La continuación de la saga olímpica posterior al fin de la Guerra Fría habría de tener algunos capítulos insulsos antes de que el deporte olímpico de alto rendimiento volviera a ser utilizado como instrumento de propaganda ideológica en el concierto de las naciones. Esos capítulos fueron dos, el primero con la realización de los juegos de Sídney 2000 y el segundo con los de Atenas 2004. En pleno “fin de la historia” anunciado por Francis Fukuyama y con los Estados Unidos sin rivales a la altura que desafiaran su hegemonía unipolar cristalizada después de la disolución de la Unión Soviética y de todo el bloque socialista en el Este, durante dos olimpiadas a partir del cierre del ciclo en Atlanta 1996 hubo realmente muy poco para destacar en términos de rosca ideológica alrededor de las canchas, de las piletas de natación y las pistas de atletismo.
El más insulso de esos capítulos es sin dudas el de Sídney 2000, justamente la última edición olímpica del siglo XX. De un modo algo melancólico, aunque deportivamente brillante, los juegos llegaban por segunda vez a Australia, esa extraña y lejana nación cuyo territorio es demasiado grande para contener a una población muy escasa y el nivel de riqueza de ninguna manera se corresponde con el de una posesión semicolonial. Australia es eso, sin embargo, en la práctica, un país económicamente independiente que, al igual que Canadá, nunca ha terminado de cortar los lazos con la corona británica. Así y todo, con una población de tan solo unos 27 millones de habitantes sobrealimentados, Australia exporta anualmente solo en mineral de hierro, oro, carbón, litio, níquel y cobre casi 350 mil millones de dólares estadounidenses al año, más que todo el PBI de Argentina.

Nadie descubrirá el agua tibia concluyendo que los australianos supieron hacer muy buen uso de las riquezas naturales de su inmenso territorio, el sexto más extenso del planeta siendo superado apenas por los de Rusia, Canadá, China, Estados Unidos y Brasil. Y que además tuvieron la capacidad de revertir los beneficios de sus exportaciones en calidad de vida para sus escasos habitantes. De hecho, Australia figura en la mayoría de las tablas como el sexto país con mejor estándar social en el mundo, detrás solamente de los cuatro nórdicos —Dinamarca, Noruega, Finlandia y Suecia, en este orden— y de Suiza, que encabeza el ranking. Son logros rutilantes para un país que fue oficialmente una colonia hasta principios del siglo XX y cuya independencia política es un proceso que viene arrastrándose por décadas sin concretarse jamás del todo.
Nada de eso parecería molestar a los australianos, quienes siguen teniendo por jefe de Estado al rey de Inglaterra e incluso conservan en su política la figura colonial del gobernador general nombrado desde Londres. Si bien es cierto que manda más el primer ministro electo por un parlamento que a su vez surge del voto popular, no deja de ser algo curioso que la continuidad de esas formas coloniales sea tolerada por un pueblo-nación en pleno siglo XXI. Podría aducirse que el australiano es mayoritariamente, en un sentido étnico, un inglés o un europeo que nació en Oceanía y que por esa razón los lazos con la monarquía británica no se ven del todo antinaturales. Y en el fondo, bien mirada la cosa, lo que pasa en Australia es que con tanta riqueza para repartirse entre muy pocas cabezas nadie tiene demasiadas ganas de andar haciendo cambios sobre algo que funciona bien.
Será entonces una oda al colonialismo amigable en un sentido estricto, pues los australianos son verdaderos colonos o son inmigrantes europeos que llegaron allí a lo largo del siglo XX con la misma finalidad de hacer patria, aunque eso no es lo esencial. Lo más importante es que Australia pudo, a diferencia de otros países fundados también sobre un territorio muy rico, como es el caso de la Argentina o de Brasil, organizarse de una forma tal que esa riqueza beneficie a los suyos. He ahí la contradicción, pues Argentina y Brasil son países formalmente más soberanos e independientes, pero no defienden sus riquezas mejor que una Australia técnicamente semicolonial. Australia las defiende con fiereza y las utiliza en buena medida para hacer avanzar a su sociedad en varios aspectos.
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