Entre las reales motivaciones de cualquier proceso político y lo que las mayorías entienden de dichas motivaciones hay innumerables capas de espeso humo mediando en esa compresión y casi siempre imposibilitándola. Esa es la manera más sucinta de formular la explicación de por qué las cosas ocurren en la política —y en la guerra, la que en los términos de un Carl von Clausewitz es la continuación de la política por otros medios— y se multiplican las explicaciones subjetivas sobre hechos objetivos cuya interpretación debió ser más bien sencilla. Y no es porque esas capas de humo sean la creación de unas mayorías que se ponen a especular sobre lo que no saben, no hay nada de eso. De haber sido libres los de abajo para observar los movimientos de los de arriba, los civiles no involucrados directamente en la lucha por el poder serían capaces de acercarse muchísimo a la correcta interpretación de los hechos mediante la utilización del sentido común que ya aplican en todos los demás órdenes de su vida cotidiana.
Pero eso no ocurre y a los pueblos no se les permite observar con sentido común los hechos de la política y de la guerra, toda la información baja interpretada por un mediador que interpola en la “noticia” una enorme cantidad de manipulación para evitar que el consumidor final en la cadena informativa entienda lo que realmente pasa. Y como la actual guerra de Ucrania es guerra y es, en consecuencia, política, aquí no podría ser distinta la situación. Las verdaderas motivaciones de la campaña rusa en territorio de un país vecino y en todos los sentidos cercano son invisibles para el que observa el hecho a través de la narrativa del mediador que en su interpolación impide la comprensión: los medios de difusión de las corporaciones occidentales.
Esta primera realidad es lineal y, por ende, de fácil comprensión. El monopolio de la información en Occidente y en las colonias está en manos de corporaciones cuyos intereses están vinculados íntimamente al de las potencias occidentales, que es donde esas corporaciones hacen base. Y resulta que estamos informándonos de una guerra en la que Oriente es el enemigo declarado de Occidente, pero lo hacemos con la propaganda de este último. Es lo equivalente a ir de compras al almacén con el manual del almacenero, como diría Arturo Jauretche, es informarse acerca de un hecho por la versión única y exclusiva de quienes están involucrados directamente e interesados en el hecho. La guerra es en Ucrania, pero entre los contendientes los ucranianos no son más que peones en manos de las grandes potencias occidentales nucleadas en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Es la OTAN quien verdaderamente combate contra esta Rusia que es oriental y se respalda en Oriente. La OTAN es Occidente y de Occidente son las corporaciones mediáticas que nos hacen el relato del partido a jugarse.

Es justamente por eso, porque los medios de comunicación son de las corporaciones, estas son de Occidente y Occidente se organiza militarmente en la OTAN que la propia OTAN no suele aparecer en el origen de la guerra o en la explicación de por qué estalló esa guerra un buen día, como de la nada misma. Todo lineal, como se ve, los unos emparentados con los otros y todos produciendo una narrativa determinada en la que ninguno de ellos aparece jamás en el origen del conflicto. Esa maniobra no es sofisticada, es brusca a todas luces y se vio aun más claramente cuando en los primeros días de la operación militar de Rusia sobre Ucrania, en Occidente y en las colonias se prohibió la difusión de los medios rusos, lo que sería en esto la otra campana o la otra versión de la propaganda de guerra, si lo que se quiere es la ecuanimidad. Aquí no tenemos la oportunidad de escuchar esa otra campana para decidir en base al sentido común quién miente en cada momento. Escuchamos una sola de las dos y la decisión ya viene tomada de antemano, nos la dan masticada para que no tengamos que pensar demasiado.
Ese es un escenario un poco distópico que se asemeja al descrito por George Orwell en su inmortal novela 1984, escenario en el que un Ministerio de la Verdad mediaba en la información única a la que la plebe podía acceder, de modo tal que a la plebe solo se le permitía la opinión única. La división del mundo en tres grandes zonas continentales o subcontinentales y un área en disputa, por lo que en la geografía política ficcional planteada por Orwell Occidente está limitado a las Islas Británicas, a todo el continente americano, a la mitad meridional de África, a Australia y Nueva Zelanda, a las islas del Pacífico y a Papúa Nueva Guinea. Eso es “Oceanía” en la geopolítica orwelliana y los enemigos son “Eurasia” y “Asia Oriental”, cuyas distribuciones no son para nada arbitrarias, como verá el atento lector a continuación. El caso es que en la “Oceanía” de Orwell los civiles no acceden a ninguna información que no esté previamente intervenida por el Ministerio de la Verdad, lo que se ve en la obra como una inmensa y cínica manipulación. En la realidad informativa actual ese esquema se calca prácticamente sin variaciones y aquí en “Oceanía” toda la información sobre este conflicto con “Eurasia” y “Asia Oriental” es única y baja desde el Ministerio de la Verdad que es el sistema mediático privado de las corporaciones. En lo único que pudo haber fallado la predicción de Orwell es en que nuestro Ministerio de la Verdad no es tanto un poder estatal, sino privado y corporativo. En todo lo demás, salvo en la posición actual de Europa, la geopolítica de 1984 terminó realizándose en la actual guerra.

Pero es justamente la posición de Europa la que está en juego, aunque no podamos entenderlo porque nuestro Ministerio de la Verdad corporativo no permite la comprensión del hecho. Al escribir su obra, George Orwell observó con muchísimo sentido común la tendencia de la geopolítica real y llegó de un modo artístico, si se quiere, a la conclusión de que existe el continuum territorial como un factor determinante de la política mundial. Entre todo lo que no nos permiten saber acerca de las motivaciones que subyacen la actual guerra está la explicación de alguien que sabe muchísimo de todo este asunto y cuya opinión difícilmente podría ser objetada, justamente porque viene “de dentro”. En sendas conferencias, el longevo exsecretario de Estado y exconsejero de Seguridad de los Estados Unidos Henry Kissinger puso en términos muy objetivos lo que Orwell había sugerido años antes en el ámbito de la ficción distópica: existe un continuum territorial que, al ser ignorado por la política en la geopolítica, hace estallar la guerra.
Kissinger es un viejo zorro de la geopolítica que supo asesorar al presidente Richard Nixon y también estar involucrado en toda la construcción estratégica del imperialismo estadounidense desde siempre. En el año 2001, ya dedicado a transmitir su experiencia al público interesado, Kissinger decía lo siguiente: “Pienso que la cuestión de la expansión de la OTAN sobre el territorio de las que fueron las repúblicas socialistas soviéticas será uno de los problemas centrales de los próximos años”. Kissinger tenía a la vista la incorporación a la OTAN de Hungría, Polonia y República Checa —que no fueron parte de la URSS, pero sí de la “cortina de hierro” que los soviéticos tenían en Europa oriental— como un preanuncio de lo que vendría. Esos tres países se incorporaron a la alianza guerrera de Occidente en 1999, dos años antes de esa charla de Kissinger en la Biblioteca Richard Nixon. Y efectivamente eso iba a venir “con cola”, como suele decirse, al avanzar la OTAN sobre territorio de la URSS con la incorporación en el año 2004 de Lituania, Letonia y Estonia, además de Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia y Rumania, que también habían sido países del cordón sanitario occidental de la URSS.

Entonces Kissinger veía que Occidente estaba aprovechando la debilidad coyuntural de Rusia para avanzar sobre el territorio que para Rusia siempre fue estratégico y hasta vital en su relación frente a los países occidentales de Europa, comprensión que el anciano asesor decantaría muchos años más tarde, en una exposición ante el Congreso de los Estados Unidos en el año 2018. Allí, Kissinger diría que “históricamente, Ucrania ha sido parte del territorio de Rusia desde el punto de vista de los propios rusos, al menos en los últimos cuatro siglos (…) Personalmente creo que es imprudente intentar incorporar a Ucrania a la OTAN”. Todo esto sirve hoy como testimonio de que venía discutiéndose seriamente en los Estados Unidos el avance de la OTAN hasta las fronteras de Rusia y de que, en la opinión de un sector de la política yanqui ese avance iba a resultar en guerra. “Si la frontera oriental de la OTAN se establece en el límite entre Ucrania y Rusia”, decía Kissinger en el año 2015, “entonces la OTAN estará estacionada a tan solo 200 millas de Stalingrado (hoy Volgogrado) y a 300 millas de Moscú. Y eso, teniendo en cuenta la experiencia histórica de Rusia, es algo que muy difícilmente los rusos podrían aceptar (…) Debemos empezar por un análisis de lo que representa Rusia y luego, por supuesto, de lo que representamos nosotros allí para ver qué se puede hacer al respecto”.
La opinión estratégica de Kissinger es cristalina y manifiesta su absoluta certeza de que el avance progresivo de la OTAN hacia el Este sería entendido en Rusia no como una provocación, sino como una amenaza a la seguridad nacional. Y que eso, lógicamente, no podría resultar en otra cosa que en guerra. Pero en los medios de comunicación de Occidente ese análisis jamás aparece, ninguno de los “analistas” que se dedican a “analizar” las “atrocidades del ejército ruso” en Ucrania explica que en tres décadas Occidente fue avanzando hacia el Este hasta invadir con la OTAN todos los países que, desde el punto de vista de los rusos, son estratégicos para garantizar la seguridad nacional de Rusia. Y que ahora dicho avance iba a culminar al llegar a Ucrania y ubicarse con ello a tiro de piedra de las grandes ciudades en las que la gran mayoría de la población rusa está concentrada. Lo único que hacen estos “analistas” en los medios de Occidente y en las colonias es un microrrelato de las desgracias individuales de la guerra y de los movimientos mínimos de tropas en el terreno, de esta o aquella batalla. Hacen el relato de las jugadas intrascendentes en mitad de cancha y ocultan los goles del partido, ni más ni menos.

Entonces aquí nadie entiende nada, todo es una cosa sin sentido en la que un país arbitrariamente invade el territorio de otro país y allí empieza a morir gente sin ninguna razón. En consecuencia, todos los hipócritas que apoyaron las campañas de expansión imperialista de los Estados Unidos y la OTAN en el mundo o mínimamente callaron frente a esos atropellos pueden ahora gritar que “pobres los ucranianos a los que Rusia está masacrando” para que ese “argumento” literalmente nacido de un repollo sea aceptado por la opinión pública en general como válido. No hay ningún argumento en esas que son auténticas lágrimas de cocodrilo, las vicisitudes del pueblo ucraniano en la actualidad resultan de las decisiones políticas tomadas por los mismos ucranianos y que en su esencia fueron la ignorancia del continuum territorial, el que a su vez es una realidad insoslayable.
¿Qué es eso? Pues el reconocimiento de que en la geopolítica clásica, que se da visiblemente entre Estados por el poder en el territorio, las condiciones geográficas son determinantes. Al imaginarse en 1984 una unidad territorial llamada “Eurasia” que se extiende del extremo oriente ruso hasta las costas de Portugal, poniendo esa unidad territorial bajo una misma autoridad política, lo que Orwell entendió cabalmente fue la existencia de un continuum territorial entre Europa y Asia, esto es, que tanto Europa como Asia son en realidad entelequias destinadas a no durar en el tiempo. Lo que existe allí y está a la vista de cualquier observador es un continente solo, es Eurasia —ahora sí, sin comillas, puesto que ya no está en el ámbito de la ficción— integrado por el hecho incontrastable de que toda esa masa de tierra está en continuidad. Eso es el llamado continuum territorial como realidad determinante de las relaciones políticas a nivel mundial.
Lo que se ve es que las predicciones de Orwell van realizándose de a poco sin las implicaciones ideológicas que el propio Orwell quiso expresar en su obra. Ya no existe el Estado totalitario con partido único gobernante cuyo modelo en la realidad histórica fue la Unión Soviética y tampoco es el Estado quien ejerce el control de la información, sino las corporaciones privadas y apátridas. Pero la distribución geográfica en la geopolítica de 1984 se acerca mucho a la lógica del continuum territorial, que está en la base de las guerras por lo menos desde la modernidad en adelante. Orwell y el sentido común hacen el trabajo de poner en negro sobre blanco la descripción que luego pudo ser plasmada en un mapa de lo que debió ser el mundo si, por ejemplo, los Estados Unidos no hubieran tenido ya en 1945 las bombas atómicas que efectivamente arrojó sobre un Japón derrotado para condicionar a los soviéticos e imponerse.

En esto es importante historizar y hacer el ejercicio contrafáctico no para ver qué pudo haber sido y no fue, sino para saber cómo debió haber sido y se difirió. Nueve días antes de invadir el territorio de Polonia e iniciar con este hecho la II Guerra Mundial en 1939, Hitler envió a su ministro de Relaciones Exteriores Joachim von Ribbentrop en secreto a Moscú para que este firmara con su par soviético, Viacheslav Molotov, el Tratado de no agresión entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o Pacto Ribbentrop-Molotov, por los apellidos de los signatarios en ambas partes. Con este arreglo, Hitler se aseguraba que desde el frente oriental no vendría ninguna sorpresa y así puso en marcha su avance sobre Europa, empezando por Polonia y desde allí al resto del subcontinente. Hitler avanzó sobre toda Europa, ocupó Francia y tuvo a maltraer a Gran Bretaña con su Luftwaffe, esa temida aviación alemana que bombardeó sin misericordia a los británicos entre 1940 y 1941. La Unión Soviética probablemente no se hubiera metido en la conversación si Hitler no hubiera roto el Pacto Ribbentrop-Molotov, pues calculaba que la guerra iba a resultar en la destrucción total de Europa occidental y que Hitler terminaría exhausto por el esfuerzo bélico, escenario en el que Stalin podría finalmente realizar el continuum territorial soviético marchando sobre ruinas hasta las costas atlánticas de Portugal y Francia.
Los Estados Unidos, por su parte, tampoco iban a meterse, pese a los pedidos desesperados de ayuda por parte del primer ministro británico Winston Churchill. En los dos primeros años de guerra entre 1939 y 1941, Franklin Roosevelt estaba convencido de que aquel era un conflicto de Europa del que a los Estados Unidos les convenía mantenerse al margen. Por lo demás, con Francia bajo ocupación nazi y con Gran Bretaña intentando sobrevivir a los bombardeos de la Luftwaffe, Roosevelt realmente no tenía en Europa un aliado al que armar para que este pusiera el cuerpo de un modo no metafórico en el campo de batalla. Era muy intensa la presión del complejo industrial-militar, ansioso por hacer pagar al contribuyente estadounidense la fabricación de armas, pero hasta allí Roosevelt estaba reluctante, quizá precisamente por no tener en el continente un socio dispuesto y capaz de luchar contra Hitler.
Pero Hitler necesitaba alimentos, materias primas y combustibles para sostener el esfuerzo de guerra y lanzó en el verano europeo de 1941 la Operación Barbarroja, invadiendo el territorio soviético a través de Ucrania y rompiendo el Pacto Ribbentrop-Molotov. La Unión Soviética se vio entonces arrastrada a la guerra y ya para diciembre de 1941, con el ataque japonés a Pearl Harbor, le llega la hora a Roosevelt. Ahora la Unión Soviética estaba luchando en el campo de batalla y los Estados Unidos armaron a los soviéticos, quienes pusieron los muertos —alrededor de 27 millones— para ganarle a Hitler. Todo esto en una muy apretada síntesis que no quiere ni mucho menos contar toda la compleja historia de aquella coyuntura, pero sirve para demostrar lo siguiente: que la Unión Soviética ganó la guerra en gran parte gracias al armamento que los Estados Unidos enviaron a Moscú, entró efectivamente a Berlín y plantó su bandera roja en la cima del Reichstag. Lo que hicieron los estadounidenses en Normandía e incluso en la campaña por el norte de África y por Italia fue más para Hollywood que cualquier otra cosa. La guerra no estaba allí.

Al finalizar la guerra, como era esperado, Stalin quiso hacer valer el continuum territorial y quiso quedarse con el control del territorio alemán en su totalidad, lo que naturalmente iba a resultar en la emergencia de la primera superpotencia global al unirse bajo una misma autoridad política la industria de Alemania y los recursos naturales de la Unión Soviética, que eran ingentes y siguen siéndolo porque el territorio sigue allí. Los Estados Unidos iban a quedar relegados al lugar de potencia de segundo orden y sería tan solo una cuestión de poco tiempo hasta que toda Europa cayera bajo el control de Rusia, realizándose así el continuum territorial de Eurasia, más o menos como sugiere Orwell en 1984 y se indica en el sentido común del que observa el territorio representado en un mapa.
Pero los Estados Unidos habían desarrollado la bomba atómica en soledad, solo la tenían ellos y con el propósito de mostrarle a Stalin la novedad la arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki a pocos días de finalizar la Conferencia de Potsdam, en la que entre Occidente y la Unión Soviética se negociaba el futuro de Europa. Stalin no era un tonto y comprendió el mensaje, moderando sus pretensiones. Alemania fue particionada asignándoles a los soviéticos la parte del territorio más pequeña y menos industrializada y Occidente puso allí el freno a la expansión soviética sobre su continuum territorial natural, trabó un proceso que no puede trabarse para siempre. El continuum territorial sigue siendo el mismo y seguirá siéndolo mientras la deriva continental no haga su trabajo geológico, lo que por otra parte tarda millones de años y esos no son los tiempos de la política humana. Europa y Asia siguen siendo el mismo continente, pero los europeos, lejos de aceptar este hecho que resulta de la naturaleza, siguen optando por permanecer como rehenes de una situación muy peligrosa para Europa, que es la de desconocer la cosa material y aferrarse a la ideología.
La OTAN no es otra cosa que la expresión de esa ideología, la del atlantismo como representación fáctica de la idea de Occidente en oposición a un Oriente con Rusia a la cabeza. Esta es una enorme contradicción y la situación sería una gracia, si no fuera trágica. Con el continuum territorial hacia el Este, hacia Rusia y desde allí al resto de Asia, los países de Europa occidental insisten en hacer sus alianzas con una potencia que está muy lejos, literalmente del otro lado del océano, sin continuidad geográfica. Conectada por una masa terrestre con Rusia, los europeos eligen no obstante formar alianzas en lo político, en lo militar, en lo económico y en lo cultural sobre el mar. Sobre el mar y no sobre la tierra firme, un absurdo logístico que está expresado ya en el propio nombre de la alianza, que es un tratado del Atlántico Norte. Y todo eso por un capricho ideológico según el que países como Alemania, Francia, Gran Bretaña y hasta España, Italia y Portugal, los convidados de piedra, se parecen más o están culturalmente más cerca de los Estados Unidos que de una Rusia a la que se desprecia por oriental.

Ese prejuicio ideológico fue reforzado por los Estados Unidos con la implementación del Plan Marshall de reconstrucción de una Europa a la que los mismos estadounidenses habían destruido en la II Guerra Mundial, es cierto. Con el Plan Marshall los Estados Unidos terminaron de “atar la vaca” en Europa, afianzando los lazos sobre el mar para que los europeos le dieran la espalda a su socio natural, que es y siempre fue Rusia. Y una vez logrado eso, fue solo cuestión de esperar hasta el colapso de la Unión Soviética para expandir el territorio de la OTAN sobre los países que los mismísimos Estados Unidos habían reconocido después de la guerra como orientales, esto es, como parte del área de influencia de Rusia. Según los términos del ordenamiento posterior a la II Guerra Mundial, amenaza de bomba atómica mediante, un país como Ucrania estaba para Rusia quizá como México para los Estados Unidos, como la continuidad geográfica natural del enemigo, como un territorio sobre el que no se debe avanzar. Pero después de la caída del Muro de Berlín en 1989 y de la disolución de la Unión Soviética en 1991, Occidente traicionó a los rusos y avanzó efectivamente por todos los países de la llamada “cortina de hierro” y hasta por los países del Báltico, Lituania, Letonia y Estonia, que habían sido directamente parte de la URSS. ¿Cómo esperar que los rusos no hagan nada al respecto, que no haya una guerra como consecuencia de la traición?
Ahora bien, aquí debe haber un grosero error de cálculo por parte de Occidente, más precisamente de las iluminadas cabezas que pululan en el Departamento de Estado, en el Pentágono y en la diplomacia estadounidense de un modo general. Después de 1991 y frente a disolución de la Unión Soviética, a la que erróneamente vio como la muerte de Rusia, Occidente creyó que había llegado la hora de resolver el problema del continuum territorial, pero no integrando Europa a Asia con el reconocimiento de la realidad euroasiática, que es lo que a todas luces debería hacerse para lograr en la región una paz duradera, sino sometiendo a Asia mediante la amenaza permanente a la seguridad nacional de Rusia. Hoy se ve claramente que la idea siempre fue condicionar a los rusos con la presencia de la OTAN sobre toda la frontera occidental, con misiles apuntando desde allí a Moscú, a San Petersburgo, a Volgogrado y a toda la zona donde se concentran 105 de los 143 millones de habitantes del país. La idea de la OTAN al expandirse sobre Europa del Este fue siempre la idea del sitio, la de sitiar a Rusia para que esta empezara a funcionar en la órbita de Alemania, el personero local más fiel de los Estados Unidos en la región. Y eso es un continuum territorial al revés porque va de la periferia al centro.
Eso no puede ser hoy y básicamente por tres razones. La primera y más evidente es la de que desde el cataclismo que fue la disolución del campo socialista en Este, Rusia se ha recuperado hasta llegar a ser otra vez una potencia regional. La segunda razón es que, desde un punto de vista económico, Europa depende mucho más de Rusia que Rusia de Europa o del resto del mundo. Y la tercera es que por el frente oriental hay un nuevo actor dispuesto a modificar el ordenamiento resultante de la II Guerra Mundial, China está de pie y está poco satisfecha con la hegemonía occidental, sobre todo porque el sostenimiento de dicha hegemonía se logra normalmente mediante la desestabilización de países muy ricos en recursos naturales y humanos y, precisamente, porque muchos de estos están en el espacio geográfico estratégico de China.

Las dos primeras razones están emparentadas entre sí. Después de la debacle de los años posteriores a la disolución de la URSS, en los que Rusia fue desgobernada por un agente de los intereses de los Estados Unidos como Boris Yeltsin, en los últimos veinte años la economía rusa viene en ascenso gracias a la paciente estrategia a largo plazo de Vladimir Putin, quien supo ampliar la dependencia de los europeos al gas natural, al petróleo y a los demás recursos de Rusia. Hoy Rusia ha recuperado buena parte de la capacidad militar que supo tener la URSS y ha desarrollado tecnología nueva para hacer la guerra, como los misiles hipersónicos que tienen en vilo a los expertos en Washington, en Londres, en Berlín y en todas partes. Rusia ya es una potencia militar global como lo fue, por ejemplo, en tiempos de Stalin, pero con una diferencia: ahora las armas nucleares no son un monopolio de los estadounidenses y, de hecho, el arsenal atómico ruso es el más grande del planeta. No se lo puede correr a Putin con la misma carta utilizada para correr a Stalin.
La tercera razón es que el continuum territorial euroasiático es de interés primordial de China, esa potencia emergente que ya está desplazando a los Estados Unidos del lugar de primera economía a nivel global. La Ruta de la Seda de la antigüedad y la nueva Ruta de la Seda de los días de hoy son la manifestación práctica y concreta de ese interés que tienen los chinos en una integración territorial desde el extremo Oriente hasta los países de Europa occidental. Y como en todas las guerras alguien termina siendo destruido para luego necesitar ayuda económica en la reconstrucción, es lo lógico proyectar el Plan Marshall del siglo XXI ya no con los Estados Unidos volcando miles de millones de dólares en Europa, sino con los yuanes de China fluyendo en esa dirección, sobre un territorio pacificado y controlado por Rusia. He ahí el nuevo orden mundial multipolar que se insinúa en estos días o más bien ya está instalado y a la espera de un hecho emblemático —un Yalta, un Potsdam, un Bretton Woods, dos bombas atómicas sobre un tercer país ya derrotado, quizá todo eso junto— para anunciarse oficialmente. La nueva Ruta de la Seda de la posguerra en Europa es de Beijing a Berlín, pasando por Moscú y obviando la cuestión del Atlántico Norte como lugar para hacer alianzas de cualquier especie. Es la concreción del continuum territorial fáctico de Eurasia y la ubicación de los Estados Unidos en el lugar de potencia regional, ya sin influencia significativa sobre Europa.
Así vista la cosa, es una obviedad ululante la de que todo esto es sencillamente negocio para China, todo en el mundo actual lo es y esto también tiene que serlo. De hecho, a mediados de febrero la visita de Alberto Fernández a Moscú y a Beijing ocupó demasiado espacio informativo y aquí nadie se enteró de que, en realidad, la reunión clave de esos días previos a la guerra en Ucrania fue entre Serguei Lavrov y Wang Yi, respectivamente los cancilleres de Rusia y China. Lo acordado en dicha reunión es tan secreto como fue lo que acordaron Ribbentrop y Molotov en su momento, debe haber sido un pacto de no agresión y de cooperación económica con el que Putin reunió las fuerzas necesarias y aseguró el frente oriental para poder lanzar la campaña en Ucrania.

La evidencia más fuerte de que ese es el juego está en el comportamiento de los demás países de Oriente. Pakistán, la India, Irán, todos intensificando sus relaciones comerciales con Rusia e ignorando las sanciones que Occidente impuso a este país; Arabia Saudita, un notorio títere de los Estados Unidos que sorpresivamente se niega a sumarse al coro de la condena generalizada (en Occidente) a Moscú; Turquía, dubitativo y ambiguo en sus declaraciones, eso sí, sin cortar las relaciones con Rusia en ningún sentido; Corea del Norte probando formidables cohetes, mientras Japón suplica que le permitan tener armas nucleares para cubrirse de eso al ver que sus protectores, los Estados Unidos, ya no están en condiciones de proteger a nadie en Asia. Y hasta Israel, una isla de Occidente en Medio Oriente, con gran parte de su población de origen ruso, sin dar definiciones concretas. La tendencia en Oriente es clara y no la ven únicamente los que consumen microrrelato lacrimógeno y propaganda de guerra como si se tratara de información.
El continuum territorial es determinante, pero no lo es solo para Eurasia, sino para el mundo entero. Y eso significa que los Estados Unidos van a perder mucho, van a perderlo casi todo. Pero van a rebajarse a la nada despreciable condición de potencia regional en el contexto de un mundo multipolar. Podría decirse que entre Moscú, Beijing y Washington va a estar esa multipolaridad con la participación de otras potencias de segundo orden, todas peleando el ascenso en cada cuestión de la geopolítica. Entonces no es solo una cuestión de integrar Europa a Asia en un reordenamiento, aquí también está el problema de ver cómo van a acomodarse los Estados Unidos en el nuevo escenario. Ahí aparece la Doctrina Monroe de “América para los americanos” que es, en la práctica, lo siguiente: como los países de Europa no pueden desconocer que su continuum territorial es hacia Oriente, hacia Rusia y China en los términos actuales, los países americanos tampoco podemos desconocer que nuestro continuum territorial empieza y termina en los Estados Unidos de América, que por eso mismo se llaman así.

Esa es otra obviedad, la de que una vez caída la hegemonía global unipolar, suprimido el dólar estadounidense como moneda de intercambio universal y habiendo cesado los estadounidenses en su rol de gendarme planetario, es presumible que ya no será aceptable la presencia de portaaviones yanquis en el Mar de China, en el Golfo Pérsico, en el Pacífico y en ninguna parte que no esté en el continuum territorial de los Estados Unidos. Los emergentes sublevados van a exigir la retirada de bases militares, de tropas, de naves y de toda amenaza de guerra hoy estacionada en las inmediaciones de sus territorios, pero esa fuerza bélica no va a desaparecer simplemente del mapa. Esa maquinaria de control y extorsión va a reubicarse paulatinamente y, por supuesto, va a concentrarse a lo largo de todo el continente americano, que esa es la parte que nos toca. El lugar de potencia regional americana para los Estados Unidos es eso mismo, es el restablecimiento con toda la fuerza de la Doctrina Monroe y todas sus consecuencias, entre ellas el recrudecimiento del imperialismo yanqui en estas latitudes. El rol muy activo del embajador Marc Stanley en las últimas semanas —en las que visitó y se hizo frecuentar por toda la clase dirigente argentina, Cristina Fernández incluida— es un indicativo muy fuerte de esa realidad en puerta.
Es probable que eso pase y que los retobados de América tengan que ponerse en caja. Venezuela, Cuba, Nicaragua, países que están en el continuum territorial de los Estados Unidos y tendrán que tomar decisiones teniendo a la vista el ejemplo de Ucrania. Allí se quiso hacer relaciones por fuera del continuum territorial fáctico —Zelenski intentó ignorar a Rusia y caer en brazos de los Estados Unidos mediante la incorporación de Ucrania a la OTAN— y el resultado es conocido. ¿Qué pasará cuando los Estados Unidos, despojados de su autoridad global, reconcentren sus fuerzas en el continente americano para garantizar su posición de potencia regional mediante la reafirmación de su autoridad sobre lo que ellos mismos consideran su patio trasero? ¿Quién se animará aquí a entrar en relaciones con Rusia y China por encima de la voluntad del vecino poderoso? Estas son cuestiones que van a resolverse en los próximos años, esta será la geopolítica de nuestros días. Un nuevo orden mundial está instalado y sus consecuencias estarán visibles todos los días un poco más. Alguien pierde, alguien gana. ¿Qué ganaremos y qué perderemos los que tradicionalmente hemos sido la pelotita con la que los grandes juegan al tenis?