Un seguramente muy frío 3 de febrero de 1689 nacía en la pequeña localidad vasca de Pasajes de San Sebastián uno de los mayores héroes de los hispanos en todos los tiempos. Era el día de San Blas y, siguiendo la vieja tradición de una España que en esos años de la premodernidad seguía siendo un bastión del catolicismo, a Blas de Lezo y Olavarrieta no se le podría dar otra gracia o nombre de pila. De familia devota, pero fundamentalmente dedicada en varias generaciones a la exploración de los misterios del mar, puede decirse que Blas de Lezo estaba predestinado a ser quien finalmente fue, aunque desde luego nadie pudo imaginarse de antemano que llegaría tan lejos.
Los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII fueron tiempos algo extraños para el imperio español, pues si bien estaban todavía muy bien aseguradas las vastas posesiones en América, en Asia, en África e incluso en Oceanía, la Armada española que aseguraba el control tanto de las rutas comerciales como de los territorios estaba debilitada. Empezaba el largo periodo de decadencia de España como potencia naval, el que coincidió con el ascenso de esas nuevas potencias que fueron Gran Bretaña y Francia. Esta última había absorbido en la práctica lo que quedaba de la Armada que se había llamado “invencible” y un siglo antes estuvo a punto de invadir Inglaterra, ni más ni menos.
La misma Armada que entre sus hazañas tenía el descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra, entre tantas otras, circunstancialmente estaba en manos de Francia y Blas de Lezo empezó entonces aún muy joven, en los albores del siglo XVIII, su carrera de marino bajo las órdenes de oficiales franceses, notablemente de Luis Alejandro de Borbón, uno de los hijos bastardos de Luis XIV, el célebre Rey Sol. Esos eran tiempos de guerra en todas partes y de reparto del mundo colonial, razón por la que a Blas de Lezo le tocó debutar a sus jovencísimos 15 años, en 1704, en una bien gorda: la batalla de Vélez-Málaga, que se dio en el marco de la guerra de Sucesión española y en la que ya de entrada plantó en el lugar del enemigo a los ingleses y a los holandeses.

Aparentemente la actuación de Blas de Lezo en Vélez-Málaga fue de enorme bizarría y le rindió un ascenso y una condecoración con privilegios otorgados por la corona española, esto es, fue reconocido como un héroe de la patria. Y también ya de entrada Blas de Lezo habría de recibir la primera de tantas heridas guerra que lo habrían de desfigurar en muy poco tiempo hasta hacerlo merecedor del apodo de “Mediohombre”. En Vélez-Málaga una bala de cañón impactó sobre su pierna izquierda, la que en consecuencia debió ser amputada —sin anestesia— por debajo de la rodilla. A sus 15 años, Blas de Lezo ya era un clásico marinero “pata de palo”.
En los siguientes diez años, Blas de Lezo habría de acumular triunfos en el mar, ascensos y más condecoraciones, pero también heridas graves. Además de la pierna izquierda iba a perder un brazo y un ojo, quedando tuerto, manco y rengo antes de cumplir sus 26 años. Todas esas mutilaciones fueron “logradas” en combate contra el inglés y fueron muy bien reconocidas tanto por la Armada como por la corona. Si bien ya era el “Mediohombre” a sus 25 años, Blas de Lezo también había ascendido a capitán de navío, el rango militar más alto para los oficiales no generales. Y así quedaba a un paso de ser vicealmirante, grado que alcanzaría posteriormente en vida.
Lo más interesante de Blas de Lezo para la hispanidad es sin lugar a duda la defensa de la unidad territorial hispana frente a las pretensiones de los ingleses no solo en Europa y el norte de África, sino además en América. Desde su lugar de potencia naval en ascenso, Inglaterra invirtió una ingente cantidad de esfuerzo en arrebatarle a España sus territorios con el fin de colonizarlos y explotarlos. Mucho antes de las invasiones inglesas de 1806 y 1807 a Buenos Aires —que son capítulos de esa historia de enemistad en el mar entre hispanos y anglosajones—, Inglaterra andaba por el Caribe con ganas de invadir tierra ajena, como siempre. Y allí fue Blas de Lezo a frustrar los intereses de Londres.

Después de una estancia en Perú, donde contrajo matrimonio con una hija de la aristocracia criolla de Lima, Blas de Lezo volvió a Europa a pelear en el Mediterráneo y finalmente fue destinado a Nueva Granada, actual territorio de Colombia, pues los ingleses andaban por allí haciendo sus tropelías y la corona española quería terminar con ese descontrol pirata. Imponiendo el terror en la región del Caribe estaba por esos días un tal Edward Vernon, almirante de la armada inglesa, quien después de apoderarse de Portobelo (actual Panamá), quiso poner sitio a Cartagena de Indias. Y ahí se encontró con Blas de Lezo.
Luego de una desopilante batalla epistolar en la que el español le aseguró al inglés que de haber estado en Portobelo lo habría sacado carpiendo y que le sobraban atributos viriles para darle guerra en cualquier parte, Blas de Lezo efectivamente derrotó y humilló al pirata hundiendo seis de sus principales naves e imponiéndole unas 4.500 bajas hasta obligar a Londres a retirarse de la región y a desistir durante varias décadas de nuevas incursiones en el territorio hispanoamericano. Fieles a su soberbio estilo, los ingleses ya habían acuñado medallas conmemorativas en cuyo anverso podía leerse la siguiente inscripción: “El orgullo español humillado por Vernon”.
Vernon se fue más bien con la cola entre las patas y puede decirse que tuvo la fortuna de no caer en manos de Blas de Lezo. Unos años antes, en 1731 y en el episodio que desató precisamente la guerra del Asiento en el Caribe entre España e Inglaterra, el capitán Juan de León Fandiño había capturado una nave pirata cerca de la Florida (actual territorio de los Estados Unidos, pero entonces parte de España en América) y, cortándole la oreja su par inglés, un tal Robert Jenkins, le dijo: “Aquí tienes tu oreja, llévasela a tu rey para que él sepa que aquí no se hace contrabando”. En Londres se declararon ultrajados por este episodio y el resultado fue la guerra que iba a terminar en 1741 con el triunfo de Blas de Lezo sobre el almirante inglés Vernon.

En realidad, las hazañas de Blas de Lezo se inscriben en algo mucho más grande que es la histórica rivalidad (o, mejor dicho, enemistad) entre hispanos y anglosajones de un modo general, que es un nudo central de la configuración de las relaciones geopolíticas, culturales y económicas de Occidente desde el siglo XVI en adelante. Mucho más que un simple conflicto entre potencias por posesiones coloniales de ultramar, aquí lo que hay es la profundidad de una lucha entre dos civilizaciones muy distintas en una época de indefinición geopolítica que pudo tener cualquier resultado final. El mundo tal y como lo conocemos hoy se formatea decisivamente en esos tiempos épicos.
El imperio español —que, como veíamos, ya iniciaba su decadencia luego de haberse literalmente repartido el mundo con Portugal en Tordesillas— no podría resistir al avance de una Inglaterra que empezaba a industrializarse, modestamente en un principio y luego a gran velocidad. Ese proceso iba a exigir una gran expansión colonial y en América el sujeto de esa aplicación de la teoría del espacio vital habría de ser España. Los ingleses hostigaron allí donde pudieron en la comprensión de que la hegemonía global no iba a lograrse sin derrotar y humillar a los españoles quitándoles territorio. Ahí tenemos en una síntesis muy ligera el origen de una enemistad que existe hasta el presente.
Entre las muchas manifestaciones de esa enemistad están el avance de los Estados Unidos, heredero anglosajón de los ingleses en América, sobre vastas extensiones territoriales de España antes y después de la llamada guerra hispano-estadounidense de 1898, en la que una España derrotada pierde definitivamente lo que quedaba de su imperio a manos de la entonces joven nación yanqui. Pero también la ocupación de Gibraltar y de las Islas Malvinas por parte de los ingleses, agravios que perduran hasta los días de hoy y ahí están como símbolos del odio existente entre Londres y Madrid.

Dos proyectos civilizatorios radicalmente opuestos. Por una parte, España como baluarte de la cristiandad y portadora de la misión de evangelizar mediante la construcción de un orden político mundial basado en los valores del catolicismo. Por otra, una Inglaterra que después de la reforma protestante y de acoger junto a Holanda y Portugal a muchos de los judíos que habían sido expulsados de España intentaba universalizar esa ética protestante, un poco hebrea y profundamente antipapista. Las diferencias ideológicas eran y siguen siendo muy grandes, insalvables. Y se sintetizan con la idea general de una hispanidad aún premoderna enfrentada a la cosmovisión anglosajona del protestantismo, la naciente lógica capitalista de la acumulación de riqueza y el propio capitalismo.
Para 1741 los ingleses ya pensaban tener asegurado el dominio a nivel global, cosa que en efecto iban a tener más tarde, aunque no sin resistencia por parte de los españoles. El triunfo en la guerra del Asiento que se libró en el mar Caribe y las hazañas de Blas de Lezo son frecuentemente omitidas e incluso invisibilizadas en la narrativa de los ingleses, aunque se recuerdan en España y también en Colombia como una de las más importantes gestas de resistencia ante la agresión pirata pues le aseguraron a España algunas décadas más de dominio en América, retrasando el proyecto de expansión que Londres ya consideraba realizado a mediados del siglo XVIII.
Derrotados en el campo de batalla, los ingleses se volcaron a la propaganda de guerra —seguramente asesorados por algunos de los “refugiados” que había acogido en su seno y que siempre fueron muy hábiles en estas artes del engaño— para empezar a ganar la lucha en el plano de la cultura. La llamada leyenda negra de la conquista y la colonización española en América es la pieza más destacada de una colección de relatos ingleses cuyo fin fue pintar a los españoles como los únicos déspotas sangrientos entre los imperialismos entonces existentes. La leyenda negra fue la manera que los ingleses encontraron para explicarle al mundo que los españoles eran muy malos y que convenía más bien rendirse a los pies de Londres.

Pero el análisis histórico indica que la cosa pudo haber sido al revés. España comprendía su imperio como una misión civilizadora y evangelizadora primero frente al ateísmo de los portugueses y luego contra el proyecto expansionista, mercantilista y depredador de los anglosajones. Una rápida mirada sobre el legado que España e Inglaterra dejaron en sus colonias es suficiente para comprender que algo de verdad hay en todo eso: mientras el español europeo y después criollo integrado como sujeto de pleno derecho a la corona construían en América ciudades deslumbrantes, infraestructura muy avanzada para los estándares de la época y hasta universidades, pues el suyo era un proyecto de civilización, los ingleses dejaban colonias agotadas y arrasadas por el saqueo en América y mayormente en África y Asia.
Todos los resultados están a la vista y los Estados Unidos —junto a Canadá, que viene siempre en su estela— solo se salvaron de ser como Jamaica o como Uganda porque supieron sacudirse tempranamente el yugo inglés y consolidar una unidad territorial inmensa con mucha conciencia nacional desde el vamos. Todo lo que existe en los Estados Unidos es la obra de los propios estadounidenses independientes y con vocación de potencia, porque de haber dependido del legado inglés no habría allí mucho más que el subdesarrollo usual. Al haber definido en Gettysburg que iban a procesar su propio algodón con su propia industria, los Estados Unidos se salvaron del destino que Inglaterra les impuso a todas sus víctimas.
Entonces la leyenda negra es una simple proyección, son las maldades que los ingleses hacían en sus colonias y les atribuían a los españoles. Lo que Juan dice de Pedro, enseña el sentido común hispano de todos los tiempos, habla mucho más de Juan que de Pedro. Ningún imperialismo es deseable, ciertamente, pero tampoco todo es lo mismo. En siglos de expansionismo europeo sobre el mundo a los hispanoamericanos nos tocó lo más progresista que había y aunque los anglófilos en estas latitudes insistan en que de haberse dado un resultado distinto seríamos como Estados Unidos o Canadá, tal vez como Australia o Nueva Zelanda, conociendo a los ingleses lo más probable es que hubiéramos sido más bien como la India o Pakistán.

Montados sobre la leyenda negra que ya para entonces estaba muy bien difundida, los ingleses aprovecharon y hasta impulsaron las guerras de independencia en Hispanoamérica desde principios del siglo XIX. Con su revolución industrial ya en plena marcha no podía demorarse más el acceso irrestricto a las ingentes riquezas de estos territorios y por eso fuimos políticamente libres y, al mismo tiempo, económicamente dependientes de Londres. Los ingleses habían descubierto el concepto de neocolonialismo, en el que no había ninguna necesidad de plantar bandera declarando una colonización formal si al instalar gobiernos títeres “independientes” podían asegurarse el control de las riquezas y de los mercados.
La deuda fue el mecanismo neocolonial por antonomasia. Al finalizar las guerras de independencia, estos novísimos países hispanoamericanos se encontraban en estado de quebranto económico generalizado y los empréstitos “generosamente” ofrecidos por la banca inglesa (controlada por aquellos mismos “refugiados” de otrora, quienes además de ser expertos en propaganda lo eran también en finanzas) con mucha usura establecieron el neocolonialismo inglés de Argentina hasta México. Y allanaron el camino para el extractivismo neocolonial que la revolución industrial inglesa necesitaba para prosperar. La independencia política y la dependencia económica de los países hispanoamericanos son la clave para comprender el éxito de la máquina a vapor europea.
En todo ello está Inglaterra, la enemiga natural de los hispanos. La que está actualmente ocupando el Gibraltar español y las Malvinas argentinas con el solo propósito de refregarnos en la cara su triunfo histórico. No alcanzó con la balcanización de Hispanoamérica hasta quitarle el potencial económico de un país cuya extensión territorial habría sido similar a la de Rusia, también había que dejar plantada la bandera pirata en alguna parte de los territorios hispanos para conmemorar en la geografía y en la toponimia el triunfo histórico del pirata inglés. Nuestra rica tradición literaria atribuye a Blas de Lezo la sentencia definitiva según la que “todo buen español (o hispano, por la parte que nos toca) debe mear siempre mirando a Inglaterra”. No está para nada mal, sería una costumbre muy saludable el no ahorrar en gestos de repudio y de desprecio hacia quienes por misión histórica han elegido la de humillar y destruir una cultura que, sin embargo, es indestructible y no acepta humillaciones. Los 500 millones de hispanos en el mundo indefectiblemente sabremos de qué se trata cuando descubramos la hispanidad en nuestra naturaleza. Ese día mearemos todos mirando a Inglaterra, gloriosamente, que es lo que corresponde según ese gran patriota vasco que vive en cada uno de los que hablamos en la de Cervantes, la más culta y sofisticada de las lenguas.