvo en Helsinki 1952 un modesto 7º. puesto con 6 de oro, 6 de plata y 6 de bronce (18 en total) y mucho peor les fue a los británicos, humillados estos en un 18º. puesto y con una performance irrisoria que les permitió cosechar tan solo 1 de oro, 2 de plata y 8 de bronce (11 en total). ¿Qué había pasado allí? Pues que habían entrado a competir, además de la Unión Soviética, otras naciones del bloque socialista oriental que antes no solían participar o lo hacían muy discretamente. En la estela de la URSS, Hungría arrebató el tercer puesto general con 16 de oro, 10 de plata y 16 de bronce (un impresionante total de 42) y Checoslovaquia se ubicó por su parte en el 6º. puesto 7 de oro, 3 de plata y 3 de bronce (un muy meritorio total de 13).

En Helsinki 1952 el bloque socialista de Oriente dio una demostración de lo que estaba dispuesto a hacer y haría, en efecto, de allí en más en el plano del olimpismo. La performance de los socialistas en Helsinki 1952 es solo eso, es una previa de lo que a partir de Melbourne 1956 iba a transformarse en una dominación e iba a profundizarse en el futuro al sumarse Cuba después de Múnich 1972 como potencia olímpica insospechada. Por lo demás, conviene observar que la irrupción de estos satélites de Moscú —Checoslovaquia, Hungría y, más tarde, Alemania Oriental, Yugoslavia, Rumania, Polonia y Cuba, entre otros— en la instancia de los juegos olímpicos entró como una puñalada en el corazón de la propaganda liberal de los Estados Unidos y fue muy corrosiva para esta, pues por el solo hecho de haber adoptado el proyecto político socialista poniéndose en la órbita de Moscú, países muy pequeños que antes habían sido irrelevantes saltaban súbitamente a la condición de potencia deportiva a nivel mundial.

El fenomenal Emil Zatopek (primero en la fila de tres) ganó la medalla de oro en los 5.000 y 10.000 metros y en el maratón —escoltado en esta prueba por el argentino Reinaldo Gorno, quien se quedó con la de plata— y así aportó para que su país, Checoslovaquia, obtuviera un sensacional 6º. puesto en el medallero. Fue ayudado en ello por su mujer Dana Zatopkova, campeona en el lanzamiento de jabalina. Empezaba aquí la invasión de los países del bloque socialista del Este en el olimpismo.

Eso era por cierto bastante difícil de explicar para quienes habían agitado la bandera de la superioridad del proyecto político liberal durante décadas haciendo del medallero olímpico un indicador idóneo de esa superioridad. ¿Cómo explicar la sistemática dominación de la Unión Soviética sobre los Estados Unidos en la tabla y el desplazamiento de potencias como Francia y Gran Bretaña por países supuestamente atrasados como Checoslovaquia, Hungría y Cuba? Es que a lo mejor —aquí está el problema— ya no había tanto atraso en esos países porque el proyecto político socialista era, en realidad, superior al liberal en lo que a desarrollo humano y social se refiere. La decisión de Stalin en el sentido de ir a disputarles a los yanquis la punta del medallero olímpico impactó en Washington como una contradicción enorme que demandó una cantidad ingente de inversión en propaganda ideológica para silenciar el hecho.

Entonces la Guerra Fría se traslada a los juegos olímpicos en Helsinki 1952 y se consolida en Melbourne 1956. Ya en su segunda participación, la Unión Soviética directamente les arrebata el primer puesto de la tabla a los Estados Unidos imponiéndoles a los yanquis una derrota histórica en un terreno que técnicamente era más amigable para estos que para aquella: Australia era entonces y en cierta medida sigue siendo una colonia de Occidente en Oceanía, un país de habla y costumbres anglosajonas donde los atletas de Estados Unidos jugaban más de locales que los de la Unión Soviética. Aun así, la URSS quedó ubicada en la punta de la tabla obteniendo 37 medallas de oro, 29 de plata y 32 de bronce (98 en total) contra las 32 de oro, 25 de plata y 17 de bronce (74 en total) conseguidas por un ahora escolta yanqui que no sabía muy bien cómo explicar el fenómeno.

Francia y Gran Bretaña confirmaron en Melbourne su tendencia decadente. Los británicos lamentaron en su colonia un 8º. puesto con 6 medallas de oro, 7 de plata y 11 de bronce (total de 24), mientras los franceses quedaban enterrados en el 11º. puesto con modestísimas 4 de oro, 4 de plata y 6 de bronce, un resultado indigno de la patria del barón Pierre de Coubertin. En contraste con esa indigencia de los mejores amigos de los Estados Unidos y explicando la propia indigencia estuvo el buen desempeño de los locales australianos, que finalizaron en el 3º. puesto y crearon allí su tradición olímpica con 13 medallas de oro, 8 de plata y 14 de bronce (total de 35), pero también el crecimiento del grupo olímpico de países socialistas de Oriente: se sumaban a Hungría (4º. puesto) el Equipo Unificado Alemán (7º.) que básicamente estuvo compuesto por alemanes socialistas del Este, Rumania (9º.), Polonia (17º.), Checoslovaquia (18º.), Bulgaria (19º.) y Yugoslavia (26º.), todos países de la órbita soviética que iniciaban sus proyectos olímpicos y que, con solo participar, arrebataban medallas antes fácilmente obtenidas por Gran Bretaña y Francia.

Reinaldo Gorno estuvo al borde de la hazaña en Helsinki 1952 y solo no la pudo concretar porque se encontró en el maratón con un Emil Zatopek que en el auge de su carrera era simplemente invencible. Pero el atletismo argentino tenía tradición en la disciplina: Delfo Cabrera había logrado la medalla de oro cuatro años antes, en Londres 1948. La Argentina era uno de los países que no habían sido directamente afectados por la II Guerra Mundial y nuestros atletas supieron aprovechar esa oportunidad para construir una de las épicas más gloriosas de nuestro deporte.

Pero Melbourne 1956 es todavía un capítulo previo de un drama occidental: el de ver concretarse la idea de Hitler y Goebbels de la mano del verdadero enemigo para el liberalismo de Occidente. Aquel evento deportivo ideado a fines del siglo XIX como una instancia idílica en la que las potencias cuyo proyecto político liberal era hegemónico se había convertido en un campo de batalla ideológico, en un reflejo de la Guerra Fría y en una pesadilla para unos estadounidenses que no sabían ni saben perder. Esta tendencia iba a consolidarse en Roma 1960, donde los soviéticos derrotarían otra vez a los yanquis en un “patio trasero” suyo —Italia fue directamente ocupada por los Estados Unidos después de la II Guerra Mundial— prendiendo todas las alarmas en Washington y dejando expuesto que la supuesta superioridad del proyecto político liberal era una mentira universal.

Todo eso vendrá en las próximas entregas de esta serie sobre la geopolítica en los juegos olímpicos. En las siguientes ediciones olímpicas desde Roma 1960 hasta Barcelona 1992 habrá más palizas soviéticas a los yanquis, emergerá Cuba como protagonista inesperado, habrá boicots y también aparecerán los Estados Unidos desplazados incluso del lugar de escolta por la pequeñísima Alemania Oriental en los juegos de Seúl 1988, otra vez en territorio que en Washington se consideraba un “patio trasero”, constituyéndose allí la mayor catástrofe olímpica del proyecto liberal. Todo eso y mucho más en las páginas de esta Revista Hegemonía y en el análisis de esta expresión distinta de la política internacional que es el olimpismo.