Citius, altius, fortius (parte IV)

Mientras avanzaba la reconstrucción de Europa después de la II Guerra Mundial y se consolidaba la hegemonía bipolar de los Estados Unidos y la Unión Soviética en medio a la Guerra Fría, esta superpotencia del Este iba aprovechando cada instancia para hacerles la guerra propagandística a sus rivales de Occidente. Una de esas instancias fueron los juegos olímpicos, donde la Unión Soviética terminó construyendo para sí, para sus aliados del bloque socialista del Este y hasta para sus amigos cubanos una dominación que habría de durar incluso más allá de la disolución del campo con la caída del Muro de Berlín y la implosión de la mismísima URSS. Allí donde los Estados Unidos habían visto su idilio perturbado por la Alemania de Hitler habrían de venir días todavía más oscuros para el Tío Sam y sus socios.
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Después del batacazo soviético en los juegos olímpicos de Melbourne 1956 una nueva etapa del olimpismo se abría de cara al futuro: la etapa del traslado de la Guerra Fría en su totalidad a las pistas de atletismo, canchas, gimnasios y piletas de natación. Ya en su segunda participación olímpica la Unión Soviética había dejado a Occidente en shock al arrebatarles a los Estados Unidos el primer lugar del medallero, un hecho que la propaganda liberal debió disimular empleando una gran cantidad de recursos. Como se sabe, al haber establecido desde 1896 que los juegos olímpicos de la modernidad iban a servir como indicador idóneo del nivel de desarrollo económico, humano y social de los países que ganan más medallas y, sobre todo, medallas de oro, Occidente metió a su proyecto político en un brete del que las potencias occidentales tardarían unas cuatro décadas en encontrar la salida.

La hazaña de los soviéticos en Melbourne 1956 fue, en las propias categorías de Occidente, mucho más que un rutilante logro deportivo. Tan solo una década después de finalizada la II Guerra Mundial que devastó su territorio y diezmó su población cobrándose la vida de alrededor de 27 millones de los suyos, la Unión Soviética ya aparecía por encima de los Estados Unidos en la tabla general de medallas en su segundo intento —en el primero ya había logrado un extraordinario segundo puesto— y en la práctica lo que hacía era superar en el medallero a la superpotencia que no había tenido virtualmente ninguna destrucción pues la guerra se luchó en Europa, muy lejos de América. En esas condiciones tan desfavorables para Moscú y tan favorables para Washington, este mordía el polvo inesperadamente y se instalaban muy serias dudas sobre la superioridad cualitativa del proyecto político liberal, la que los Estados Unidos venían promocionando por el mundo como si de la verdad revelada se tratara.

Es necesario ponerse en el lugar de quienes vivieron el vértigo de aquellos años 1950 y 1960 para empezar a comprender qué significó la proeza de la URSS primero en Helsinki 1952 y luego en Melbourne 1956. Esos eran los tiempos del reordenamiento global posterior a la II Guerra Mundial con una Guerra Fría que se expresaba en todos los ámbitos: en lo militar, en lo científico, en lo tecnológico y, por supuesto, en lo deportivo. Los Estados Unidos a la cabeza del bloque occidental y la Unión Soviética liderando el bloque oriental se disputaban la hegemonía del mundo y la propaganda estaba a la orden del día. Imposibilitados de batirse en el campo de batalla convencional por el advenimiento de las armas nucleares, estadounidenses y soviéticos aprovechaban cada instancia para reafirmar ante la opinión pública global la superioridad de sus proyectos políticos. Y el resultado fue la gran efervescencia que caracteriza aquellos años.

Imagen colorizada de un momento de la Batalla de Stalingrado, donde según la tradición cultural de los rusos “hasta las piedras ardieron”. Al igual que la mayoría de los países de Europa, la Unión Soviética sufrió daños materiales inmensos y perdió 27 millones —ciertos investigadores hablan de 37 millones— de habitantes en la II Guerra Mundial, buena parte de su siempre escasa población. Y aun así, pocos años después de semejante destrucción los soviéticos ya estaban listos para derrotar tanto en la carrera espacial como en el deporte olímpico a los estadounidenses que habían salido indemnes de la guerra. Un hecho difícil de explicar para los ideólogos del liberalismo occidental, por cierto.

Son los años de la carrera espacial, por ejemplo. El espacio exterior era la meta de ambas superpotencias emergentes, el llegar más lejos se había establecido como un criterio de superioridad tanto para el liberalismo de Occidente como para el socialismo de Oriente y así todos querían ser los primeros en orbitar la Tierra, en lanzar un satélite, en poner un ser vivo y luego un ser humano en órbita y finalmente en pisar la Luna, la frontera última de aquellos días. Todo eso con fines de propaganda. De manera análoga, el éxito en el deporte olímpico se convirtió también en una meta: finalizar en la cima del medallero en la instancia deportiva ecuménica, por encima de todos en el mundo, tenía implicaciones simbólicas que a las siguientes generaciones no les resulta fácil de comprender. En la carrera espacial como en los juegos olímpicos se libró una parte de la Guerra Fría entre 1952 y 1992.

Entonces el triunfo soviético en los juegos de Melbourne 1956 fue un hecho en cierto punto inesperado para Occidente y cayó como un terremoto en la geopolítica. ¿Cómo explicar que una nación devastada por la guerra y además con un proyecto político socialista que se presentaba en Occidente como moral y cualitativamente inferior superara a los Estados Unidos en el medallero de esos juegos olímpicos? No tenía sentido para el que se había intoxicado con la propaganda de Washington y sobre todo con la de Hollywood. Los soviéticos hacían eso en 1956 sin explicación y luego, al año siguiente, serían los primeros en poner en órbita un satélite artificial y un ser vivo. Esos fueron en octubre de 1957 el Sputnik y en noviembre la perrita Laika, que lamentablemente cayó en el cumplimiento de su misión y nunca retornó del espacio. También los soviéticos lograrían en 1959 un alunizaje con una sonda y hacer una fotografía del lado oculto de la Luna. Todo eso en los cuatro años de la olimpiada que va de Melbourne 1956 a Roma 1960.


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