Mientras viajaba por el mundo militando la paz y la concordia entre los hombres y hacía el esfuerzo de una vida para rescatar la tradición olímpica de la antigüedad, el pedagogo e historiador francés Pierre de Frédy no podía imaginarse que su utopía pacifista iba a convertirse algunas décadas más tarde en una variable fundamental de la geopolítica. Pierre de Frédy es el famoso barón de Coubertin, un entusiasta del deporte que se convirtió en el padre del olimpismo moderno al inaugurar el 6 de abril de 1896 en el Estadio Panatenaico de Atenas los primeros juegos olímpicos de la era moderna, rescatando desde la antigua Grecia una tradición que en lo sucesivo la humanidad habría de abrazar y elevar a un nivel de popularidad también insospechado para el abnegado barón.
Las cosas eran modestas a fines del siglo XIX. El Estadio Panatenaico, por ejemplo, quedó desbordado ese día de 1896 por una multitud relativa que no pudo haber superado las 40 mil almas. Un siglo después de las revoluciones en Europa y el inicio de la modernidad industrial, el deporte no era aún ni la sombra de lo que sería más tarde y, de hecho, el fútbol, el rugby y el básquetbol que hoy son las grandes modalidades deportivas colectivas estaban todavía en pañales y los demás deportes hoy existentes no habían sido inventados o bien eran practicados por una pequeña minoría de aficionados de buena posición social, pues se consideraban alternativas de ocio típicas de las clases acomodadas. Lo que hoy se entiende por competencia deportiva es un animal muy distinto a lo que fue en los tiempos del barón de Coubertin.
Esa comprensión, que es la de cómo fueron las cosas en su origen y antes de todo su desarrollo posterior, es fundamental para entender qué quisieron hacer el barón de Coubertin y sus contemporáneos con el renacimiento del ideal clásico del olimpismo. La idea subyacente del olimpismo moderno a fines del siglo XIX era reunir periódicamente a los miembros de las clases dirigentes de los países centrales en un evento no bélico y así promover la cultura de la paz. Todo eso puede parecerle pueril al atento lector de hoy, pero en pleno periodo posteriormente denominado “paz armada” —el que va desde el fin de la guerra franco-prusiana de 1871 y el estallido en 1914 de la I Guerra Mundial— en el mundo occidental había mucha tensión y se sabía que el conflicto era inminente.

El argumento del olimpismo como instancia pacificadora tenía sentido en 1896 porque esgrimía la premisa fundamental de que en la antigüedad las olimpiadas como ciclo de cada cuatro años se celebraban con un evento deportivo que tenía la propiedad de detener las guerras. Al parecer, de acuerdo con la documentación histórica, los griegos suspendían la lucha al cumplirse el ciclo olímpico y se reunían alrededor de lo lúdico para la práctica del deporte. Resulta entonces sencillo comprender que en la cabeza del barón de Coubertin y de sus congéneres el establecimiento de un ciclo olímpico podría servir para evitar lo bélico, máxime considerando que la modernidad se caracteriza en muchos aspectos por ser neoclásica, esto es, por rescatar tradiciones de la antigüedad que se habían perdido durante el medioevo.
Ellos pensaban así porque el gran relato de la modernidad neoclásica, de una modernidad que reivindicaba la grandeza de la antigüedad arrojada a la marchanta por los medievales, estaba vivo en la conciencia de los intelectuales decimonónicos. El barón de Coubertin era uno de ellos, era un intelectual típico del siglo XIX y se aferraba, por lo tanto, a las categorías del pensamiento de esa época. Claro que el siglo XX vendría con su brutalidad más digna del medioevo a destruir esas categorías, razón por la que los ideales del barón de Coubertin se nos aparecen hoy irreales. ¿En qué cabeza cabe detener una guerra para realizar una competencia deportiva, suspender la lucha por el poder en el Estado literalmente por deporte o amor al arte, a la filosofía y a la historia?
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