Citius, altius, fortius (parte XII)

Después de pasar nuevamente por Australia y de hacer cierta reparación histórica en Grecia, los juegos olímpicos llegarían a un país que hasta ese momento aparecía frente a la visión siempre distorsionada de la opinión pública internacional apenas como una potencia emergente con gravitación regional y poco más que eso. Los juegos olímpicos de Beijing 2008 pondrían a la vista de un mundo estupefacto todo el desarrollo alcanzado por China en tres décadas de revolución productiva a partir de la gran disrupción de Deng Xiaoping en el maoísmo. Como pocas veces en la historia, los juegos olímpicos vendrían en 2008 con una revelación y como una señal de que la historia no había terminado.
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Francis Fukuyama es un personaje que aparece muy frecuentemente en las páginas de esta Revista Hegemonía y no precisamente por haber sido el artífice de ningún logro político digno de figurar en los anales de la historia. Fukuyama es famoso en todo el mundo más bien por atrevido. Allá por los años 1990, tras la caída del Muro de Berlín y la descomposición de la Unión Soviética o del campo socialista en el Este como un todo, Fukuyama tuvo enorme proyección en los medios por haber dado una sentencia que se resume en tres palabras. Frente al inesperado triunfo por abandono del liberalismo occidental en la Guerra Fría, Fukuyama decretó el “fin de la historia”, esto es, declaró que las ideologías políticas habían muerto y que quedaba de allí en más solo el liberalismo como cosmovisión ordenadora del mundo.

Por eso nada más, por haber llegado a una conclusión apresurada que pocos años más tarde sería falsada, Fukuyama quedó identificado como un símbolo de aquella coyuntura. Claro que el propio Fukuyama habría de arrepentirse de lo que dijo, como Mauro Viale a manos de Alberto Samid. Al ver que desde Oriente empezaba a plantearse a principios de la segunda década de este siglo un nuevo desafío a la hegemonía liberal de Occidente, fundamentalmente con el resurgimiento bajo la conducción de Vladimir Putin de una Rusia ya no socialista, aunque igualmente iliberal, Fukuyama vio también que la historia no había terminado y que, en realidad, nunca termina. El triunfo del liberalismo occidental fue coyuntural y el imperio de su hegemonía fue efímero, duró lo mismo que un suspiro en términos de tiempo histórico.

Pero no solo de Rusia, sino también de China, vendría el cuestionamiento a la hegemonía liberal que Occidente estableció sobre los despojos de la Unión Soviética desde 1991 en adelante. Justo un año después de que Putin anunciara en la Conferencia de Seguridad de Múnich que Rusia estaba dispuesta a jugar otra vez en la geopolítica y mucho antes de que en efecto esa voluntad se manifestara en la reconquista de Crimea por parte de Moscú, China se dispuso a dar ante el mundo un examen para exponer el nivel de desarrollo alcanzado hasta allí por su proyecto político antiliberal. Ese examen fueron los juegos olímpicos de Beijing 2008, la cita ecuménica por antonomasia que el Partido Comunista chino propuso transformar en un espectáculo de organización, despliegue de tecnología y ostentación de un poder económico que en la cabeza de muchos no podía existir más allá de los límites de las potencias occidentales.

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El intelectual estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama no es mucho más que eso mismo, un intelectual y un opinólogo entre millones. Pero ha tenido un nivel inaudito de exposición por atreverse a extender el certificado de defunción a la historia en medio al triunfo de la hegemonía liberal de Occidente en los años 1990. La propia historia habría de demostrar que Fukuyama estaba equivocado, dándole además al atrevido la oportunidad de verlo en vida y de retractarse.

Eso fue precisamente lo que China quiso demostrar y demostró, en efecto, con la realización de los juegos de Beijing 2008. Al terminar esta edición olímpica, el mundo quedó maravillado con la capacidad de organización y con el nivel de desarrollo económico y social de esta que ya en esos días era una potencia global emergente, hechos hasta allí desconocidos por el promedio de la opinión pública en Occidente. Puede decirse entonces que después de cuatro ediciones —Barcelona 1992, Atlanta 1996, Sídney 2000 y Atenas 2004— en las que los juegos olímpicos tuvieron escasa o ninguna relevancia geopolítica más allá de ciertas pinceladas simbólicas, siempre muy aisladas, esporádicas y puntuales, en Beijing 2008 la tensión entre naciones o más bien entre los proyectos políticos de las naciones vuelve a adueñarse del olimpismo. La historia no había terminado.

En 2008 la opinión pública en Occidente y aquí en las colonias no sabía que China ya había alcanzado un nivel de desarrollo económico similar al de las potencias europeas combinadas y apenas inferior al de los Estados Unidos. Es necesario ponerse en el contexto de aquellos días para comprender la magnitud del shock de quienes esperaban ver una competencia deportiva en un pintoresco país subdesarrollado de Asia, una especie de Unión Soviética posmoderna, pero se encontraron con un show típico del llamado “primer mundo”. Hoy está todo a la vista y es fácil, casi dos décadas más tarde, comprender que el chino no es un pueblo-nación subdesarrollado ni mucho menos. En 2008, no obstante, lo que el mundo vio por televisión en los juegos de Beijing 2008 era una realidad que no se imaginaba.


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