Luego del fulminante ascenso de la Unión Soviética a la condición de superpotencia olímpica en los juegos de Helsinki 1952, Melbourne 1956 y Roma 1960 y de un esfuerzo descomunal por parte de los estadounidenses para recuperar el dominio del medallero en Tokio 1964 y México 1968, los juegos olímpicos llegaban en 1972 al epicentro geográfico de la Guerra Fría, donde iban a encontrarse los ganadores de la II Guerra Mundial para la realización de una justa deportiva que en realidad fue mucho más que eso desde el punto de vista de la política grande. Ya plenamente reconstruida en casi tres décadas desde la caída de Berlín a manos de los soviéticos en 1945, una Alemania dividida recibía en Múnich la XX edición de los juegos, una edición realizada en medio a la tensión entre Occidente y Oriente y que además habría de quedar para siempre marcada por el signo del terrorismo.
Para 1972 el delicado esquema de equilibrio bipolar de la Guerra Fría había llegado al cénit de su desarrollo y estaba instalado en la conciencia colectiva de la humanidad en su conjunto. Todo el mundo estaba ya al tanto de la pugna entre quienes habían sido los aliados de la II Guerra Mundial y hasta en los más recónditos lugares la geopolítica respondía a esa contradicción fundamental. De Cuba a Vietnam, pasando por Corea, Guatemala y tantos otros, no había a principios de los años 1970 un solo lugar en el mundo donde estadounidenses y soviéticos no estuvieran presentes dirimiendo la contradicción y luchando por el control de cada territorio con sus tropas, sus armas o sus espías. Es el auge de la Guerra Fría, el momento de mayor fortaleza de los soviéticos y también un tiempo en el que en los Estados Unidos hubo incertidumbre respecto al resultado final del conflicto. Nada estaba dicho para 1972, cualquier cosa podía pasar y en estas condiciones tan precarias los juegos olímpicos llegaban a Alemania Occidental.
Nueve años antes de los juegos de Múnich 1972, el gobierno socialista de la República Democrática Alemana (RDA) o Alemania Oriental había construido —a instancias de Moscú, por supuesto, la RDA era un satélite de la URSS en el bloque oriental detrás de la llamada “cortina de hierro”— un muro con la finalidad de dividir la ciudad de Berlín. Dicho muro fue casi enteramente construido en una sola noche, de sorpresa, entre el 12 y el 13 de agosto de 1961 y la razón era la necesidad oriental de evitar emigración masiva de sus ciudadanos al Oeste, fundamentalmente los intelectuales y los científicos. Tras la construcción del Muro de Berlín quedaban definidos de un modo concreto, literalmente, los límites y la frontera entre Occidente y Oriente en Europa. Alemania quedaba definitivamente dividida en los términos del cierre de la II Guerra Mundial, con aproximadamente tres cuartos de su territorio (la parte más industrializada) para el Occidente liberal y el cuarto restante para el Oriente socialista.

El gran problema iba a ser la ubicación de Berlín, la ciudad más importante y la capital histórica de Alemania. Berlín había quedado enteramente dentro del cuarto de territorio controlado por Oriente, dentro de lo que fue la RDA. Pero Occidente tenía interés en la ciudad, de modo que su ejido urbano también fue dividido en los moldes de la división general del país: desde la Puerta de Brandeburgo hacia el oeste iba a quedar Berlín occidental, con su desarrollo liberal y capitalista muy fomentado por los Estados Unidos; de aquel hito hacia el este, la parte oriental de Berlín controlada de facto por la URSS mediante el régimen socialista satélite de la RDA. Y allí, desde la Puerta de Brandeburgo siguiendo la orientación de norte a sur, se construyó en 1961 aquel muro que por las próximas casi tres décadas iba a simbolizar de un modo material la frontera geopolítica entre las dos superpotencias de la Guerra Fría.
Entonces los juegos olímpicos organizados por Alemania en 1972 no iban a poder hacerse en Berlín, que ahora era la capital de la RDA y había quedado en una ubicación geopolítica muy delicada, razón por la que se realizaron en Múnich, bien lejos del muro. El contemporáneo nacido después de 1972 apenas puede imaginarse el nivel de tensión existente en los juegos de aquel año: en el apogeo de la Guerra Fría no iban a encontrarse en Múnich solamente estadounidenses y soviéticos para pelearse a muerte por el dominio del medallero, sino que además habría de cruzar la frontera la enorme delegación de atletas, entrenadores y dirigentes de la Alemania Oriental a encontrarse con otros alemanes con los que, en muchos casos, habían tenido relaciones de amistad y hasta familiares. Esa delegación iba a estar fuertemente custodiada y sobre todo vigilada por los servicios de inteligencia de la Stasi, la policía secreta de la RDA, con el fin de evitar que ese encuentro entre alemanes resultara en la deserción de los propios.
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