¿Cómo fue posible la Conquista de América?

A diferencia de lo que se ha difundido abundantemente con la leyenda negra de la conquista, la obra de los españoles en América dista muchísimo de ser un compendio de maldades y genocidios. Al alejarse del relato anglosajón y al observar con atención las evidencias históricas de ese periodo fundacional de lo que somos hoy, cualquier americano tiene la posibilidad de aprender a no avergonzarse de su tradición y quizá también empezar a construir desde allí el tramo final de su incipiente identidad nacional.
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Esta es la oportunidad de hacer un análisis sobre el descubrimiento de América, en qué consistió, cómo fue posible y sobre todo por qué seguimos hablando de un “descubrimiento” a pesar de reconocer la importancia de las civilizaciones precolombinas y la llegada de otros contingentes humanos desde el Viejo Mundo previamente a la campaña por la conquista española iniciada a partir de 1492 con el arribo a las costas americanas de las famosas tres carabelas de Cristóbal Colón.

La cuestión sigue siendo relevante precisamente porque a poco más de quinientos años desde la expedición de Hernán Cortés en Mesoamérica, la victoria española sobre los grandes imperios americanos sigue siendo materia de controversias historiográficas, muchas de ellas emparentadas con la leyenda negra de la conquista española.

Una pregunta válida en relación con esa conquista sería entonces cómo fue posible que Hernán Cortés o Francisco Pizarro, acompañados por apenas unos doscientos hombres cada uno, en condiciones climáticas, ambientales, geográficas y culturales completamente hostiles y desconocidas poco antes, hayan sido capaces de poner de rodillas a los grandes imperios de los aztecas y los incas respectivamente, unidades políticas cuyos habitantes se contaban por millones y que se encontraban ubicadas una en medio de la selva virgen centroamericana y la otra en la cima de la cordillera de los Andes.

Para mantener una cierta rigurosidad historiográfica es preciso formularse esa pregunta y tratar de dar respuestas lógicas lo más cercanas a la realidad histórica y desprovistas de valoraciones subjetivas, éticas o de anacronismos tanto como sea posible.

Un punto que suele enunciarse a menudo cuando se habla acerca de la conquista es la brutalidad con la que los españoles habrían tratado a las comunidades nativas. Según esa narrativa, los españoles habrían llegado dispuestos a masacrarlas en exterminio con el único propósito de saquear sus riquezas, en un auténtico genocidio de los pueblos originarios.

Dicho aserto, no obstante, choca de frente con la realidad innegable de la obra construida por el imperio español a lo largo de los siglos que precedieron a la independencia de las naciones americanas. Universidades, iglesias, obras de infraestructura, todo un entramado de construcciones destinadas a la elevación material y espiritual de los pueblos de este lado del Atlántico que solo España tuvo la inquietud de construir, pues el resto de las potencias coloniales —Inglaterra, Holanda, Francia y Portugal— no tuvieron esa impronta.

Representación artística del primer desembarco de Cristóbal Colón en Guanahani el 12 de octubre de 1492, obra del pintor ecléctico español Dióscoro Teófilo Puebla Tolín. El cuadro es un óleo sobre tela y está expuesto en el Museo del Prado en Madrid, España.

Pero también es posible plantear cuestiones más sencillas, porque escapa a la lógica entender cómo un número tan reducido de hombres en un periodo de tiempo tan acotado haya podido por sí mismo dominar todo el continente. Transcurrieron apenas unas décadas desde los viajes de Colón hasta la ocupación de todo el continente, que para 1550 estaba virtualmente completa. Tomando en consideración la presencia de población, las distancias, la orografía, las características climáticas de América, los medios de transporte y demás limitaciones de todo tipo, esa ocupación tuvo un avance relativamente rápido.

Es preciso empezar por la ponderación de los argumentos que se suelen brindar para explicar este proceso. En principio, puede decirse que los más repetidos son tres y es posible adelantar desde ya que son falsos y de fácil refutación apelando no solo a los documentos históricos, sino sencillamente a la lógica.

El primero de esos consiste en negar a la gesta de Cristóbal Colón el carácter de descubrimiento, a partir del reconocimiento de la llegada de los vikingos en el siglo XI. Estos penetraron en el norte del actual territorio de Canadá y existen registros de esos viajes en la isla de Terranova o la Bahía de Hudson, pero lo cierto es que, si bien los vikingos llegaron a América, estos no le dieron importancia y así como llegaron se dieron la media vuelta y regresaron a Escandinavia para jamás volver. No había al parecer en estas tierras nada que les llamara la atención o que considerasen valioso como para invitarlos a adentrarse hacia el sur.

Fue Colón al servicio de los Reyes Católicos, entonces, quien dio ese giro significativo y reconoció en el Nuevo Mundo un valor digno de ser explorado. En ese sentido es que se reivindica a Colón como descubriendo el continente, en oposición a lo que afirman quienes dicen que el genovés no descubrió nada porque América ya existía, que él solo se halló azarosamente con ella. Pero este es un argumento rayano en la zoncera. Con el mismo criterio podría decirse que Isaac Newton no descubrió nada porque los objetos se precipitaban al suelo incluso antes de que él le pusiera un nombre a la fuerza de gravedad.

Una imagen de la infinita serie de fotografías representativas de la obscenidad del colonialismo británico, que se expandió por todos los continentes y en todas partes cometió atrocidades. No obstante estas evidencias materiales que son relativamente muy recientes, no existe ninguna leyenda negra de la conquista llevada a cabo por los ingleses y tampoco por los franceses, los holandeses, los belgas y los portugueses, aunque han sido todas sangrientas y humillantes. Para la historiografía oficial dominante solo existe el mal en la conquista de los españoles.

Es una tontería a todas luces. El valor de Newton es precisamente el de haber descubierto un fenómeno que aun habiendo existido siempre había permanecido oculto, sin embargo, velado a la inteligencia de los hombres hasta el momento. Y lo mismo pasa con América: Colón descubrió el continente en el sentido más estricto de la palabra, pues le quitó de encima el velo que lo cubría para abrirlo al mundo que se conocía por entonces.

Y si se afirma que Colón y sus hombres o el reino de España descubrieron América y no al revés, que el descubrimiento fue mutuo o bien que los americanos descubrieron a los europeos, es porque la realidad histórica innegable es que fueron españoles en navíos españoles los que se adentraron en el mar, cruzaron el Atlántico y arribaron a las costas americanas y no al revés. No hubo aztecas, chibchas o caribes adentrándose hacia Europa y arribando a las costas de Lisboa o de Cádiz. América ya existía antes de Colón y estaba habitada, pero la realidad histórica de la humanidad habla de un descubrimiento y de a manos de quiénes se realizó.

Una vez descubierta América por los españoles, quitan el velo de desconocimiento que cubría a los territorios allende el Atlántico y pasan a formar esos territorios parte del mundo conocido por Europa. Los europeos tenían una idea del mundo, se sabían parte de un continente y a su vez conocían que más allá del mar podían existir territorios inexplorados. Los pueblos precolombinos nativos de América, en cambio, al momento de la llegada de los españoles no tenían ni siquiera una conciencia continental.

El americano precolombino no se aventuraba a ir más allá de sus comarcas o de los límites geográficos de sus imperios salvo que fuera para vencer, dominar y esclavizar a otros pueblos, no había una idea de continentalidad o de unidad entre esos pueblos como sí sucedía en Europa por herencia del imperio romano y sus lenguas romances y por el imperio cultural de la cristiandad.

‘El arribo de los vikingos en América”, un grabado estadounidense que data de 1876 y representa ese hecho histórico que habría tenido lugar aproximadamente hace unos 1.000 años. Los vikingos llegaron a Groenlandia y a Terranova (hoy Canadá), pero hay ciertas evidencias de la llegada de esos exploradores hasta las inmediaciones de la actual ciudad de Nueva York. Sin embargo, esas fueron incursiones furtivas en el continente americano, que habría de quedar inexplorado de hecho hasta 1492.

Los mayas y los aztecas escudriñaban el cielo y eran bastante avanzados en astronomía. Observaban los astros, los cuerpos celestes, pero no tenían mayor inquietud por descubrir el resto del mundo. Sin embargo, o acaso por esto mismo, eran pueblos guerreros y sus ejércitos contaban con decenas de miles de soldados. El interés hacia fuera de sus propios territorios se limitó siempre a la guerra y la esclavización de pueblos más débiles, los que en lo sucesivo quedaban obligados a rendirles tributo.

Por todo esto resulta flaco e inconsistente el argumento de la superioridad militar de los españoles como condición de la derrota de los grandes imperios. Se ha hablado infinitas veces acerca de esa presunta superioridad militar, la que habría permitido vencer de manera rápida a los ejércitos nativos. Las armas de fuego habrían constituido, de acuerdo con estas interpretaciones, el vector fundamental de la derrota de aztecas e incas. Pero es preciso decirlo sin rodeos: ese argumento es abiertamente falso. No existía ventaja tecnológica militar alguna de los españoles respecto de los nativos.

¿De qué armas de fuego se habla para decir que estas constituían el principal vector de la supuesta ventaja de los españoles? A finales del siglo XV y principios del XVI el observador no debe pensar en rifles, ni siquiera en pistolas, sino en arcabuces y pistolones, los que por un lado no gozaban de demasiada precisión en el tiro y por otro lado debían ser recargados, demandando un tiempo considerable entre disparo y disparo, cuando no resultaban directamente inútiles por las condiciones de humedad ambiente.

Esas armas además eran costosas y se reservaban por lo tanto a un puñado de privilegiados que podían comprarlas, no formaban parte del equipo habitual de cualquier soldado. En cambio, los indígenas eran veloces, reconocidos como eximios guerreros y adiestrados en el uso del hacha, las lanzas, los arcos y las flechas. En el tiempo que demoraba la recarga de un arcabuz el soldado español —enfundado en su brillante armadura, que lo hacía fácilmente visible— podía ser abatido fácilmente sin llegar a herir de muerte al enemigo. Entonces el argumento de la superioridad militar de los españoles es sencillamente falso, pues en la práctica no se verificó ventaja alguna.

Un sacerdote azteca arranca el corazón de una víctima en un ritual de sacrificio humano y lo ofrece Huitzilopochtli. La obra es un grabado de Giulio Ferrario, se realizó en 1843 y está expuesto en Florencia, Italia. Este tipo de rituales habrían escandalizado a Hernán Cortés durante la conquista de México.

En el combate cuerpo a cuerpo, por otra parte, tampoco el europeo corría necesariamente con ventaja a pesar de poseer espadas y armaduras. De hecho, la armadura de acero macizo pesaba alrededor de diez kilos, lo que constituía una desventaja de movilidad ante los ágiles indios que se desplazaban con rapidez y conocían el terreno, esto sumado a lo inconveniente de cargar con semejante vestimenta en medio de la selva tropical con temperaturas altísimas a las que europeo no estaba habituado. El argumento de la superioridad bélica de los españoles, como se ve, es falso por donde se lo mire.

Otra versión sugiere que los indígenas creían que los españoles eran dioses y les guardaban un temor reverencial infundado. Según afirman estas interpretaciones, la ventaja de los expedicionarios habría sido esa, más de tipo cultural o espiritual que material. Aquí existe algo de verdad, pues existían ciertas leyendas indígenas que anunciaban la llegada de dioses de aspecto similar al humano, pero con tez blanca y barba, que vendrían desde el mar montando naves extrañas y bajo cuyo dominio la civilización sucumbiría.

Ahora supóngase que esas leyendas fueran de conocimiento general, no acotadas a determinadas tribus sino compartidas por todos los pueblos de América, lo que a priori parece improbable pues como veíamos estos no poseían una conciencia continental ni una cultura en común. Aun suponiendo por un momento eso a fines de análisis, la creencia en la divinidad del otro se cae por su propio peso en cuanto se observa que este experimenta las mismas apetencias y debilidades que uno mismo, que experimenta dolor, sangra y puede morir.

El impacto de ese choque de dos culturas, además, debe haber sido sorprendente, pero de ningún modo es lícito pensarlo en un sentido unilateral. El shock debe haber sido un golpe en ambas direcciones, no solo para los indígenas. Cabe imaginarse por un instante la impresión que puede haber significado para un europeo de formación profundamente católica el espectáculo de los sacrificios humanos que en el imperio azteca eran moneda corriente, por ejemplo. Reducir la explicación de la conquista al llamado “choque de civilizaciones” presupone como se ve la subestimación de la inteligencia de unos pueblos nativos que en la práctica no tardaron en descubrir el carácter mortal de los españoles y establecer comunicación con ellos.

Una de las escenas representadas en el Lienzo de Tlaxcala, una sencilla y a la vez pintoresca representación de la conquista que se realizó en 1552 por encargo del Cabildo Tlaxcala y hoy es patrimonio histórico del pueblo-nación mexicano. Aquí se representa el momento en el que Cuauhtémoc se rinde ante Hernán Cortés.

El tercer argumento es el que podría denominarse la “guerra biológica”, es decir, aquel que sugiere que la defensa de los pueblos nativos ante el invasor español fue debilitada por la batería de pestes y enfermedades contagiosas que habrían llegado desde Europa, para las que los nativos no tenían anticuerpos, por lo que estos fueron diezmados fácilmente en las primeras décadas de la conquista.

Este es el argumento más falaz de todos, pues está claro a toda inteligencia que en el siglo XV los europeos no estaban en condiciones de aislar un virus, conservarlo en un tubo de ensayo y utilizarlo como un arma biológica. Las enfermedades llegaban al nuevo mundo porque los españoles también se contagiaban, no existía la planificación de llevar un virus de un continente a otro. Incluso si hubieran tenido la maldad de planificar ese tipo de ataques no existían medios materiales para concretarlos.

La otra observación obvia a realizar es que, si bien estas enfermedades generaban una mayor mortandad en la población nativa que no estaba habituada a lidiar con ellas y por lo tanto no tenía anticuerpos, de todos modos las mismas producían muertes en los dos bandos. Los europeos también morían de viruela, por ejemplo, aunque esta era una enfermedad conocida en Europa y no en América. Siglos antes del descubrimiento de las vacunas era impensado para cualquier ser humano presuponer una inmunidad ante la enfermedad.

Pero eso no es todo: de la misma manera que los indígenas conocieron las enfermedades europeas por su contacto con el español, los españoles también conocieron las enfermedades americanas a partir de su contacto con el nativo. ¿A quién se le ocurre pensar que la fiebre amarilla, por ejemplo, o las infecciones propias de los pantanos de Centroamérica no iban a afectar a los europeos recientemente llegados? Existe registro de que estos caían atravesando las espesuras de la selva y claramente no poseían inmunidad alguna ante esas infecciones novedosas y a menudo letales.

Espectacular panorama de lo que habría sido Tenochtitlan, la ciudad azteca que al momento de la llegada de los españoles tenía alrededor de un millón de habitantes. Tenochtitlan fue la megalópolis de un tiempo en el que la población de las ciudades europeas se contaba en el orden de las decenas de miles.

Ni la superioridad bélica, ni el choque de civilizaciones ni la “guerra biológica”, por lo tanto, pueden explicar entonces cómo fue posible por ejemplo que Hernán Cortés haya logrado entrar en 1521 a Tenochtitlán, capital del imperio azteca poblada por un millón de aztecas y defendida por miles de soldados entrenados, acompañado apenas por doscientos españoles a su mando. Lo cierto es que la realidad fue más compleja, porque junto a esos doscientos españoles ingresaron a Tenochtitlán decenas de miles de guerreros nativos de otras comunidades que decidieron luchar contra la dominación azteca para liberarse a sí mismos.

Los pueblos indígenas de la periferia que habían sido sometidos durante décadas por los mexica, los aztecas, fueron quienes se aliaron a Cortés para derrotar a su enemigo local. Los tlaxcaltecas, más numerosos, aportaron alrededor de treinta mil hombres a la guerra contra el imperio azteca. Pero se han contado otros veinte pueblos que acompañaron a Cortés para liberar la zona central de México de ese imperio y otro tanto podría decirse de la expedición de Pizarro en Perú. Esa es la respuesta sencilla que la leyenda negra se empecina en ocultar.

Está al alcance de cualquier persona con inquietud intelectual arribar a la conclusión de que no tiene sentido explicar el interrogante de cómo fue posible la conquista desde los argumentos expuestos por la leyenda negra. Estos recurren a la subestimación, la negación y la reducción para negar el giro copernicano que significó para la historia universal ese encuentro entre dos mundos, el descubrimiento de un continente oculto.

En este sentido, es interesante retomar las palabras del recientemente fallecido Alejandro Pandra, quien en Origen y destino de la patria cuenta: “En su libro, Amelia Podesti afirma que Colón no descubre el nuevo mundo sino que descubre por primera vez el mundo. Por primera vez se conoció un orden universal, por primera vez se accedió una concepción verdaderamente ecuménica que liquidó las nociones vigentes sobre el mundo. Se revolucionó para siempre la conciencia geográfica, etnográfica, económica y cultural, se cambió el eje del planeta trasladando el centro de gravedad del occidente del Mediterráneo al Atlántico”.

La compleja taxonomía del mestizaje en México al avanzar la colonización española y al mezclarse las razas en el tiempo. Nótese que no hay realmente una valoración positiva de un grupo sobre los demás, sino el mero reconocimiento de cada uno de los grupos que fueron formándose en el contacto entre lo que en ese momento se consideraban distintas razas. He ahí el mestizaje, que está arraigado en lo más profundo del espíritu y de la naturaleza del americano.

Y prosigue: “Fue un evento que torció radicalmente el curso de la historia, amplió el mundo físico abierto al hombre y ensanchó sus horizontes mentales allende las esperanzas más inusitadas de la época, duplicó los límites de la civilización en sus dos aspectos material y espiritual. La luz viva que proyectó entonces sobre Occidente semejaba a la aurora de una nueva era gloriosa, la de la victoria del hombre sobre las fuerzas oscuras de la tierra. Por fin se había superado el horizonte de Ulises y triunfado sobre las islas encantadas, las monstruosas serpientes marinas y las aguas bullentes que fundían la quilla de las embarcaciones”.

Pandra advierte además que, si bien ya nadie pone en duda la existencia de arribos anteriores al continente, “(…) lo cierto es que América fue plasmada sobre matriz ibérica y católica y no sobre moldes vikingos o normandos. El descubrimiento no fue por supuesto un mero premio que el destino dejara caer en el regazo de España, sino que constituyó una obra maestra de fe y de imaginación creadora. Los marineros de aquel primer viaje al inexplorado y misterioso occidente sintieron que se les oprimía el corazón. Muchos ya habían navegado antes sin la tierra a la vista, pero siempre sabían dónde estaban y también que pronto volverían a ver aquella costa que acababan de perder de vista u otra cercana. Alejarse deliberadamente de la cristiandad para adentrarse en un desconocido absoluto por un tiempo y unas leguas que nadie podía precisar de antemano era una hazaña que los llenaba de pavor”.

En su trabajo, Pandra resalta la convicción misional de Colón, la certeza que este tenía de saberse acreedor de una verdad universal que debía compartirse con el mundo. “Cristóbal”, “Cristóforo”, cuenta, significa “portador de Cristo” y Colón se había tomado en serio ese nombre de nacimiento como marca inexorable de su sino.

Pandra abunda también en cómo impacta la conquista en la psicología del indio varón, cómo esa nueva cultura que Colón deseaba abrir al mundo obligó al indio a cuestionarse su propio sistema de valores. Y en ese sentido realiza una distinción entre el indio varón y la mujer india, pues esta última tuvo un rol protagónico en la conquista en virtud de la atracción prematura y mutual por el hombre blanco, al que se acercó tempranamente.

En la psicología del indio varón, en cambio, el impacto fue mayor pues no dejó de tener influencia esa creencia original de que se estaba cumpliendo la profecía del arribo de los dioses al mundo terrenal. Y sobre este aspecto, sostiene: “No fue la intimidación de la fuerza del blanco lo que apabulló al indio ni los maltratos ni las injusticias seguramente presentes, sino la destrucción de su identidad, de los valores religiosos, morales, mentales y sentimentales y la impotencia para enfrentarse con esos seres a los que percibió superiores”.

El combate entre españoles e indios en la batalla de Hernán Cortés contra Moctezuma en “La noche triste”. Aquí se ve claramente que en la lucha cuerpo a cuerpo no existía realmente ninguna superioridad técnica manifiesta de los españoles y, de hecho, aquí Cortés fue derrotado y humillado, perdiéndose en una sola batalla buena cantidad de hombres, caballos y artefactos de artillería.

Pero esa superioridad no se basó en los avances técnicos ni militares, sino en el grado de justicia que el sistema de valores de esta sociedad imponía sobre sus miembros. Los indígenas se encontraron con hombres que adoraban a un Dios que no les requería de sacrificios humanos, el Dios del perdón y del amor. Y entonces la fe de los dioses de la venganza sucumbió ante la fe más firme del Dios del perdón.

“Bernal Díaz del Castillo”, agrega Pandra, “relata la escena de la santa locura que se apoderó de Cortés frente al templo mayor de los aztecas, ante el hedor de la sangre humana de los sacrificios cotidianos en los cuales los sacerdotes hacían rodar por las escaleras cuerpos yertos con el corazón arrancado. El conquistador de México, trastornado, movido por una fuerza sobrenatural, destrozó con un palo esas imágenes monstruosas de aspecto diabólico. La conquista ibérica pese a lo que se diga se hizo sobre la base explícita de que todos los hombres son hijos de Adán y Eva, conquistadores y conquistados se trataron mutuamente como hermanos.

Y concluye: “Es decir, muchas veces de un modo abominable, en general con indiferencia, a veces con caridad, excepcionalmente con afección, pero nunca dando por sentado que su color hacía a un hombre algo menos que un hombre. Por muy cruel que haya sido el español con el indio, jamás le infirió insulto o maltrato alguno que no hubiera sido capaz de inferir a otro español en circunstancias análogas”.

Eso es quizá lo que no le perdonan a España esas otras potencias a las que nadie les pide que pidan perdón por sus conquistas que habrán sido tan violentas como la española, pero no estaban destinadas a fundar un nuevo tipo de civilización. Sobre la base de ese pasado de fundación de una nueva civilización derribar las estatuas de Colón tiene por fin llevar la hispanidad a un nuevo proceso de fragmentación.

Al parecer, hay quienes ya no están satisfechos con que dos siglos atrás América hispana se haya dividido en veinte países independientes. Necesitan más atomización, quieren doscientos microestados dependientes y enemigos los unos de los otros. Pero no conviene ser idiotas útiles, conviene celebrar aquel pasado glorioso del que los hispanos somos herederos y apostar a reconstruir esa idea de hispanidad que permitirá surcar de mejor modo y con mejores perspectivas esta posmodernidad que nos toca vivir.


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