Citius, altius, fortius (parte X)

Una vez definitivamente enterrada la Guerra Fría con la total disolución del bloque socialista en el Este, los juegos olímpicos del centenario llegaban indebidamente a los Estados Unidos con el fin de consolidar y consagrar en un evento ecuménico la nueva hegemonía unipolar de Washington. Sin escrúpulos ni vergüenza, los yanquis les robaron a los griegos el derecho a organizar estos juegos y los utilizaron con fines propagandísticos y con una efectividad asombrosa. Después de Atlanta 1996 nadie en el mundo tuvo dudas respecto a quiénes iban a dictar las reglas de la geopolítica en lo sucesivo.
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Una nueva realidad geopolítica tras la disolución de la Unión Soviética y en un sentido más amplio la quiebra del bloque ideológico socialista del Este se plasmaba en el olimpismo enteramente, por primera vez, en los juegos olímpicos de Atlanta 1996. Si bien la edición inmediatamente anterior, la de Barcelona 1992, fue ya posterior a la conmoción política en el Oriente socialista, por la inercia de una olimpiada que ya estaba en marcha no fue posible impedir la participación de una URSS disuelta, identificada como “Equipo Unificado”. Fue recién en Atlanta 1996 cuando el olimpismo reflejó la nueva realidad mundial de la hegemonía unipolar estadounidense. En este penúltimo cierre de ciclo olímpico del siglo XX no habrá soviéticos ni equipos unificados, nada. Solo una dominación estadounidense como no se veía desde Los Ángeles 1932 o, por razones muy puntuales de boicot, desde Los Ángeles 1984.

Es preciso historizar para comprender la magnitud de este hecho. Como se lee en los capítulos iniciales de esta serie, en las primeras cuatro décadas de olimpismo desde Atenas 1896 hasta Berlín 1936 los Estados Unidos fueron dueños y señores del medallero. Exceptuándose las ediciones de París 1900 y Londres 1908 —cuando los juegos se realizaron en otras potencias occidentales y en un momento en el que la localía era mucho más decisiva que en la actualidad—, la dominación estadounidense jamás estuvo ni cerca de ser amenazada en nueve ediciones olímpicas. Eso habría de cambiar en Berlín 1936, pues el triunfo de la Alemania nazi ese año instalaría en la conciencia del soviético Stalin la importancia propagandística de los juegos olímpicos y transformaría la Unión Soviética, una vez finalizada la II Guerra Mundial, en una potencia en el deporte de alto rendimiento.

Entonces la hazaña de Hitler en 1936 convenció a Stalin de que no convenía regalarles a los estadounidenses el protagonismo en esa área de la actividad humana tan importante para fines de propaganda como lo fue, por ejemplo, la carrera espacial. La Unión Soviética desarrolló entonces por orden de Stalin un programa olímpico serio y ya en Helsinki 1952, la segunda edición olímpica posterior a la gran guerra, los soviéticos pasaron directamente de no figurar en absoluto a disputarles a los estadounidenses la cima del medallero. Así, de la nada a la cima sin escalas, en una excelente analogía de lo que había sido su industrialización forzada, ya para Melbourne 1956 la Unión Soviética habría de desplazar a los Estados Unidos del privilegiado lugar de primera potencia olímpica. Y allí habría de seguir por las próximas tres décadas y media hasta su disolución política.

Para los juegos olímpicos de Berlín 1936 Hitler impulsó un programa olímpico serio con la finalidad de derrotar a los estadounidenses y poner un desafío a su dominación en el medallero. El triunfo alemán se verificó, pero luego vino la II Guerra Mundial y es imposible saber si aquella fue una victoria aislada o si, en efecto, alguien había dado con la fórmula para terminar con cuatro décadas de dominación yanqui en el olimpismo. Stalin tomó nota de todo esto y al terminar la guerra ordenó la institución del programa olímpico con el que los soviéticos, en tan solo dos ediciones olímpicas, confirmaron la hipótesis de los nazis alemanes: los Estados Unidos no eran invencibles.

Lo que se ve en Atlanta 1996 es, por lo tanto, un retorno al statu quo de las primeras cuatro décadas del siglo XX con los Estados Unidos nuevamente instalados en la posición dominante sin cuestionamientos, sin rivales a la altura en la política, en el deporte o en lo que fuere. La II Guerra Mundial y la Guerra Fría terminaban al fin, cerrándose dicha coyuntura de largo aliento con la oficialización del triunfo del liberalismo occidental no solo sobre sus rivales socialistas de Oriente, sino sobre el mundo entero: en Atlanta 1996 queda plasmada de un modo visible para las mayorías que no entienden la política y mucho menos la geopolítica lo que se dio en llamar la hegemonía unipolar de los Estados Unidos, la que recién volvería a ser desafiada en la segunda década de este siglo.

De hecho, ante la caída del Muro de Berlín y la inminente defección del enemigo socialista oriental, los Estados Unidos pusieron “toda la carne al asador” a fines de 1990 para asegurarse la localía en 1996 y ocasionar en el proceso una de las mayores injusticias de la historia del olimpismo e incluso de la historia de un modo general: los de 1996 fueron los juegos del centenario y la opinión pública estaba convencida, basada en su sentido común, de que dichos juegos debían realizarse en Atenas, justo donde se habían realizado los primeros juegos olímpicos de la modernidad en 1896. Pero los estadounidenses estaban agobiados por décadas de sucesivas humillaciones recibidas a manos de los soviéticos e hicieron volar los sobornos entre los delegados de los comités olímpicos para ganar la elección de la sede en 1990 y tener el privilegio de ser organizadores en 1996.


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