Citius, altius, fortius (parte VII)

Después de la brutal paliza recibida a manos de soviéticos y alemanes orientales en Montreal 1976, los Estados Unidos llegaron a la conclusión de que no estaban a la altura del desafío de competir con el socialismo de Oriente en el deporte de alto rendimiento y de que otra humillante derrota en el medallero podría ser propagandísticamente fatal para el proyecto liberal. En el marco de una Guerra Fría que se había puesto muy caliente, Washington va a encontrar en la invasión soviética a Afganistán el pretexto ideal para no presentarse en Moscú 1980 y evitar esa paliza, pero habría de disparar una serie de eventos que serían decisivos para la geopolítica en el mediano y en el largo plazo.
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Con un nivel inaudito de tensión geopolítica entre los bloques rivales de la Guerra Fría y el reflote de la extorsión nuclear que iba a tener lugar al advenir Ronald Reagan en la presidencia de los Estados Unidos. Así iba a empezar la década de los años 1980, el tiempo de la generación nacida posteriormente a la II Guerra Mundial y que creció bajo la amenaza de la “nube de hongo”, tal como habría de describir la banda Queen en 1984 con Hammer to fall. Tal vez por simbolizar el tránsito entre una modernidad industrial con Estado de bienestar social y una posmodernidad líquida y neoliberal, los años 1980 son sin lugar a duda la década más emblemática del siglo XX, la más representada en la cultura popular de Occidente y de las colonias y la más recordada por quienes la transitaron. Esa década formidable iba a terminar con la caída del Muro de Berlín y el triunfo del bloque Occidental, aunque nada en sus primeros años invitaba a sospechar de dicho desenlace.

De hecho, todos los signos visibles de la política internacional indicaban que a principios de 1980 estaba en plena vigencia el empate hegemónico entre el liberalismo occidental y el socialismo oriental, quizá con una leve ventaja coyuntural para este último. En lo formal, mientras los soviéticos seguían bajo la conducción de un Leónidas Brézhnev que parecía incombustible, en los Estados Unidos aparecían señales inquietantes de cierta decadencia moral implícitas en la elección de Ronald Reagan, un actor de Hollywood, en las elecciones de 1980. Si bien es aceptable hoy que figuras de la farándula intervengan en la política, lo mismo no podría decirse de aquellos días, por lo que la elección de Reagan como 40º. presidente de los Estados Unidos constituyó un pequeño escándalo que fue leído en Moscú como una señal de debilidad en Occidente. Con la economía aún destrozada por la crisis del petróleo de 1973 y con un payaso en la presidencia, los Estados Unidos daban señales de claudicación frente a una Unión Soviética que parecía gozar de excelente salud.

Hace ya cuatro décadas, en 1984, la banda británica Queen grababa ‘Hammer to fall’, una de las nueve canciones de su undécimo álbum. En esta obra maestra el guitarrista Brian May, autor de la pieza, hace referencia a una generación que crecía orgullosa bajo la amenaza de la “nube de hongo”, una expresión cultural que da cuenta del estado de miedo permanente que en esos días existía respecto a la extorsión nuclear entre las dos superpotencias de la Guerra Fría. Con el advenimiento de Ronald Reagan y la inestabilidad política en la Unión Soviética el peligro del despliegue de la bomba atómica parecía entonces más real que nunca y la propia Guerra Fría, de pronto, se puso caliente. En ese contexto se dan los boicots olímpicos de 1980 y 1984.

Claro que todo eso es difícil de creer teniendo a la vista el “diario del lunes”, a sabiendas de todo lo que vino después. Brézhnev habría de fallecer en 1982, abriendo un proceso de sucesión que fue más bien una guerra intestina y que finalmente resultaría —después del breve Yuri Andrópov y del brevísimo Konstantín Chernenko— en la debacle de Mijaíl Gorbachov. Por otra parte, Reagan demostraría no ser ningún payaso, sino más bien un furioso anticomunista que con su “guerra de las galaxias”, la extorsión nuclear y una intensa actividad de espionaje iba a gobernar soberano hasta 1989. De haber podido presentarse por tercera vez como candidato en las elecciones de 1988, Reagan habría vuelto a ganar y la prueba de ello es que hizo triunfar ese año a su vicepresidente, George Bush. A los seis meses de asumir, Bush tuvo el privilegio de ver desde la Casa Blanca la caída del Muro de Berlín y más tarde también la disolución del bloque socialista del Este, aunque desde luego esa había sido la obra de Reagan.

Pero nada de eso podía preverse en 1980 y menos aún tras la catástrofe de los juegos olímpicos de Montreal 1976, en los que los Estados Unidos no solo fueron aplastados por la Unión Soviética en el medallero, sino además por una pequeñísima Alemania Oriental. Mientras Reagan se preparaba para ascender al trono y hacer de la “guerra de las galaxias” el símbolo de la extinción de su enemigo ideológico, existía en la opinión pública global la certeza de que el socialismo oriental había demostrado la superioridad de su proyecto político en el deporte de alto rendimiento y, en consecuencia, de que los Estados Unidos estaban destinados a sufrir terribles humillaciones a cada fin de ciclo olímpico. El medallero de Montreal 1976 señalaba un panorama oscuro para la propaganda ideológica del liberalismo occidental, una seguidilla segura de derrotas aplastantes que ciertamente serían presentadas por los soviéticos como una evidencia más de la inviabilidad del capitalismo liberal de Occidente.

El breve interregno de Yuri Andrópov y Konstantín Chernenko iba a resultar en el advenimiento de Mijaíl Gorbachov, quien con sus ‘perestroika’ y ‘glasnost’ —reestructuración y transparencia, en ruso— y junto a Ronald Reagan habría de sellar el destino de la Unión Soviética y de terminar con la Guerra Fría dándoles el triunfo a los estadounidenses. Existe un consenso bastante amplio alrededor del fallecimiento del estalinista Leónidas Brézhnev en 1982 como punto de inflexión en el que empieza la debacle soviética, fecha que coincide con el momento de mayor tensión de la Guerra Fría y con los boicots olímpicos de 1980 y 1984. Nada es casual en la historia.

Entonces los Estados Unidos no podían presentarse a competir en la edición de los juegos olímpicos inmediatamente posterior a Montreal 1976 y no se presentaron, en efecto, máxime sabiendo que esa edición olímpica tendría lugar precisamente en Moscú. La cuenta era simple: si los estadounidenses habían sido humillados y aplastados jugando prácticamente de locales en Montreal, no estaba difícil proyectar una paliza aún peor cuando la sede de los juegos se trasladase al corazón del territorio enemigo. Los juegos de Moscú 1980 fueron pensados por los soviéticos como la instancia de gloria total del socialismo oriental, como una competencia en la que la Unión Soviética y sus países satélite iban a “robarse” todas las medallas posibles desplazando a los Estados Unidos del tercer puesto en el medallero y quizá algo más que eso también. Y eso habría sido letal para la narrativa según la que el liberalismo occidental es un proyecto político cualitativamente superior al socialismo oriental, tal vez una bomba atómica propagandística aún más potente que la conquista del espacio por el satélite Sputnik, la perra Laika y el cosmonauta Gagarin.


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