Citius, altius, fortius (parte IX)

Tras la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el insólito triunfo por abandono de los Estados Unidos en la Guerra Fría, los juegos olímpicos cerraban un nuevo ciclo en Barcelona 1992 y en circunstancias muy particulares. Enormes cambios geopolíticos ocurrían mientras España celebraba el quinto centenario del descubrimiento de América y en las pistas de atletismo, canchas, gimnasios y piletas de natación los soviéticos sin país y sin pan les imponían a sus rivales de Occidente una última humillación.
2411 7 00 portada

Como en la dinámica natural del tiempo, de lo que permanece y de lo que cambia, los juegos olímpicos de Seúl 1988 marcan el fin de la etapa moderna del olimpismo. A partir ya de Barcelona 1992 y mucho más intensamente de Atlanta 1996, se abre una era posmoderna en la que el interés comercial implicado en los eventos deportivos será predominante, dejando muchas veces el carácter deportivo en un último plano. Seúl 1988 no es solo la última edición olímpica de la Guerra Fría, el momento de mayor gloria del olimpismo a lo largo de toda su historia, es también el último de los “románticos” allí donde el cambio geopolítico va a resultar en un mundo totalmente nuevo cuando deba cerrarse un nuevo ciclo en Barcelona 1992.

Poco más de un año después de la ceremonia de clausura de Seúl 1988 iba a producirse en Europa el hecho histórico desencadenante de un proceso que a su vez habría de resultar en la consolidación de la hegemonía unipolar de los Estados Unidos. El 9 de noviembre de 1989 estallaba en Alemania una revuelta cuya imagen más simbólica fue la caída del Muro de Berlín, esa fortificación construida por el socialismo soviético en una noche de 1961 para delimitar concretamente el límite geográfico entre el Oriente socialista y el Occidente liberal. La caída del Muro de Berlín —curiosamente ocurrida exactos 200 años después de la caída de la Bastilla en París— fue la señal para el inicio del desguace de todo un proyecto político y el mundo nunca más habría de ser el mismo.

Con la caída del Muro de Berlín se precipitaron los hechos y la profunda crisis multidimensional en el bloque socialista de Oriente habría de ser terminal. En el periodo de tan solo dos años que va de noviembre de 1989 a diciembre de 1991 iban a sublevarse contra Moscú casi todas las naciones del bloque geopolítico socialista, se abriría en la región de Europa oriental un periodo de guerra civil y la propia Unión Soviética se disolvería, dejando a los Estados Unidos en el insólito lugar de ganador por abandono de la Guerra Fría. La hegemonía unipolar que Washington había establecido al finalizar la II Guerra Mundial en 1945 mediante el uso deshonesto de la extorsión nuclear iba a ser más concreta que nunca, pues ya ni siquiera esa bipolaridad relativa planteada hasta allí por los soviéticos iba a existir.

El Muro de Berlín fue construido casi totalmente por el Partido Socialista Unificado de Alemania en tan solo una noche entre el 12 y el 13 de agosto de 1961, dividió en dos la ciudad de Berlín y su caída en medio a las revueltas de noviembre de 1989 fue el hito inicial del proceso de disolución del bloque socialista en el Este que iba a culminar con la quiebra de la Unión Soviética. En la imagen, el arte callejero del lado oriental retrata el “beso fraternal” entre el líder soviético Leónidas Brézhnev y su par alemán Erich Honecker. La obra sigue intacta en un sector del muro que sigue de pie con fines artísticos.

Entonces la realidad geopolítica al inaugurarse los juegos de Barcelona 1992 el 25 de julio de ese año sería la de un mundo arrodillado ante el altar del neoliberalismo occidental, del Consenso de Washington triunfante y sin oposición. Puede decirse que en un solo ciclo olímpico de cuatro años pasaron más cosas que en todo un siglo. Y en efecto, al menos en la percepción de quienes vivieron ese periodo febril de la historia, entre Seúl 1988 y Barcelona 1992 hay una aceleración del tiempo que no se explica adecuadamente sin dar cuenta del vuelco geopolítico que significó la repentina disolución del campo socialista del Este después de más de cuarenta años de una Guerra Fría que insinuaba con durar para siempre.

Nada es para siempre, por supuesto, aunque algunas cosas tardan un poco más en romperse práctica que políticamente. Tan solo seis meses después de su disolución en quince Estados independientes, la Unión Soviética iba a llegar a Barcelona 1992 extinta, aunque todavía en una sola pieza en términos deportivos. A excepción de Lituania, Letonia y Estonia, cuyo odio proverbial contra todo lo que tenga olor a ruso impulsó a estos enanos bálticos a abrirse de apuro, el comité olímpico soviético habría de sobrevivir al propio país presentándose en Barcelona 1992 con todos los deportistas de élite que en Seúl 1988 habían arrasado con el medallero. El resultado fue un triunfo olímpico póstumo de la Unión Soviética que le cayó al orgullo estadounidense como el mal trago final.


Este es un contenido exclusivo para suscriptores de la Revista Hegemonía.
Para seguir leyendo, inicie sesión o suscríbase.

No puedes copiar el contenido de esta página

Scroll al inicio
Logo web hegemonia

Inicie sesión para acceder al contenido exclusivo de la Revista Hegemonía

¿No tiene una cuenta?
Suscribase aquí

¿Olvidó su contraseña?
Recupérela aquí.

¿Su cuenta ha sido desactivada?
Comuníquese con nosotros.