La Batalla de Caseros, vencedores y vencidos

Pese al esfuerzo sostenido en décadas por la historiografía liberal mitrista en el sentido de instalar a Urquiza como un prócer y un héroe de la patria, la observación en profundidad de los hechos posteriores a la Batalla de Caseros indica que la traición de Urquiza —sirviendo a los intereses del extranjero en perjuicio de su patria— fue decisiva para la debacle de la Argentina hasta los días de hoy. La derrota de Rosas marcó el punto de inflexión a partir del que la oligarquía impuso su voluntad neocolonial y nuestro país fue ubicado en una posición de subalternidad regional respecto a Brasil. Y nada de eso habría sido posible sin la traición de Urquiza.

Suele atribuirse a Justo José de Urquiza el haber pronunciado en las horas posteriores a la Batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852 la frase “ni vencedores, ni vencidos”. Palabras magnánimas y generosas que estarían a la altura de quien se nos dice levantó la bandera de la lucha contra la tiranía y de la organización nacional bajo el sistema liberal y que, para más datos, siendo gobernador de Entre Ríos mandó suprimir meses antes el belicoso lema “mueran los salvajes unitarios”, que era de rigor en los documentos oficiales de la época.

No obstante, las pruebas históricas demuestran contundentemente que las razones invocadas por Urquiza para levantarse contra Juan Manuel de Rosas sirvieron como atenuantes de su deshonrosa conducta: el Ejército Grande del que Urquiza era comandante se nutría de contingentes brasileños y fue la armada de ese país la que le facilitó el cruce de los ríos Uruguay y Paraná para poder llegar a Caseros. En el contexto de una pugna entre dos naciones, la realidad es que Urquiza eligió prestar servicio al extranjero para eliminar a su enemigo local antes que privilegiar el interés de su patria.

Ese 3 de febrero se dirimió por un lado una guerra civil, pero por otro lado también se desarrolló una guerra de importancia internacional a nivel de toda la región, pues el Ejército de Vanguardia federal conformado por soldados de todas las provincias y estacionado años antes en la Mesopotamia por órdenes de Rosas y bajo el mando de Urquiza, marchó hasta Buenos Aires en vez de dirigirse a Río de Janeiro y determinar finalmente qué nación, si la Confederación Argentina o el Imperio del Brasil, se quedaría con la hegemonía continental.

Y lo verdaderamente grave es que la historiografía tradicional se empeña en intentar lograr que al hombre que hizo el trabajo sucio de eliminar a Rosas de la política rioplatense se le perdonen todos los “deslices” y los “errores” que, bien mirada la cosa, podrían llamarse sin faltar a la verdad lisa y llanamente traiciones. Hacia 1852 no había dudas de que debía ser un gobernador federal quien acometiera la misión de derrotar al Restaurador de las Leyes, en virtud del sistemático fracaso de los unitarios en el exilio, quienes habían conspirado infructuosamente durante muchos años en contra de Rosas.

El Ejército Grande con sus contingentes de brasileños al mando de Urquiza en la Batalla de Caseros. La historia oficial lo perdona y lo eleva a la condición de prócer, pero la verdad es que Urquiza optó por servir al extranjero contra su nación con la sola finalidad de zanjar una cuestión de política interna. Eso es traición a la patria, más allá de los ríos de tinta que la historiografía mitrista haya hecho correr para edulcorar el asunto.

Es por eso que los enemigos de la patria reclutaron a Urquiza y sus aliados locales exaltaron la figura de este último cuando escribieron la historia a pesar de su servicio denodado como agente del extranjero. Incluso se oculta de Urquiza un hecho ampliamente documentado que tuvo lugar apenas finalizó la guerra y fue derrotado el “tirano” Juan Manuel de Rosas: a la batalla le siguió una serie de matanzas y asesinatos de inocentes en los días posteriores a Caseros, ordenados o consentidos por el mismo Urquiza, dando por tierra con la célebre pero falsa frase que se le atribuye al caudillo entrerriano. De acuerdo con la historia, entonces, Caseros sí dejó vencedores y vencidos, siendo estos últimos víctima de persecuciones, masacres y terror, revanchismo y sed de venganza.

El primero en atreverse a revelar las atrocidades cometidas por los triunfadores de Caseros sobre sus enemigos políticos fue Adolfo Saldías en su obra Historia de la Confederación Argentina. Rozas y su época, investigación que jamás fue refutada por la historiografía mitrista sino abiertamente ignorada. El caso arquetípico del revanchismo post-Caseros fue el asesinato del coronel Martiniano Chilavert. Matemático y especializado en artillería, Chilavert era bien recordado por su desempeño en la victoria argentina de Ituzaingó, el 20 de febrero de 1827 durante la guerra entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el imperio del Brasil.

Durante los enfrentamientos civiles, siendo unitario, Chilavert partió al exilio y llegó a ser colaborador de Juan Lavalle en su fracasado intento por derrocar a Rosas en 1839/1840. Fue en cambio cinco años más tarde, cuando Francia e Inglaterra pretendieron doblegar a nuestro país durante la Guerra del Paraná, aquella recordada sobre todo por el célebre combate de la Vuelta de Obligado, que Martiniano Chilavert advirtió cómo los unitarios no dudaban en apoyar a las potencias invasoras con tal de ver derrotados a sus enemigos internos, lo que exacerbó su innato sentido patriótico de defensa del suelo que lo vio nacer, impulsándolo a ponerse al servicio del ejército nacional.

La víspera de Caseros, Rosas decidió consultar la opinión de sus jefes militares sobre los pasos a seguir. Chilavert, conocedor de las debilidades del enemigo, propuso dilatar lo más posible el enfrentamiento fundamentalmente por razones tácticas, pero también por el hecho notorio de conocerse que el famoso Ejército Grande urquicista mermaba cada día por la deserción de contingentes enteros que se pasaban al bando nacional.

El bravo coronel Martiniano Chilavert, ejecutado después de Caseros. Urquiza había ordenado fusilarlo por la espalda, castigo típico de la época para quienes se consideraban traidores, pero Chilavert no pudo ser reducido y finalmente sus verdugos debieron lancearlo para matarlo. Eso sí: de frente.

Sin embargo, en ese momento primó la opinión de otros de presentar batalla al día siguiente, entre ellos la del propio Rosas, precipitándose el resultado que hoy conocemos: la derrota federal anticipada por Chilavert, quien pese a haber sido desoído en sus apreciaciones tácticas se mantuvo como comandante de una artillería que se recuerda en nuestros días por las proezas cometidas.

Nos dice Saldías: “Cuando ya no quedaba nada con qué hacer fuego, Chilavert encontró todavía un proyectil y rasgando su poncho le ordenó al sargento Aguilar que cargase por última vez un cañón. Él mismo hizo la puntería al blanco certero que le presentó una columna brasilera. Y fuerte con el orgullo de los que caen por sus convicciones, arrogante como esos brillantes caballeros que conceptuaban su vida de prestado después de rendir su espada, esperó apoyado en un cañón a los que venían a tomarlo”.

A partir de su derrota, la crónica nos indica que Martiniano Chilavert fue tomado prisionero y conducido a Palermo hasta la vieja residencia de Rosas ahora ocupada por Urquiza. Allí, el general entrerriano finalmente ordenó fusilarlo por la espalda como a los traidores. No obstante, a varios hombres les fue imposible reducirlo para cumplir con la faena, por lo que debieron ultimarlo a lanza y espada, pero de frente y no de espaldas.

Saldías entrevistó a muchos protagonistas de aquellas jornadas y afirma que luego del cese al fuego “a las embriagadoras explosiones de triunfo se siguió la sed de venganza con el vencido: el degüello de los que si huían era para proporcionar mayores atractivos a sus sacrificadores, la matanza de diez, de veinte prisioneros, colocados en pirámide sangrienta. Los allegados del general vencedor le pedían la vida de tal o cual jefe vencido, y se las concedía. Uno de ellos sacó al coronel Santa Coloma de la capilla de Santos Lugares y lo hizo lancear teniéndolo por los cabellos”.

Con Eduardo Lonardi a la cabeza, los golpistas de 1955 reeditaron un siglo más tarde la frase atribuida a Urquiza, afirmando que después de la guerra no quedaban vencedores ni vencidos. Es evidente que a cada destrucción de un proyecto político nacional-popular la fuerza brutal de la antipatria impone sobre la opinión pública la idea del restablecimiento de la paz y la concordia, aunque sus actos posteriores al golpe y a la guerra hablan claramente de intenciones reales muy distintas.

Durante la batalla, el médico del ejército federal Claudio Cuenca improvisó un hospital de sangre en inmediaciones del famoso palomar de Caseros, donde se encuentra en la actualidad el Colegio Militar de la Nación, para atención de los heridos. Al llegar al lugar las tropas vencedoras, el médico imploró por sus pacientes, pero fue atravesado por la espada del coronel Palleja, a cargo de esas tropas.

Faltaba aún lo más atroz. Semanas antes, un batallón a cargo de Pedro Aquino se sublevó y tras dar muerte a su jefe y a algunos oficiales, abandonó el Ejército Grande y se sumó a las fuerzas nacionales en Santos Lugares. Los soldados de ese batallón que sobrevivieron al combate fueron luego fusilados y sus cuerpos, colgados de los árboles en el camino que conducía a Palermo pudriéndose durante días pese a la súplica del obispo de Buenos Aires para darles cristiana sepultura.

No es exagerado afirmar que en los días posteriores a Caseros la violencia vengativa desplegada por los “libertadores” excedió con creces la del régimen depuesto tras dos décadas en el poder. Esto debiera servir para reflexionar sobre conceptos como “civilización” y “barbarie” y en qué lado del tablero los ubicamos. Era, por otra parte, una forma curiosa de sentar las bases de la tan mentada “organización nacional” por parte del gobernador de Entre Ríos.

El revanchismo post-Caseros se nos muestra a la luz de la historia como un precedente, un anticipo del accionar artero de los agentes de la antipatria que, escudándose en la supuesta defensa de valores superiores como la libertad o la lucha contra la tiranía, han sido capaces de cometer toda clase de iniquidades y someter así no solo a sus adversarios políticos sino a todo el pueblo argentino. Apenas unos virtuales cien años después de la derrota de Rosas otro líder de la causa nacional sería derrocado y caracterizado por los herederos de la historiografía mitrista como un segundo tirano: el bombardeo de la Plaza de Mayo marca el inicio de una etapa de terror y revancha contra todo aquel que osara siquiera nombrar al depuesto Juan Perón, defensor ya no tan solo de la soberanía de la patria como Rosas, sino de la justicia social que aún sigue sin haberse vuelto a manifestar como en los días gloriosos del peronismo.

Es tarea del revisionismo contar la historia desde una perspectiva nacionalista y patriótica para que podamos otra vez como pueblo romper la inercia y escribir una página nueva en la que los vencidos se tornen en vencedores y los últimos sean los primeros.