La confusión es mucha y escasea la información confiable en estas horas de definiciones en el cómo será de aquí en más la relación entre una Argentina deudora y un Fondo Monetario Internacional (FMI) acreedor y aparentemente nervioso. Desde los dirigentes políticos hasta el ciudadano de pie, en todas partes los argentinos estamos involucrados en una acalorada discusión sobre qué debería hacerse con la monumental deuda contraída por el gobierno de Mauricio Macri, un empréstito al que honrar parecería ser directamente imposible en el mediano plazo y que constituye una seria amenaza a la soberanía nacional tanto por su magnitud de 44 mil millones de dólares como por la naturaleza de quién otorgó el préstamo. A pesar del ruido inicial, con el que desde los medios de difusión se quiso instalar la quimera de un FMI similar a un banco, a un vulgar prestamista o incluso a una “cooperativa de naciones”, está hoy al alcance del pueblo la comprensión de que el FMI es tan solo un usurpador de soberanías mediante el mecanismo de la deuda impagable.
Pero aun entendiendo mejor ahora el verdadero juego del FMI y sabiendo cuáles son sus verdaderos objetivos, la confusión sigue instalada y no parece factible que exista ni en la política y mucho menos en la opinión pública un consenso respecto a qué debe hacer el país frente al problema. Se sabe que el FMI aprovechó el gobierno de Macri para hacerse del control de nuestra economía enredando al país en una deuda que la Argentina no puede pagar, pero no se sabe mucho más que eso. A partir del diagnóstico no hay ningún acuerdo alrededor del tratamiento más idóneo para curar la enfermedad y así el debate sobre el principio de entendimiento entre el gobierno de Alberto Fernández y el FMI se encuentra estancado, de vuelta a foja cero, con todas sus consecuencias en la política nacional o más precisamente en la feroz interna que se abrió en el frente gobernante.
Por lo pronto y sin entrar a analizar en profundidad el aspecto económico de la cuestión en un sentido estrictamente técnico, es fácil concluir desde una postura nacional-popular que los términos del acuerdo o del principio de acuerdo entre el gobierno de Fernández y el FMI son sencillamente malos para el pueblo. Y es que para llegar a esa conclusión basta con ver quiénes a partir del anuncio del pacto salieron a respaldar dicho pacto. Desde los salones alfombrados de la Sociedad Rural Argentina hasta las cuevas de la especulación financiera, pasando por sectores de la oposición como el deshonesto Ricardo López Murphy y por los medios considerados opositores (ni Joaquín Morales Solá, histórico vocero de la oligarquía que juega tanto en La Nación como en el Grupo Clarín, se privó de opinar favorablemente), todos o casi todos los enemigos del proyecto de una Argentina independiente, soberana y justa aplaudieron lo anunciado por Alberto Fernández el pasado 28 de enero. Razones no le faltan a la militancia para sospechar de la cosa basándose para ello en el famoso método de Jauretche, según el que conviene siempre opinar lo opuesto a lo que la oligarquía sugiere, afirma o aplaude. Salvo que uno sea oligarca, por supuesto.

Don Arturo Jauretche decía puntualmente que, si al despertar por la mañana no sabía muy bien qué pensar sobre un determinado asunto, lo único que debía hacer era abrir el Diario La Nación, ver qué decían allí los intelectuales orgánicos de la oligarquía y luego opinar todo lo contrario. El método de Jauretche para conocer la verdad ha demostrado ser infalible para todo militante y todo simpatizante de la causa nacional-popular por el simple hecho de que no pueden coincidir en ninguna circunstancia los intereses del pueblo-nación y los de una clase dominante minoritaria, parasitaria y sobre todo profundamente antinacional. Por lo tanto, como en esto no hay una excepción, si la oligarquía respalda una gestión del gobierno de Alberto Fernández, entonces esa gestión es favorable a la oligarquía y lógicamente es ruinosa para todos los demás, sin cuidado del origen político real o supuesto del gobierno en cuestión.
Eso se vio claramente el pasado lunes 31 de enero, cuando en su editorial televisiva semanal Joaquín Morales Solá embistiera duramente contra el diputado Máximo Kirchner, quien había renunciado a la presidencia del bloque del Frente de Todos en el Congreso de la Nación, justamente por estar en desacuerdo con la gestión realizada por el gobierno de Alberto Fernández ante el FMI en la cuestión de la deuda macrista. La renuncia de Kirchner fue el detonante de una interna que al momento de escribir estas líneas seguía irresuelta y frente a eso Morales Solá no se privó de emitir su opinión en Desde el Llano, programa que conduce en un canal de cable del Grupo Clarín. Para Morales Solá, Kirchner no pasa de un “hijo de” a quien le faltan atributos para disentir con el presidente en la cuestión deuda externa y, presumiblemente, en cualquier cuestión. Y además —siempre en la opinión ideológicamente sesgada del viejo operador oligárquico—, la familia Kirchner de un modo general se estaría convirtiendo en “un problema para la Argentina”.
Más allá de salir en defensa de Máximo Kirchner, es interesante ver aquí cómo desde los medios considerados opositores salen furiosos los operadores del poder fáctico a respaldar súbitamente a un gobierno al que ellos mismos, los operadores y los medios, dicen oponerse. ¿Por qué habría de poner en tela de juicio Morales Solá los atributos de un diputado para cuestionar al presidente de la Nación, cuando dicho cuestionamiento vendría a debilitar de cierto modo al gobierno del que Morales Solá es opositor? Es extraño que Morales Solá no haya hecho justo lo opuesto, es decir, no haya aprovechado la renuncia de Kirchner y no se haya montado sobre ella para atacar a Fernández y para debilitarlo un poco más. Al fin y al cabo, como se sabe, toda excusa es buena para oponerse cuando uno es opositor, lo que claramente es relativo en la cosmovisión de Joaquín Morales Solá.

Los opositores no se oponen y esa es una clara señal de que algo anda mal. En realidad, el malestar al interior del Frente de Todos no nace tanto de la renuncia de Kirchner, que es el síntoma del problema y no el problema en sí, sino precisamente del hecho de que hasta los militantes de a pie que no suelen ver el reverso de la trama política ya percibieron que el acuerdo es nocivo para el pueblo-nación. Sin saberlo, esos militantes aplican el método de Jauretche automáticamente y concluyen que el aplauso de los gorilas de siempre solo puede significar que el acuerdo con el FMI es una artera puñalada por la espalda. Bien mirada la cosa, si la militancia llegara realmente a formarse en esa opinión a dos años y un poco más de la asunción de Alberto Fernández, eso sería un avance muy grande respecto a lo que ocurrió con el peronismo en tiempos de Carlos Menem: aplicando un proyecto político neoliberal, Menem logró mantener el apoyo de la militancia hasta promediar la década de los años 1990, esto es, durante muchos años. ¿Habrá habido algo parecido a un aprendizaje colectivo?
Es difícil saberlo. Lo que sí se sabe hoy a ciencia cierta porque se trata de una auténtica obviedad ululante es que la Argentina está políticamente en llamas por estas horas, nadie sabe qué hacer con el asunto del endeudamiento en la ventanilla del FMI. Es como si hubiéramos sido colectivamente embestidos por un monstruo al que jamás habíamos visto, nos cuesta comprender la naturaleza del golpe y esa confusión se refleja en el debate cotidiano, donde se ve una multiplicidad de opiniones y poco consenso sobre lo que fuere. Y eso es bastante peculiar si tenemos en cuenta que no es la primera vez ni mucho menos que estos ardides se utilizan contra los argentinos para hacer en el país el saqueo y la destrucción del escaso progreso que el pueblo va consiguiendo entre estas crisis artificialmente generadas. En una palabra, a los argentinos nos está pasando lo mismo de siempre mientras pensamos que nuestra debacle es original. Y por eso no la podemos entender.
Líneas históricas
Más bien haciendo que diciendo, el General Perón estableció que la línea histórica del peronismo empezaba con San Martín, pasaba por Juan Manuel de Rosas y seguía con el propio Perón, sin que nada de eso sea arbitrario. La soberanía política conquistada por San Martín en el campo de batalla, la independencia económica defendida por Rosas y la justicia social introducida por Perón ya en el siglo XX son las tres banderas del movimiento nacional-justicialista y se fundamentan en las luchas que libraron esos próceres, cada cual en su tiempo. Esa es una línea político-histórica o la forma en la que la política reivindica el pasado para definirse en el presente.

Otros movimientos políticos tienen sus líneas político-históricas y también están quienes incluyen en la del peronismo a Hipólito Yrigoyen, alegando con mucha razón que este solo fue radical porque en sus días el peronismo aún no existía ni podía existir ya que el 17 de octubre de 1945 no había llegado. Yrigoyen habría hecho un gobierno nacional-popular y medio, hasta caer derrotado por el primer golpe de Estado de una triste seguidilla que iba a atravesar todo el siglo XX de los argentinos, razón por la que hoy no son pocos los que hablan de una línea histórica que empieza con San Martín, pasa por Rosas, Yrigoyen y Perón y llega hasta el kirchnerismo, en tanto y en cuanto todos estos fueron procesos de liberación nacional y/o de justicia social en el país.
Sea como fuere, lo cierto es que también lo opuesto es verdadero, es decir, el antiperonismo de lo que Eva Perón supo calificar como la fuerza brutal de la antipatria también tiene una línea político-histórica, aunque esta desde luego es una línea negativa, que es lo propio del anti. En vez de próceres, mártires y héroes, lo que tienen los que acá pugnan por conservar el estatus colonial de la Argentina es una colección de demoliciones. La línea político-histórica de los llamados gorilas en nuestro país es el mismo ardid utilizado una y otra vez para truncar el desarrollo nacional, con distintas formas en cada etapa de la historia y siempre con los mismos resultados. Eso es tan así que si el atento lector observa fríamente la cosa va a concluir necesariamente aquí que el pueblo-nación argentino fue derrotado no una, dos ni tres o cuatro, sino cinco veces en la Batalla de Caseros. La Argentina tiene cinco Caseros en su historia y es por eso que no puede avanzar de modo sostenido.
La Batalla de Caseros fue un hecho histórico acaecido el 3 de febrero de 1852 en el que la Confederación Argentina conducida por Juan Manuel de Rosas fue derrotada por los unitarios liderados por Justo José de Urquiza, algo así como un Gettysburg criollo con el resultado al revés y anterior al mismísimo Gettysburg. En la Batalla de Caseros fue derrotado el proyecto aún incipiente de una industrialización que Rosas llevaba adelante mediante la protección de la artesanía local frente a la feroz embestida de las manufacturas británicas y francesas, estas de calidad muy superior y mucho más baratas al resultar de la Revolución Industrial en Occidente. Muchos años antes de Caseros y como respuesta al hecho de esa Revolución Industrial que venía arrollando a los países periféricos Rosas había hecho promulgar en 1835 la Ley de Aduanas, con la que impuso aranceles de hasta el 50% y también prohibiciones a la importación de productos manufacturados en las potencias mundiales de la época. Así se estableció un proteccionismo para los productores locales, el que habría de ser defendido en el campo de batalla por primera vez una década más tarde, en 1845, en Vuelta de Obligado, para luego ser derrotado en Caseros también con la guerra en el fatídico año de 1852.

El verdadero resultado de la Batalla de Caseros, la original, fue el triunfo del proyecto político imperialista o neocolonial de la época: el librecambismo. En posesión de todas las máquinas y de toda la industria, las potencias de Europa occidental imponían su voluntad sobre el mundo entero ya no tanto por la espada, sino más bien por el comercio y por la deuda. Y la ideología del librecambio era entonces el ariete con el que esas potencias rompían las barreras del proteccionismo nacionalista para entrar a los países con sus mercancías fabricadas en serie —de mejor calidad y más baratas, como veíamos—, romper el mercado interno y destruir la industria local. Eso fue lo que quisieron hacer con la escuadra anglo-francesa en Vuelta de Obligado y lograron finalmente hacer en Caseros con el triunfo de unos “unitarios” que eran, en realidad, agentes de los intereses imperialistas en el territorio. O por lo menos funcionaban como tales.
Agentes cipayos, como ya sabemos. He ahí el denominador común entre los que no tienen más que demoliciones en su historial, el trabajo disolvente de todo intento de construcción política propia de los argentinos es la amalgama que une a todos los que se opusieron históricamente al progreso y al desarrollo nacional de su propia nación. Triunfante en Caseros, esa fuerza brutal de la antipatria puso otra vez a la Argentina en la órbita del imperialismo británico —de donde Rosas la había sacado— en la calidad de una semicolonia con bandera, himno y gobierno propio, pero sin soberanía política ni independencia económica. La Argentina fue después de 1852 un satélite gobernado a control remoto desde el centro del poder mundial, una semicolonia en un sentido estricto. Y así fue cómo nos embarcaron ya en 1864 en la mal llamada Guerra de la Triple Alianza cuya finalidad fue la de hacer con el Paraguay de Solano López lo mismo que se había hecho con la Confederación Argentina de Juan Manuel de Rosas, a saberlo, destruir su base material para impedir su desarrollo como potencia industrial de primer nivel.

Sabemos hoy que el Paraguay de Solano López estaba a punto de convertirse, si es que ya no se había convertido, en un país industrializado. Y eso molestaba profundamente los intereses de Gran Bretaña, que era la potencia industrial de la época y no quería el surgimiento de nuevos competidores entre los países de los que importaba la materia prima y a los que exportaba la manufactura. He ahí que la Triple Alianza entre el Brasil imperial, Argentina y Uruguay fue, en realidad, una alianza cuádruple por la participación de Gran Bretaña como instigadora de lo que fue un fratricidio. El Paraguay fue destruido y quedó absolutamente diezmado, todo lo que habían construido los paraguayos en décadas fue reducido a polvo y eso determinó el destino de ese país, el que hoy está muy atrasado. Todo gracias a la derrota de Rosas en la Batalla de Caseros original, con la que los agentes del interés foráneo se hicieron con el poder político aquí y nos embarcaron en el proyecto de destrucción fratricida de la corona británica.
Pero la Guerra de la Triple Alianza es solo una de las infamias que tuvieron lugar en el largo periodo que va de Caseros a principios del siglo XX. Seis décadas y más habrían de pasar hasta que en el país hubiera un nuevo ciclo de gobierno nacional-popular, el de Hipólito Yrigoyen empezando en 1916. Durante esos sesenta años los agentes del interés foráneo consolidaron el estatus semicolonial de la Argentina y esa consolidación fue la consecuencia de su triunfo sobre el anterior proyecto nacional en la Batalla de Caseros, lógicamente.
La Argentina estaba entonces hundida en el semicolonialismo y en el fraude cuando Yrigoyen llegó a la presidencia de la Nación por primera vez en 1916. Contra todo pronóstico, Yrigoyen impulsó un plan de desarrollo estratégico desde el Estado que incluyó, por ejemplo, la fundación de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) para la defensa y la gestión soberana de los recursos petroleros. Con YPF la Argentina se metía en la discusión internacional sobre el recurso natural que es el combustible por antonomasia de la industria en el siglo XX, cosa que evidentemente tampoco les gustó mucho a los poderosos de la época. Y si bien la gestión de Yrigoyen puede considerarse tímida o ninguna en lo que respecta a la defensa de los intereses de las mayorías populares trabajadoras —el concepto era exclusivo del socialismo revolucionario entonces y prácticamente no existía en un país de matriz oligárquica como el nuestro—, la sola reivindicación de lo nacional con el reclamo de la soberanía sobre las riquezas del territorio ya pone a Yrigoyen en el lado opuesto respecto al poderoso global.

Y entonces Yrigoyen tenía que correr la misma suerte de Rosas en el corto plazo, cosa que efectivamente ocurrió con el golpe de Estado de 1930 que instaló la Década Infame en el poder político para un nuevo ciclo de administración neocolonial. Ese golpe fue el segundo Caseros de la historia argentina porque vino a cortar un ciclo de expansión y avance nacional-popular para restaurar un estatus de dependencia, saqueo y humillación. De hecho, entre las muchas entregas de dignidad que hubo después de 1930 estuvo el Pacto Roca-Runciman, el que Don Arturo Jauretche llamó con mucha precisión el estatuto legal del coloniaje. Dicho pacto fue el sometimiento de la Argentina a los intereses comerciales de Gran Bretaña, un pacto neocolonial a todas luces que solo fue posible a partir del golpe de 1930, puesto que Yrigoyen no estaba dispuesto a permitirlo. El golpe es la guerra y en 1930 la Argentina tuvo su segunda Batalla de Caseros, con resultado similar al de 1852 y con parecidas consecuencias. La Década Infame fue larga, habría de durar hasta 1943 y otra vez condenaría a la Argentina a retroceder varios casilleros en la historia.
Revolución y restauración
Después de la iniciativa patriótica del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) para terminar con la Década Infame y rescatar la dignidad nacional, la que había sido arrastrada por todo el barro en los anteriores trece años, a partir de 1945 un joven coronel vendría a proponer un sueño: agregar la justicia social a la soberanía política y la independencia económica para realizar por primera vez en nuestra historia un proyecto nacional-popular integral, en esencia cualitativamente distinto a los de Rosas e Yrigoyen, en cuya tradición abrevaba. A principios de 1946 triunfa en unas elecciones directas Juan Domingo Perón y se inicia el periodo de mayor expresión política en el Estado de los intereses del pueblo-nación argentino, o lo que hasta los días de hoy llamamos peronismo.
El peronismo entre 1946 y 1955 fue una revolución nacional en tanto y en cuanto modificó la matriz productiva y social de un país que hasta entonces había sido oligárquico en sus estructuras. Perón hizo promulgar incluso una Constitución en 1949, en la que se plasmaban esos cambios profundos en el modo de existir de la Argentina en el mundo. Y allí aparece por primera vez, junto a los conceptos de soberanía política por el que bregara San Martín e independencia económica, defendido por Rosas e Yrigoyen, el de justicia social, que era la reivindicación de los derechos de los trabajadores como pueblo organizado, en oposición a la oligarquía que hasta ese momento había reinado indiscutida. Por primera vez aparecía en nuestro país por fuera de la prédica meramente retórica del socialismo la idea de que el Estado puede y debe intervenir en la pugna entre el capital y el trabajo para defender los intereses de este último.

Prácticamente todo lo que existe en la Argentina actualmente tuvo su precursor en esos años de la revolución nacional peronista, todo el sistema político y también la forma en la que se relacionan en la producción la inversión y el salario quedaron determinados para siempre por la idea de la tercera posición nacional-justicialista de Perón, lo que viene a cuento para que el atento lector se dé una idea de la profundidad que tuvo esa revolución nacional en apenas diez años. Perón modificó las estructuras del país poniendo en la mesa de discusión a las mayorías populares trabajadoras y medias y, además, haciendo entender a esas mayorías que la independencia económica y la soberanía política eran la clave para que en el país puertas adentro pudiera realizarse una comunidad justa, o con el justo reparto de las ingentes riquezas del territorio. En una palabra, si bien fue San Martín el que logró la independencia nacional en el campo de batalla y fueron Rosas e Yrigoyen los que iniciaron los trabajos de reivindicación de la soberanía sobre lo que es nuestro por naturaleza, el mayor símbolo de ruptura con esa Argentina neocolonial del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX fue Perón.
Y si Rosas e Yrigoyen despertaron la furia del poder global hasta el punto de que ese poder les haya hecho la guerra —los dos Caseros iniciales de nuestra historia—, es lógico que a dicha furia se le haya sumado un profundo odio cuando Perón llegó y se atrevió no solo a cuestionarlo todo, sino a ejercer efectivamente el poder para modificar el statu quo oligárquico. Era tanta la ruptura con el pasado y tan enormes los cambios introducidos por Perón que la fuerza brutal de la antipatria no dudó en bombardear la principal plaza del país y con civiles argentinos en esa plaza para hacerle a Perón su Batalla de Caseros en el año 1955. Así fue el golpe que instaló la autodenominada “Revolución Libertadora” (siempre entre muchas comillas, por supuesto, ya que no revolucionó nada y tampoco libertó, sino más bien todo lo contrario) con el poder político en el Estado para destruir en lo sucesivo toda la obra del peronismo y hacer retroceder una vez más a la Argentina de vuelta a un estatus semicolonial.
Bien mirada la cosa, este tercer Caseros de nuestra historia fue sin dudas el más brutal de todos hasta ese momento, puesto que involucró a civiles en una lucha de la que dichos civiles eran ajenos y luego impuso los fusilamientos y las persecuciones para sofocar cualquier resistencia. Perón se fue al exilio y hubo entonces un periodo de 18 años en los que una sucesión de dictaduras militares y gobiernos “democráticos” tutelados con el peronismo desde ya proscrito oprimió al pueblo argentino para quitarles los derechos sociales adquiridos y para entregar la patria. Pero Perón vivía y al cabo de esas casi dos décadas infames volvió al país para ganar otra vez las elecciones en 1973 con casi el 64% de los votos (un récord que hasta hay nadie pudo batir) y dar inicio a lo que comúnmente llamamos el tercer peronismo.

Ya a mediados de 1974 fallece Perón, pero no así el peronismo y tampoco el gobierno peronista, el que continúa desde el mes de julio con la conducción de su viuda y vicepresidenta, María Estela Martínez de Perón. El gobierno peronista continúa e incluso llega a profundizar otra vez la ruptura con el pasado y la infamia, ya que la popularmente conocida Isabelita toma decisiones políticas que el propio Perón habría considerado extremas: la nacionalización de varios medios de comunicación y de la distribución de combustible, para terminar con las operaciones mediáticas y con la especulación de las petroleras; la suspensión del negociado con títulos de la deuda interna y externa, resolviendo el problema de la especulación financiera que en los días de hoy ahoga al país; el fin de la “patria contratista” con la expulsión de gigantes como ITT y Siemens, que controlaban monopólicamente nuestras comunicaciones. Todo eso y mucho más hizo Isabelita entre julio de 1974 y marzo de 1976, cuando precisamente a raíz de lo que venía haciendo la fuerza brutal de la antipatria le impone el cuarto Caseros de nuestra historia.
El golpe del 24 de marzo de 1976 superó tanto en brutalidad como en perversión lo hecho por la “Revolución Fusiladora” de 1955. Con el fin de terminar no solo con el gobierno peronista de María Estela Martínez de Perón, sino también con el peronismo en la conciencia del pueblo-nación argentino, los golpistas y genocidas de 1976 llevaron a cabo una masacre generalizada contra todo lo que era militancia, estudio y trabajo. La ruptura generada por el tercer peronismo entre 1973 y 1976 había sido tan intensa que esta vez los agentes de los intereses foráneos optaron por avanzar con la “solución final”, la que en su opinión y diagnóstico habría de lograr el objetivo que la “Revolución Libertadora” no había alcanzado: el de enterrar para siempre al peronismo. Eso fue la dictadura cívico-militar o Proceso de Reorganización Nacional entre 1976 y 1983, donde la parte de la “reorganización” era precisamente la utopía de la desperonización que los llamados gorilas en nuestro país anhelan desde 1945 a sabiendas de que el peronismo es la ruptura con el esquema oligárquico de siempre.
El Proceso de Reorganización Nacional se dio en el marco del Plan Cóndor y por eso es una injerencia directa ya no de Gran Bretaña en nuestro país, sino de la potencia occidental del siglo XX: los Estados Unidos. Y fue tan intensa esa injerencia que el golpe y la posterior dictadura en casi ocho años determinaron toda la política argentina en las siguientes dos décadas. Raúl Alfonsín, Carlos Menem y mucho menos Fernando de la Rúa hicieron poco y nada para lograr una ruptura respecto al esquema oligárquico eterno, sino que más bien lo profundizaron. Y entonces es justo decir que el ciclo político iniciado en 1976 realmente dura hasta el 2001, va a ser una larguísima “década infame” de más de 25 años en la que se produce la entrega de la soberanía nacional y se destruyen las conquistas anteriores del pueblo-nación. En Chile se usa decir que Augusto Pinochet siguió gobernando mucho más allá de 1991, que es cuando termina oficialmente su dictadura. Y en la Argentina pasa algo similar, puesto que la dictadura terminó a fines de 1983, pero su proyecto político cipayo siguió en distinto formato por dos décadas más.

Una luz habría de prenderse tras el derrocamiento de Fernando de la Rúa y mucho más después de mayo de 2003 con la llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada. En medio a un escenario regional más bien favorable, Kirchner volvió a plantear la ruptura con el pasado y dicha ruptura duraría con toda su intensidad por lo menos hasta el 2013, en el primer gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y en los dos primeros años de su segundo gobierno. Otra vez hubo reivindicación de lo nacional-popular, del interés de la Argentina de un modo colectivo, inscribiéndose los Kirchner en la tradición que empieza con Rosas, pasa por Yrigoyen y sigue con Perón, recreando además en muchos aspectos lo que había hecho este último. Y una vez más la fuerza brutal de la antipatria se vio en la necesidad de golpear para restaurar el estatus neocolonial del país, aunque en este siglo XXI el golpe tenía que venir un poco distinto en sus formas, métodos y presentaciones.
De un modo general, puede decirse que con los Kirchner entre el 2003 y el 2013 la Argentina estaba integrándose al sistema-mundo como un actor de relevancia mediante la conformación de bloques y alianzas regionales y extrarregionales, hubo una reivindicación de lo nacional-popular que, aun con las falencias propias de cualquier proyecto político, fue integral en un sentido nacional-justicialista. Hubo avances en la defensa de los recursos del país y también en la inclusión de las clases populares trabajadoras y medias en el justo reparto de la riqueza que hay en esos recursos. Y eso es lo opuesto a lo que desean los poderes fácticos globales, cuya idea es la de una Argentina agroexportadora, dependiente y proveedora de materias primas, combustibles y alimentos, aislada de sus socios potenciales en la región y en el mundo. Había que destruir lo que el kirchnerismo había logrado en diez o doce años y para ello el poder real pergeñó un nuevo tipo de golpe, este casi puramente, si se quiere, financiero.

Después de hacer triunfar a Sergio Massa en las legislativas de 2013 y a Mauricio Macri en las generales del 2015 —donde lo primero es condición de lo segundo, además de todas las operaciones que tuvieron lugar entretanto, como la del caso Alberto Nisman, por ejemplo—, el poder fáctico global tuvo el poder político en el Estado mediante sus personeros cipayos y con ello pudo hacer entrar al Fondo Monetario Internacional (FMI) al país con un “acuerdo” de endeudamiento deshonesto y doloso, enredando a la Argentina en una deuda que en ninguna circunstancia podría honrar en el futuro. En resumidas cuentas, el golpe empieza en el 2013, pasa por el 2015 y se consuma a mediados del 2018, cuando Macri firma con el mismo FMI al que Néstor Kirchner había pagado y expulsado del país un acuerdo de deuda por unos 57 mil millones de dólares que la Argentina nunca estuvo ni está en condiciones de pagar.
Cada una de las batallas de Caseros en las que el pueblo argentino fue derrotado a lo largo de la historia condicionaron el desarrollo del país durante décadas posteriores a la derrota. Desde 1852 hasta 1916 fueron 64 años de reinado absoluto de la oligarquía. Entre 1930 y 1943, otros 13 años de restauración y 18 años más desde 1955 a 1973, para culminar con 25 años extra entre 1976 y el 2001, que es cuando se derrumba el último gobierno títere del poder fáctico global y empieza un nuevo tiempo. Observando toda esa temporalidad histórica, el atento lector deberá concluir que desde mediados del siglo XIX a los argentinos nos han sometido a un juego que consiste en dar un paso adelante y luego tres pasos atrás, tan solo para volver a empezar y así retroceder siempre un poco más después de cada etapa golpista.
Entonces las relaciones promiscuas entre el gobierno de Mauricio Macri y el FMI son, al momento de consumarse, el quinto Caseros de nuestra historia. Ese día, el 7 de junio de 2018, el pueblo-nación argentino cayó derrotado en una batalla que se libró no sobre un campo, sino sobre lo alfombrado de las oficinas del poderoso: se firmaba un acuerdo de tipo “stand-by” con el FMI por un monto que jamás había sido prestado por el propio FMI a ningún país y que la Argentina —véase bien, aquí está el golpe— no iba a poder pagar jamás en dinero. Y como el que no tiene dinero para honrar sus deudas pierde naturalmente su independencia, porque el que debe no hace lo que quiere, sino lo que manda el acreedor, en la quinta Batalla de Caseros de nuestra historia el resultado fue un condicionamiento que debe durar décadas, durante las que vamos a retroceder históricamente como país y las mayorías populares trabajadoras y medias serán despojadas de lo que han conquistado hasta aquí en los ciclos de mayor expresión de sus intereses colectivos.

Rosas, Yrigoyen, Perón y de nuevo Perón con Isabelita, Kirchner. Todos ellos derrotados por la infamia del agente de los intereses foráneos, a veces por la espada, otras por los fusilamientos y las bombas y, finalmente, por las operaciones judiciales, de sentido y financieras. Fueron cinco batallas de Caseros en nuestra historia y tuvieron lugar siempre que el enemigo de los pueblos se vio en la necesidad de cortar el ciclo de expansión y avance. Siempre con un método diferente, una distinta presentación formal, pero siempre con el mismo objetivo: tullir a la Argentina para que no camine por sus propios medios, reducir a un gigante que es la octava extensión territorial del planeta a la condición de enano dependiente en los tejemanejes de la geopolítica imperialista, matar al pueblo. 1852, 1930, 1955, 1976 y 2018, cinco veces. Tantas que uno debería empezar ya a preguntarse si quizá el problema no es el que a lo nacional-popular le falta un poco de coraje para llevar la revolución hasta sus últimas consecuencias y terminar de una buena vez precisamente con el problema de la existencia de la fuerza brutal de la antipatria. ¿Hasta cuándo?