Arturo Sampay fue uno de los intelectuales, juristas, filósofos y constitucionalistas más brillantes que ha dado la Argentina en el siglo XX y, sin embargo, es en nuestro tiempo totalmente desconocido por las nuevas generaciones luego de haber sido abandonado sobre todo por la intelectualidad afín al movimiento que en el cual él militó, el justicialismo. Y vale por una vez rendirle un merecido homenaje, pues se trata del pensador que más influencia ejerció sobre Juan Perón sobre todo en lo que se refiere a la profundización de conceptos como el de comunidad organizada y justicia social, fundantes de la doctrina que hoy lleva el nombre de peronismo.
Además, Sampay es reconocido por su trabajo como mentor de la Constitución Nacional de 1949, siendo convencional constituyente durante el primer gobierno peronista. Esta ha sido la Constitución que incluyó entre otros principios fundamentales los derechos del trabajo y la función social del capital, y que fue derogada por la violencia durante el gobierno de la autodenominada “Revolución Libertadora”, una verdadera reacción fusiladora.
Hemos mencionado antes en esta Revista Hegemonía el discurso de Perón en el Congreso Nacional de Filosofía de 1949, que posteriormente fue publicado en forma de libro bajo el título de La comunidad organizada. Es aquel texto precisamente uno de los que tuvieron a la figura de Arturo Sampay tras bambalinas, aunque la hipótesis de que habría sido el propio Sampay el redactor de aquel discurso parece un tanto arriesgada en virtud de la similitud entre el lenguaje empleado en La comunidad organizada y el resto de la obra de Perón, tanto la obra escrita como los discursos que pronunció y las entrevistas que otorgó a lo largo de las tres décadas de su ejercicio de la política el extinto presidente.
Lo que sí sabemos con seguridad es que Sampay era un hombre de consulta de Perón y sus ideas a menudo guardan una relación de semejanza tanto con los discursos pronunciados como con su extensa obra filosófica escrita. Adentrándonos apenas en las ideas de este filósofo es posible trazar puntos de conexión y afinidad con la doctrina peronista. En La crisis del Estado de derecho liberal burgués, libro escrito en 1941, este pensador católico realizaba ya una crítica despiadada aunque rigurosa, lógica y argumentativa al Estado liberal o lo que él llama el Estado liberal burgués, crítica que iría muy de la mano con la explicación que Perón propondría años más tarde para justificar la tercera posición nacional justicialista.

Ya a inicios de la década de 1940 comenzaba a resultar evidente que el liberalismo vigente hasta entonces, que había pretendido presentarse a sí mismo como la única versión válida de la idea de democracia, comenzaba a dar señales de agotamiento, pero aún ninguna corriente filosófica había logrado hallar la solución al dilema. Es que otras ideologías habían comenzado a intentar dar con el remedio a lo que consideraban una enfermedad, el liberalismo, pero estas respuestas resultaban insuficientes a Arturo Sampay pues a menudo caían al otro extremo de la absolutización, exaltando algún elemento presente en la comunidad, divinizándolo y por tanto no dando respuestas a los anhelos más profundos del ser humano.
Y quizás se pregunte el lector cuáles eran esas experiencias que Sampay tenía frente a sí y criticaba a la par que al liberalismo clásico. En primer lugar el fascismo italiano, cosmovisión que absolutiza el Estado; el nacionalsocialismo alemán o nazismo que diviniza la raza y el marxismo soviético, donde lo que se absolutiza es la clase social o la clase económica. De acuerdo con Sampay, estas tres corrientes ofrecían soluciones que no resultaban una alternativa real al capitalismo liberal burgués, a cuya crítica exhaustiva el autor dedicó gran parte de su libro.
El planteo inicial de Sampay parte del presupuesto de un Estado como producto de una previa mirada particular del mundo en un determinado tiempo. No sería entonces el Estado una construcción mecánica, neutral o aséptica. Muy por el contrario, sería el resultado de la cosmovisión de la que este se derive, siendo posible distinguir entre dos cosmovisiones antagónicas a lo largo de la historia.
A ese respecto, Sampay nos dice: “(…) Toda concepción del Estado se integra en una correspondiente cosmovisión, pues es el mismo hombre el que hace sus ideas tanto sobre la relación con su prójimo y el orden de esta relación como acerca de su relación con el mundo en general y la posibilidad de su conocimiento. En el meollo de la antítesis entre las concepciones democrática y autocrática del Estado, Kelsen ve con toda claridad la oposición de dos concepciones del mundo, que es donde enraíza la pugna de las concepciones políticas. Y esta oposición, afirma Kelsen, resulta de la posición que se adopta frente a lo absoluto”.

Se refiere a Hans Kelsen, jurista austríaco muy leído en las primeras décadas del siglo pasado y padre del positivismo jurídico. La cuestión decisiva —continúa el jurista argentino— es si se cree en un valor y consiguientemente en una verdad y en una realidad absolutas o si se piensa que al conocimiento humano no son accesibles más que valores, verdades y realidades relativos: “La creencia en lo absoluto tan hondamente arraigada en el corazón humano es el supuesto de la concepción metafísica del mundo, pero si el entendimiento niega este supuesto, si se piensa que el valor y la realidad son cosas relativas y que por tanto han de hallarse dispuestos en todo momento a retirarse y dejar el puesto a otros igualmente legítimos, la conclusión lógica es el criticismo, el positivismo y el empirismo entendiéndose por tales aquella dirección de la filosofía y de la ciencia que parte de lo positivo, esto es, de lo dado en la experiencia sensible. De lo que los sentidos pueden percibir y la razón comprender, de la experiencia eternamente cambiante, rechazando en consecuencia la hipótesis de algo trascendente”.
De ese modo, a través de esta oposición fundamental de concepciones del mundo, Sampay distingue las antítesis de autocracia y democracia. A la concepción metafísica absoluta del mundo le corresponde la autocracia, mientras que la democracia emana de la concepción científica del universo, el relativismo crítico. “Obsérvese —escribe Sampay—, lo destacamos solo como una digresión pues aquí nos interesa el reconocimiento de Kelsen a lo que hemos llamado teología política, que demuestra de manera magistral la relación que existe entre una posición agnóstica que reclama la concepción burguesa del mundo y la democracia del Estado de derecho liberal burgués; singularidad real e histórica a cuyas formas jurídicas la frustrada teoría pura de Kelsen, la que a la postre no es sino una concepción cripto-política absolutiza como históricamente trascendente”.
De manera tal que como introito de su obra en la que critica el Estado y la democracia burguesa, Arturo Sampay nos anticipa la existencia de dos formas antagónicas de encarar el mismo problema. En ese sentido plantea una reflexión interesante acerca de la famosa neutralidad del Estado liberal burgués en materia religiosa.
El liberalismo siempre ha hecho gala a través de la bandera de la libertad de cultos de un supuesto rechazo de todo fundamento trascendente o religioso. Una idea presuntamente atendible bajo la justificación que de ella se hace dentro del marco teórico de la filosofía liberal, pero que en rigor de verdad oculta una realidad subyacente. Mientras se nos dice que el Estado liberal burgués no puede inmiscuirse en las cuestiones de las conciencias y las cosmovisiones o en las creencias religiosas de sus súbditos o sus ciudadanos, Sampay nos advierte que “La libertad que tiene por finalidad el Estado de derecho liberal burgués es especialmente la libertad ética religiosa y la libertad económica que deriva de aquella”.

Y agrega: “La autonomía moral del hombre se asegura por una estricta neutralidad que el Estado mantiene frente a los diversos sistemas religiosos y concepciones del mundo y se asegura por la laicidad y secularización de todas sus instituciones. La ley y los sistemas educacionales ignoran la religión y la moral, dejan librada a cada uno la entera libertad de profesar las creencias metafísicas que respondan a sus íntimas convicciones negando o afirmando a Dios. Esta libertad de conciencia se integra con la libertad de expresión oral y escrita del pensamiento como medio de difusión de la propaganda de las ideas”.
Pero este laicismo recalcitrante esconde una trampa que Sampay pone de manifiesto y que, bien mirada, se remonta aún a nuestros días: “La pretendida aconfesionalidad de este Estado que se sitúa fuera de toda religión implica también en sí la adopción tan excluyente en su incondicionalidad como cualquier otra de una concepción del mundo, que precisamente es la del orden mental de la burguesía con su agnosticismo filosófico que relativiza toda verdad a los resultados de la experiencia sensible”.
Esa sutileza de criterios respecto de la relación entre el Estado y las cuestiones religiosas a la que se refiere el autor se puede observar materializándose incluso en la actualidad por parte de los herederos políticos de la cosmovisión liberal. A modo solo de ejemplo podemos citar el caso del volcán Lanín, recientemente reconocido por la Dirección Nacional de Parques y Paseos como territorio sagrado mapuche. Y supongamos que los mapuches actúan de buena fe y no responden a ningún interés espurio de apropiarse o apropiar para terceros parte de nuestro territorio nacional. De todos modos lo llamativo del ejemplo es la verificación de que el mismo Estado autoproclamado neutral y laico no lo es a la hora de reconocer hoy en el siglo XXI los lugares sagrados de culturas ancestrales.
Eso demuestra en definitiva que la cantinela de la neutralidad en materia religiosa lo es solo respecto del catolicismo, pero ese Estado que rechaza el cristianismo no tiene ningún empacho en abrazar otras cosmovisiones también religiosas, en este caso el panteísmo representado por las culturas ancestrales. La hipocresía del Estado liberal y su solapado rechazo por el catolicismo Arturo Sampay los intuye ya en 1941 y los desarrolla en su crítica.

Pero el núcleo, la parte medular de esa crítica consiste en la reafirmación de la existencia de otras formas de organizar a la sociedad que no necesariamente pasan por un liberalismo culpable de haber intentado apropiarse completamente de la idea de democracia. El maridaje que el liberalismo establece para sí mismo como sinónimo de democracia no guarda relación histórica con la realidad de acuerdo con la interpretación de Sampay. Este nos recordará que la primera idea de democracia surgió en la antigua Grecia entre griegos que no eran liberales, pero que la pensaron como sinónimo de un gobierno por y para el pueblo. Entonces no tiene sentido la afirmación de que sea necesario adherir a los postulados del liberalismo, doctrina que no posee más que dos siglos de antigüedad, para realizar la democracia. Tiene que existir otra vía.
En esa línea, Sampay sostiene: “La síntesis aleatoria de la democracia y el liberalismo es una contingencia histórica y se explica por las circunstancias que debieron combatir un enemigo común: el Estado absoluto. No olvidemos que en la historia la democracia ha conocido realizaciones antiliberales, lo mismo que el liberalismo ha pactado durante el siglo XIX con el principio monárquico bajo la forma de monarquías constitucionales. El valor esencial que informa la democracia del liberalismo es la libertad del individuo alambicado en su capacidad intelectual enfatizado como yo pensante. Hay que estimar que el liberalismo lo informa un sistema metafísico completo fundado sobre la creencia de que la libre concurrencia de las opiniones individuales puede resultar en todos los sectores de la vida una total solución racional”.
Lo que está planteando Sampay es que el liberalismo también está montado sobre presupuestos que no discute y que en el fondo implican un acto de fe. Sus principios, sus silogismos y las consecuencias de estos requieren de la creencia en postulados que no son de naturaleza religiosa pero que operan como dogmas porque a ellos se adhiere o se los rechaza y no gozan en ningún caso de demostración empírica. “El principio económico del laissez faire —sugiere Sampay—, derivado de la neutralidad económica del Estado, es una de las manifestaciones particulares de la actitud general del liberalismo basada en la convicción de que una economía movida por el interés particular es la mejor garantía del funcionamiento de las leyes de la producción y el consumo”. La historia, no obstante, se encargó en más de una ocasión de rebatir empíricamente ese principio.
Y henos entonces frente al punto más importante de la crítica. Sampay nos dice que los postulados centrales de la teoría liberal cuyos cultores asimilan con la única forma posible de democracia, en rigor de verdad aniquilan lo social porque exacerban al individuo por encima de la comunidad y en ese sentido impiden de plano la realización de la democracia. Se remite, claro está, al ideal de los griegos, una democracia entendida como una relación entre iguales, orientada hacia el pueblo, con un elemento unificador como lo es la idea de bien común.

Deseándolo o no, pero por la consecuencia natural de sus principios fundamentales, el liberalismo impide entonces la realización de la democracia pues atomiza a la comunidad en un conjunto de islas separadas las unas de las otras y cada una de ellas con el afán de prevalecer por sobre el resto. “El hombre moderno —afirma el jurista— al inmanentizar sus fines renunciando a la trascendencia sobreestima la riqueza como el summum bonum y el medio más idóneo para la satisfacción de todas las necesidades posibles y la valora como un instrumento destinado para su uso ad limitum en la realización de sus propósitos puramente mundanos. La riqueza fue entonces pensada por la burguesía como una finalidad en sí misma y ese hombre a quien anima el espíritu económico del capitalismo no considera que la adquisición de ella es el mero medio de satisfacer sus necesidades materiales sino que la tiene por el fin de la vida”.
A modo de cierre vale mencionar a José Pierpauli, filósofo cuya tesis doctoral versó sobre la obra de Arturo Sampay y que nos advierte acerca del carácter premonitorio de buena parte de las afirmaciones del jurista y constitucionalista argentino. Sostiene Pierpauli que ya en la década de 1940 Sampay, autor de la Constitución peronista y pensador católico, anticipaba que en cuanto lograse imponerse sobre la moral cristiana librándose de su competencia, el liberalismo mostraría su verdadero rostro mutando en un nuevo absolutismo, en un nuevo totalitarismo. Y todo aquel que haya presenciado cómo en los últimos años se llevó a cabo la limitación flagrante de las libertades individuales justificada por argumentos como el cuidado de la salud seguramente encontrará algo de asidero en las conclusiones de Sampay.
La solución, no obstante, no pasa por el fascismo italiano que diviniza al Estado. No pasa por el marxismo soviético de partido único, partido que posee la exclusividad de la acción política y que es “una corporación de puertas cerradas a la que se pertenece llenando rigurosos recaudos”. Y tampoco pasa por el nazismo que diviniza a la raza y a la comunidad racial. La solución, nos sugiere Sampay, pasa por Dios. Y a Dios no se lo sustituye ni por la clase social ni por la raza ni por el Estado. Dios, como fundamento de la justicia social entre los hombres, es la garantía final de la realización de una verdadera democracia.