Después de nueve años de un reinado de terror e hipocresía, Justin Trudeau renunció y dejará de ser el primer ministro de Canadá cuando su partido designe un nuevo líder en el marco de las formas dichas democráticas de Occidente, que en Canadá son las de la monarquía parlamentaria con un jefe de Estado simbólico que está sentado en un trono al otro lado del Atlántico. Culmina así uno de los más largos periodos de gobierno “progresista” —que en inglés se dice precisamente “liberal”, porque todo tiene que ver con todo, como veremos a continuación— en la historia de ese extenso e inhabitado país de América del Norte. Solamente William Lyon Mackenzie King y Pierre Trudeau, el padre del actual muñeco, estuvieron más tiempo en el cargo con el Partido Liberal.
Trudeau afirma haber reflexionado durante los feriados de fin de año y haber conversado con sus hijos antes de tomar la decisión de renunciar. Y no podría decir otra cosa, pues el casete estándar de los dirigentes políticos jamás varía según la latitud. Pero ese periodo de reflexión en navidad y las conversaciones con sus hijos son una patraña. Lo que en realidad pasó es que el establishment político canadiense no iba a sostener a un neoliberal “woke” en el cargo para hacer enojar a la actual versión recargada de Donald Trump que está por reasumir como presidente en los Estados Unidos el próximo 20 de este mes. Trump entra por la puerta y Trudeau se va por la ventana porque al uno no le cae nada bien el “wokismo” del otro y, fundamentalmente, porque la economía canadiense depende hasta un 80% de la estadounidense.
Nadie debe por lo tanto sorprenderse al descubrir que Canadá no es un país realmente serio, sino uno que depende casi totalmente del gigante vecino y que, al mismo tiempo, sostiene lazos formales de semicolonialismo con Gran Bretaña. El establishment canadiense no es tonto, entiende que esto es así y sabe además que con Trump en la Casa Blanca no servía sostener a Trudeau como primer ministro. Y por eso le dio el adiós en inglés y en francés, le dijo que junte sus trapos y que se vaya a su casa, porque está despedido. Ahora la política canadiense va a ajustarse rápidamente a la realidad de su contexto regional dándose un gobierno más acorde a los intereses económicos nacionales, esto es, más potable para Washington. Trudeau puede decir lo que quiera en esa imitación barata que hace de Barack Obama, pero la única verdad es la realidad.

El régimen de Trudeau termina después de haber sido nefasto en casi todos los sentidos la mayor parte del tiempo. Además de haber mostrado toda la hilacha autoritaria al perseguir a quienes querían salir a trabajar durante las cuarentenas del coronavirus, llegando incluso a congelar las cuentas bancarias de los díscolos para forzarlos a obedecer, Trudeau fue la mejor (o la peor, según se lo mire) expresión del “progresismo” neoliberal que hace neoliberalismo “por izquierda”, esto es, tapa el bache de la defensa de los intereses de las corporaciones con un discurso de reivindicación simbólica de las minorías por criterios de sexo, orientación sexual, raza y religión. Podría decirse que Trudeau fue una especie de Alberto Fernández canadiense o podría decirse lo mismo, pero invirtiendo los términos de la ecuación, aunque en cualquier caso el aserto sería preciso o como mínimo ocurrente.
Entonces la mal llamada “izquierda” posmoderna que resultó del colapso del bloque socialista en el Este es eso mismo, es el poder de los ricos del mundo montado sobre un discurso hipócrita de “empatía”, “igualdad” y “ampliación de derechos” que no pone, sino más bien quita, el pan a la mesa del trabajador. Trudeau, Fernández, Pedro Sánchez y muchos otros, todos ellos forman parte de esa socialdemocracia zurdita en los discursos y muy derechita/arribita en la representación de los intereses de los poderosos. No deja de ser cierto que ese “progresismo” reivindica a las minorías, en efecto lo hace. El “progresismo” neoliberal de los Trudeau, los Fernández y los Sánchez es un defensor fiel de los intereses del 0,1% más rico del mundo y esa, como se ve, es una minoría muy pequeñita.

Ese “progresismo” neoliberal se llama en Canadá, al igual que en los Estados Unidos y demás países donde se habla mayormente la de Shakespeare, simplemente “woke”. Este es un fenómeno muy típico de los anglosajones que nuestros cipayos “por izquierda” intentan imitar aquí y un excelente ejemplo de cómo una ideología bien intencionada en sus orígenes puede mutar hacia un absolutismo cultural. El movimiento “woke” empezó bien, militando causas legítimas como la igualdad y la justicia social, pero luego fue transformándose en un mecanismo de control discursivo que polariza sociedades y debilita liderazgos. Y aquí tenemos el resumen en una línea de lo que le pasó al ahora saliente primer ministro de Canadá Justin Trudeau.
Trudeau fue señalado mundialmente en su momento como el epítome del movimiento “woke”. En su locura jacobina por alinearse perfectamente con esa agenda de colores, su régimen amplificó las tensiones raciales, de género y religiosas en lugar de resolverlas. Con Trudeau dando las órdenes, Canadá se convirtió en un laboratorio de experimentos culturales extremos, donde el deseo de imponer una narrativa única suplantó la búsqueda de consensos reales. Así, ya a partir de las barbaridades del coronavirus en 2020 y 2021, las políticas “woke” actuaron como un ácido, disolviendo los cimientos de su liderazgo y alienando tanto a sus aliados como a sus opositores. Lo que en un principio se usó como máscara para fortalecer un régimen hipócrita fue lo que finalmente condenó a ese régimen porque el pueblo de Canadá es manso como todo pueblo e iba a tolerar indefinidamente a Trudeau, pero Trump llegó atropellando y avisando que no quiere ningún vecino “woke”.

Trudeau personificó la adopción acrítica de políticas identitarias, las que en el mediano plazo fragmentaron a la población en colectivos enfrentados. Al basarse en una lógica de víctimas y opresores, su liderazgo perdió la capacidad de articular una narrativa integradora y ya sobre el final, como en un manotazo de ahogado, su intento por complacer a todos terminó alienando a la mayoría del pueblo canadiense, que veía en esas políticas un ataque a la identidad nacional y a los valores sólidos de cohesión social. Esa situación lo ubicó a Trudeau en el lugar del estereotipo que ningún otro dirigente quiere tener cerca porque es un verdadero “quemo”.
Eso es así porque el discurso “woke” tiende a resonar en círculos académicos y urbanos, sobre todo en los sectores medios culturalmente culposos, pero ignora la dura realidad de las mayorías trabajadoras y de los sectores rurales. En el caso específico de Canadá, muchas comunidades sintieron que su voz era suprimida frente a la retórica grandilocuente de un régimen que privilegiaba causas simbólicas sobre soluciones prácticas. El “progresismo” extremo a la moda jacobina plantea una narrativa binaria que intenta simplificar al absurdo las complejidades sociales y, en vez de resolver divisiones, las exacerba. Charlatanes hipócritas como Trudeau terminan necesariamente convertidos en símbolos de una élite desconectada que intenta imponer agendas culturales desde arriba en vez de construirlas desde el pie, con base en un diálogo con la ciudadanía.

Pero la hipocresía es una cosa que suele durar poco pues el hipócrita tiende a mostrar la hilacha. Allá por el año 2019, un poco antes de convertirse con las cuarentenas en un déspota más bien propio de una república bananera, Trudeau debió enfrentarse al escándalo de unas fotos filtradas suyas en las que se lo veía haciendo el llamado “blackface”, esto es, pintándose la cara de negro para burlarse, precisamente, de los negros. Habiéndose erigido a sí mismo en una suerte de tribunal moral omnipresente, Trudeau fue víctima de su propio discurso identitario a ultranza. Y es que al haberse impuesto un esquema rígido, verdaderamente draconiano, en el que a los individuos se les exige pureza moral al 100%, está claro que al líder de semejante régimen oscuro no se le puede perdonar ni una sola.
Trudeau quedó así simbolizando una de las grandes ironías de nuestro tiempo: quienes pretenden elevarse como árbitros morales de la sociedad inevitablemente caen al ser juzgados con la misma vara. Más o menos como Alberto Fernández en el patético episodio de las fotos filtradas en las que se lo veía junto a su ahora exmujer festejando alegremente un cumpleaños en la Quinta de Olivos mientras el resto del pueblo, por orden expresa del propio Fernández, estaba confinado. Fernández llamaba “idiotas” y algo más también a quienes se atrevían a desafiar su estado de sitio virtual. Y además prometía cazarlos y castigarlos a todos los atrevidos, tan solo para terminar melancólicamente como el que no respetó su propia norma absurda. Y así le fue, naturalmente.

Trudeau ya está en el catálogo histórico de horrores de la política y al parecer también lo está el “progresismo” neoliberal, dicho “woke” por los bárbaros anglosajones, en el basurero de las ideologías. Ese “progresismo” funciona siempre como una grieta artificial en el tejido social, pues está diseñado para ser un puente y termina convirtiéndose lamentablemente en un abismo. Dura lo que tiene que durar, hace el daño que tiene que hacer y va engendrando su propia destrucción a medida que se vuelve más y más extremo en un delirante intento de cumplir con sus propias normas de conducta, inviables a todas luces para el ser humano. Nadie puede soportar a un “progresista” neoliberal indefinidamente y en verdad ni los “woke” se soportan a sí mismos. Así todo se cae, como siempre, por su propio peso.
Pese a su enorme territorio y un respetable producto interno bruto, Canadá es mucho más un laboratorio de pruebas que un país serio. Y siendo así está gobernado desde Washington, depende del humor de los Estados Unidos para seguir siendo lo que es. La hipocresía “progresista” neoliberal de la que Trudeau llegó a ser el máximo exponente hastió al pueblo de los Estados Unidos y dio como resultado el retorno triunfal de un Trump que viene montado sobre el compromiso de cerrar el circo “woke”. Trump todavía ni siquiera asumió el cargo y ya empezó a cumplir: antes de cerrar el circo echó al jefe de los payasos que operaba desde el país vecino. Trudeau cayó por aquello que eligió representar en la política, cayó al terminar el corto ciclo histórico de la mentira de quienes usan el discurso dicho “progresista” para disimular proyectos políticos nefastos para las mayorías populares.
En las próximas semanas ni un solo “woke” quedará de pie en el mundo y la farsa “progresista” neoliberal será tan solo el recuerdo de un mal sueño para la humanidad. Ahora habrá un sinceramiento y si hay algún aspecto positivo en el advenimiento de Donald Trump es ese mismo, es el reordenamiento del gallinero que hicieron en la política del mundo los Trudeau y los Fernández de la vida. Es verdad que Trump no es más que una consecuencia de ese gallinero y no habría existido sin que antes pasaran los “woke” haciendo el desastre, pero si las cosas van a ser siempre así de pendulares y no hay nada que pueda hacerse al respecto, entonces que Trump haga la limpieza necesaria y a otra cosa.