A partir de los sucesos del 7 de enero en Brasil, en los que una pequeña multitud de activistas opositores al recién nacido gobierno de “Lula” da Silva invadió simultáneamente las sedes de los tres poderes del Estado y causó allí importantes destrozos, aquí en la Argentina y en otros países empezó a darse una ola de expresiones de repudio por parte de dirigentes de todo el arco de la política. Todas esas manifestaciones tuvieron como denominador común la reivindicación de la “democracia” contra el “golpismo” de quienes invadieron en Brasilia los edificios de la casa de gobierno, del parlamento y de la corte suprema del país. Prácticamente todos los dirigentes con alguna relevancia se subieron al coro del repudio y todos ellos con discursos del mismo tenor, cuando no directamente calcados los unos de los otros.
Otra vez se formó entonces el consenso y la grieta quedó desdibujada, al igual que con el advenimiento del coronavirus en 2020. Una vez más la política dejó expuesto su pacto hegemónico, en el que la disidencia se permite únicamente en los temas secundarios y es obligatorio el consenso alrededor de lo esencial. Ese tipo de hegemonía se verifica y queda visible para el observador cuando se dan la mano dirigentes que por lo general nunca están de acuerdo en nada por la simple razón de que en la política dicen representar intereses contradictorios. Nunca hay una sola cuestión que los encuentre en la misma vereda, pero cuando los intereses reales del poder fáctico global están en juego rápidamente acuerdan todos en un discurso único. Así fue con el coronavirus en 2020 y, de nuevo, con el asalto a las sedes del poder político en Brasilia, el que esos dirigentes no dudaron en poner en la categoría de “golpismo”.

En nuestro subtrópico una de las expresiones más llamativas e inesperadas para quienes no comprenden el poder de la hegemonía fue la de José Luis Espert. En Twitter, el autodenominado “liberal libertario” se expuso al escarnio de quienes pensaban apoyarlo en las elecciones de este 2023 al decir sin ser consultado por nadie que Donald Trump y Jair Bolsonaro son “nefastos populistas de derecha” y “antidemocráticos”. También en relación con los sucesos de Brasilia, en el mismo tuit Espert hizo la clásica reivindicación demagógica de la “democracia” como sinónimo de sistema de representación agregando que “(…) los resultados electorales se respetan. La voluntad popular se respeta. Es la democracia, señores. Nada más ni nada menos”. El progresista socialdemócrata menos pensado, como se ve, en un discurso que muy bien podría corresponderle a Alberto Fernández, a Horacio Rodríguez Larreta o a cualquier otro referente medio bobo de la socialdemocracia.
He ahí la hegemonía poniendo a los patitos en fila y lo mismo pudo verse en el discurso de todos los demás dirigentes que el sentido común ubica a la derecha del arco político, tanto en la Argentina como en otros países. De no haber existido el poder hegemónico que los ordena a todos los peones en el sistema de representación y aplicando la lógica, Espert y demás esperpentos debieron haber reivindicado a los manifestantes de Brasilia alentando aquí a emular el ejemplo, pero eso no es así. Existe un poder superior y ordenador que cuando pega el grito desde arriba hace que sus peones de izquierda y de derecha se crucen de carril si es necesario y opinen todo lo opuesto a lo esperado, que pone en un mismo grupo ideológico a José Luis Espert y a Myriam Bregman, a Patricia Bullrich y a Juan Grabois, a Cristina Fernández y a Sergio Massa, a todos sin distinción por pertenencia ideológica. Esta es la corroboración definitiva de que la ideología en la política es humo cuando lo que está en juego son los intereses de quienes realmente mandan.
Pero hay mucho más. La Organización de los Estados Americanos (OEA) fue aún más enfática que cualquier dirigente del cabotaje argentino y condenó “de la manera más clara y enérgica” el asalto a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia, caracterizando esa movilización como “fascista y golpista” y afirmando que “no constituye un hecho aislado”, en una explícita declaración de que la OEA ya sabe que alguien estuvo detrás de los incidentes incitándolos y organizándolos. Ninguna investigación judicial en Brasil llegó aun a esa conclusión, pero a instancias del embajador brasileño en su seno el Consejo Permanente de la OEA ya dictó sentencia con velocidad inusitada. Nunca está de más recordar que esta es la misma OEA que hizo silencio frente al golpe de Estado de 2019 contra Evo Morales en Bolivia, este sí real y concreto, con tiros, violencia, muertos en las calles y finalmente derrocamiento de un gobierno constitucional. En Brasilia no hubo tiros, no hubo muertos ni se derrocó al gobierno legalmente constituido, solo hubo destrozos y algo de humo, aunque eso a la OEA no parecería importarle mucho a juzgar por la celeridad con la que esa organización se expidió respecto al asalto ejecutado por cuatro o cinco centenares de vándalos brasileños.

Igual comportamiento tuvieron todos los medios de difusión nacionales e internacionales, allí donde en determinado momento se hacía difícil saber si al hacer el famoso zapping uno estaba siguiendo la programación del Grupo Clarín en TN, de La Nación+ o de C5N, no hubo diferencia en la forma cómo esos medios supuestamente enfrentados trataron la información. La adjetivación de “golpismo” y de “terrorismo” y la preocupación por la “democracia” y las instituciones dominó el discurso de los periodistas y opinadores de todos los canales de televisión, radios y medios escritos. Todos de acuerdo en todo, la opinión única en todos los canales simultáneamente como en una realización del 1984 orwelliano donde el Gran Hermano observa y disciplina a todos.
¿Qué nos dice toda esa concordia entre individuos, organizaciones y medios corporativos que en teoría debieron opinar distinto entre sí? Pues nos dice lo anteriormente visto, a saberlo, que el Gran Hermano orwelliano existe de hecho y ordena a los peones mucho más allá de la opinión que puedan tener estos sobre los asuntos que no mueven el amperímetro. Y que a dicho ordenador hegemónico le interesa muchísimo la estabilidad del nuevo gobierno de Brasil. Considerando que “Lula” da Silva es “de izquierda”, esto es, que teóricamente debería representar la oposición al poder fáctico, es un poco difícil comprender por qué ese mismo poder estaría interesado en asegurar el triunfo de un gobierno opositor, pero esa incomprensión solo dura mientras el observador no se pone a observar con atención las señales públicas que el poder da. Esa observación se hace con una lectura atenta de los medios en las noticias que son publicadas, pero tienen poca difusión.
A mediados de septiembre del año pasado, la CNN Brasil informaba en una discreta nota publicada en su sitio web de la reunión de “Lula” da Silva con representantes del Departamento de Estado de Washington. De acuerdo con la CNN, la reunión fue confirmada por la embajada de los Estados Unidos en Brasilia y por dos “altas fuentes” del entorno lulista, por lo que se trata de un hecho. La reunión debió adelantarse por la probabilidad de resolverse las elecciones en primera vuelta —lo que finalmente no ocurrió—, ya que la diplomacia estadounidense prefiere ponerse de acuerdo con los ganadores de las elecciones en las colonias antes de que lo sean, no espera hasta que el resultado esté puesto para moverse. Entonces “Lula” da Silva se reunió con los operadores del poder fáctico global y luego ganó en las urnas. ¿Acordaron algo en esa reunión o simplemente se juntaron a tomar cafecito?

Es evidente que algún acuerdo hubo allí porque Washington no suele perder el tiempo juntándose con presidenciables para hablar de nimiedades, aunque probablemente nunca sabremos qué acuerdo se dio. Pero tampoco es tan necesario saberlo, basta con echar un vistazo rápido a la actual situación en el tablero de la geopolítica para comprender que, lejos de ser una aberración, la sociedad entre el Departamento de Estado y “Lula” da Silva es lo más natural que puede haber. Desde que Vladimir Putin lanzó su campaña sobre Ucrania a principios de 2022 todo el ordenamiento ideológico de la política clásica terminó de trastornarse, ya nada es lo que parecería ser en el arco político en el mundo, pero fundamentalmente aquí en nuestra región. Y, por lo tanto, la correcta lectura de la coyuntura requiere de un esfuerzo extra en el sentido de desideologizarse para ver en el reverso de la trama lo que a primera vista se presenta como una contradicción.
Ávido por hacer aliados en el esfuerzo de guerra, tanto en lo militar como en lo económico y en lo estrictamente político, Putin cooptó a Jair Bolsonaro a fines de febrero de 2022 con el fin de sortear las sanciones económicas de Occidente intensificando el comercio con un gigante como Brasil. Nada de esto es extraño ni siquiera desde un punto de vista ideológico, puesto que entre Bolsonaro y Putin hay muchas más coincidencias de los que se suele pensar en esa “nueva derecha” conservadora que tuvo su máxima expresión en Donald Trump —otro aliado de Putin— y parece avanzar. Pero lo sustancial es que Putin recibió a Bolsonaro en Moscú y le ofreció un suministro constante de gasoil y fertilizantes, insumos que iban a escasear por la guerra y que son vitales para el agronegocio, base económica de Brasil, a cambio de su apoyo tácito a la operación militar en Ucrania.
Está claro que Bolsonaro aceptó la propuesta, puesto que de allí en más no se le escuchó hablar de “invasión rusa” y ni siquiera decir una palabra sobre el tema. Fue el apoyo tácito que Putin quería y así Bolsonaro garantizó el suministro de los insumos que la burguesía agraria de Brasil necesita, con lo que se metió a ese sector en el bolsillo y llegó competitivo a las elecciones. Es importante entender que Bolsonaro es absolutamente accidental desde el punto de vista de la estrategia geopolítica de Putin, pues era el presidente de un país clave en un momento decisivo para hacer esos acuerdos. Putin fue pragmático, Bolsonaro también lo fue y el acuerdo se estableció dando como resultado el siguiente problema político colateral: para las elecciones de octubre de 2022 el rival de Bolsonaro iba a verse necesariamente obligado a apoyarse en el poder opuesto al de Rusia en esta guerra. Ese poder es el de los Estados Unidos y ese candidato rival finalmente fue “Lula” da Silva.

Es así, pragmáticamente, cómo “Lula” da Silva terminó siendo el hombre de Washington en Brasilia al igual que Sergio Massa, quien es el hombre de Washington en Buenos Aires (cosa que ya se sabe desde las filtraciones de WikiLeaks). No es nada de otro mundo, son alianzas coyunturales necesarias que únicamente espantan a los ideologizados que no comprenden la geopolítica. Pero está todo muy claro y de ahí se llega a entender por qué los Estados Unidos impusieron aquí el discurso único del “golpismo bolsonarista” y la defensa de la “democracia” en Brasil después del asalto a la Plaza de los Tres Poderes. El poder ordenador desde los Estados Unidos instruyó a sus cipayos aquí y estos salieron a defender con pasión al gobierno de “Lula” da Silva, aunque en su discurso cotidiano se oponen al proyecto político previsto en el programa del Partido de los Trabajadores. La ideología, una vez más, es humo.
Así se entiende la repentina vocación “democrática” de los José Luis Espert, de los medios de Clarín y La Nación y de la OEA, que es golpista cuando le conviene. No se trata de defender la democracia, sino de defender los intereses de quien realmente manda en nuestro país y en todo el subcontinente. Putin metió la cola, cooptó a Jair Bolsonaro y ahora es preciso demonizarlo, destruirlo y de ser posible encarcelarlo para que Putin no tenga en Brasil un interlocutor. Bolsonaro no es Bolsonaro ni el bolsonarismo es bolsonarista, todo eso es una entelequia de cabotaje. En la política real, que es la geopolítica, los que se oponen a “Lula” da Silva hoy son una posible cabeza de playa para Rusia en Brasil y eso no puede ser, puesto que de acuerdo con la Doctrina Monroe “América es para los americanos”, no hay lugar para rusos.
Es la “democracia” como sinónimo de buen comportamiento en los términos impuestos por el statu quo que el propio statu quo necesita en este momento, no le conviene agitar las aguas. “Lula” da Silva ganó por un margen muy estrecho y sospechado de fraude, tiene a medio país en contra desde el vamos y además llegó con una alianza contra natura que está repleta de potenciales traidores en el frente propio, empezando por el vicepresidente Geraldo Alckmin. Se trata de un gobierno inestable que no puede darse el lujo de tener gente en las calles, no puede haber protestas al menos en los primeros meses de estabilización necesaria. Entonces se instala la “democracia” como sinónimo de buen comportamiento y se tilda de “golpistas” y de “fascistas” a quienes se atrevan a manifestar opinión, todo eso a partir de la acción vandálica de unos pocos.

Es una maniobra, por supuesto, pero una maniobra lógica. Los Estados Unidos ya saben que perdieron la hegemonía en Europa a manos de Rusia y ya saben hace dos décadas que China domina en el continente africano, no pueden permitir que su autoridad sea desafiada en América. La maniobra es geopolítica e impacta en nuestro ethos en la forma de una operación de doble hermenéutica, discursiva, en la que “democracia” va a tener un sentido radicalmente opuesto al que alguna vez supo tener. A partir de ahora las expresiones típicas de la democracia, incluida la protesta contra el poder político establecido, serán clasificadas como un “ataque a la democracia”. Ahora hay que obedecer y portarse bien de acuerdo a la voluntad de los dueños del mundo. Ese es el precio de subirse al coro del repudio automático junto a personajes como José Luis Espert, mafias mediáticas como los grupos Clarín y La Nación y ministerios coloniales como la OEA. El binarismo de los buenos y los malos tan típico de Hollywood hizo el truco y estamos a las puertas de una distopía en la que la guerra será la paz, la libertad será la esclavitud y la ignorancia será la fuerza. Y la democracia, por supuesto, será cerrar bien el pico para no ser clasificado como antidemocrático por quienes llevan la narrativa.
“Bolsonarista” es sinónimo de “conspiranoico”, de “cabeza de termo” y de “fanático religioso”, nadie quiere estar en ese lugar. Pero los bolsonaristas reales protestan, rompen todo y son hoy la expresión de la efervescencia social en nuestra región. Son el ejemplo negativo perfecto para evitar esa efervescencia: con tal de no ser un bolsonarista, el biempensante tratará de no hacer nada de lo que hacen aquellos delirantes bolsonaristas. La operación es genial y va a tener éxito colocando toda la rebeldía del lado de los indeseables. Los que cascotearon el Congreso en 2017 para frenar una reforma nociva para el pueblo ahora se horrorizan por la irrupción de unos manifestantes en las sedes del poder político en un país vecino. El poder es poderoso porque tiene la capacidad de definir lo que está bien y lo que está mal en cada momento. El que nomina, domina. Y mucho más cuando el dominado no tiene memoria a corto plazo.