En un destello de ingeniosidad, el expresidente de Bolivia Evo Morales observaba en cierta ocasión que el único país del mundo donde jamás tenían lugar los golpes de Estado eran los Estados Unidos, precisamente porque allí no hay embajada de los Estados Unidos. La definición es realmente ingeniosa y tiene un fortísimo efecto político cuando aplicada al discurso, puesto que deja al descubierto el origen de prácticamente todas las maldades que se llevan a cabo en la política de países periféricos como los de nuestra región, entre otros condenados de la tierra alrededor del mundo.
Pero el hallazgo de Evo Morales es impreciso porque en la historia de los Estados Unidos desde 1776 como país independiente hay por lo menos un antecedente de golpe de Estado que, no obstante, ha sido presentado ante la opinión pública a nivel mundial como un vulgar magnicidio. El asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963 fue, al menos por una de las muchas hipótesis, un verdadero golpe de Estado en favor del entonces vicepresidente Lyndon Jonhson, pero fundamentalmente favorable a los intereses del complejo industrial-militar cuyo negocio es la guerra y es la muerte.
Esa es la hipótesis que sostiene el genial director Oliver Stone en JFK (Estados Unidos, 1991. 188 min.), película del género dramático e histórico basada en las obras JFK: tras la pista de los asesinos del fiscal Jim Garrison y Fuego cruzado, del escritor y notorio “conspiranoico” Jim Marrs. El resultado del trabajo de Oliver Stone en esta ocasión es un muy coherente recuento histórico que conduce a la comprensión de las circunstancias en las que John Kennedy fue asesinado, pero además ofreciéndole al espectador la posibilidad de vislumbrar detrás del chivo expiatorio de Lee Harvey Oswald —el presunto asesino— a los verdaderos verdugos en este crimen que oficialmente sigue siendo un enigma sin solución.

Con un elenco estelar que incluye nombres como Kevin Costner, Kevin Bacon, Tommy Lee Jones, Joe Pesci, Gary Oldman, John Candy, Donald Sutherland y los históricos Walter Matthau y Jack Lemmon, entre muchos otros en el reparto, JFK es uno de esos superclásicos que produjo Hollywood entre principios de los años 1980 y mediados de los 1990. Y como tal no defrauda: después de un comienzo frenético y quizá algo turbado, durante el que se hace un poco difícil por momentos seguir el hilo de la argumentación, la película da un giro revelador a medida que empiezan a aparecer los resultados de la investigación del fiscal del distrito de Nueva Orleans Jim Garrison (Kevin Costner) en una secuencia hipotético-deductiva que va a concluir con un magistral alegato en los últimos minutos del film.
Lo que hace Oliver Stone para resolver el misterio del asesinato de John Kennedy en una trama que mezcla hechos históricos y cierta dosis de ficción para cubrir las innumerables lagunas que deja la narrativa oficial es aplicar el simple principio del cui bono, esto es, el buscar a los autores intelectuales de un crimen empezando por quienes son favorecidos por sus consecuencias. Así, viendo la renuencia de Kennedy frente a los “halcones” del Pentágono y sus ganas locas de hacer la guerra tanto en Cuba como en Vietnam, el fiscal Garrison va concluyendo que Kennedy se había vuelto hacia 1963 un estorbo para los planes del complejo industrial-militar, de la industria armamentística que no fabrica armas si no hay conflictos bélicos en el horizonte.
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