Por orden de la primera ministra británica Margaret Thatcher, el 2 de mayo de 1982 el submarino nuclear Conqueror —que había llegado a la zona de las islas Malvinas junto con el resto de la flota británica y que venía siguiendo desde hacía por lo menos 48 horas a un crucero de la armada argentina, el ARA General Belgrano— disparó tres torpedos, de los que dos dieron en el blanco y provocaron el hundimiento de la nave argentina y la muerte de 323 tripulantes.
El Belgrano era un viejo crucero norteamericano de la Segunda Guerra Mundial, comprado por la Armada Argentina y que se encontraba al momento del ataque por fuera de la zona de exclusión establecida unilateralmente por los británicos, una zona que estos iban violar por orden de Thatcher para avanzar a la siguiente etapa de la guerra.
El ataque al Belgrano y a los dos destructores que lo escoltaban ocurrió alrededor de las 4 de la tarde, produciendo su hundimiento e imposibilitando una salida pacífica al conflicto, pues a consecuencia del mismo la acción de guerra recrudeció y echó por tierra el último intento de una salida diplomática. El hecho no puede ser considerado, por lo tanto, únicamente desde su importancia militar. Es necesario realizar una lectura política e histórica del mismo.
El 1°. de mayo de 1982, apenas veinticuatro horas antes del ataque al Belgrano, el presidente del Perú Fernando Belaúnde Terry había puesto en marcha un último intento por lograr una salida pacífica del conflicto, la que finalmente sería truncada de facto por las autoridades británicas cuando estas decidieron a atacar un buque argentino que navegaba hacia las costas de nuestro país, ya por fuera del escenario designado como zona de batalla.
Hacia fines de abril las negociaciones diplomáticas se encontraban estancadas. El secretario de Estado del presidente Ronald Reagan, Alexander Haig, iba y venía de Londres a Washington tratando de establecer una salida pacífica sin lograr el entusiasmo de Thatcher ni de su ministro de Relaciones Exteriores, Francis Pym. Y en este contexto emergía a inicios de mayo la figura como mediador del presidente peruano, suscitando entonces el apoyo de los Estados Unidos.

La guerra colocaba a Washington en una posición incómoda. Los Estados Unidos eran a la vez mediador y parte por hallarse a favor de la defensa de los intereses de los británicos aliados suyos en la OTAN, pero sobre todo les causaba una molestia imprevista que su “patio trasero” fuese escenario de enfrentamientos armados entre su principal aliado y una de las semicolonias que compartían, en el marco de la guerra fría contra la Unión Soviética.
Es por eso que a punto de darse por concluidas las conversaciones la iniciativa del presidente Belaúnde contó desde un inicio con el visto bueno de Haig, emprendiendo entonces un último intento por restablecer la paz. Pero, además, esta propuesta contó con el aval de la Junta Militar, que había apostado al lanzamiento del Operativo Rosario de recuperación de Malvinas presuponiendo que este significaría apenas una operación relámpago que no costase la vida de un solo ocupante de las islas ni tampoco de las fuerzas británicas de ocupación.
De hecho, el único caído ese 2 de abril fue un combatiente argentino, sin bajas británicas. La idea de la Junta era generar un golpe de efecto y en ese sentido algunas versiones afirman que el objetivo prioritario era forzar a Inglaterra a sentarse a la mesa de negociaciones obligándola a retirarse del archipiélago. Las especulaciones sin embargo resultaron fallidas: Gran Bretaña no solo recogió el guante que Galtieri le arrojó, sino que se dispuso a redoblar la apuesta para sacar el mayor rédito político posible a la guerra.
El 1°. de mayo de 1982 la menos interesada en una salida pacífica era entonces Margaret Thatcher y por eso el hundimiento del General Belgrano no era un hecho militar, sino diplomático y político: hundir el ARA General Belgrano significaba hundir la tratativa de paz. En ese esquema resulta interesante analizar también la actitud de la Armada Argentina, una actitud de mínima poco clara y que finalmente pudo haber sido funcional a la estrategia política de Thatcher en el conflicto.
De acuerdo con Fermín Chávez y Enrique Mansón, “(…) el presidente del Perú Belaúnde Terry era al mismo tiempo un convencido de la unidad latinoamericana, un defensor de la tradicional amistad de su patria por la tierra de San Martín y un hombre de Occidente, es decir, un amigo de los Estados Unidos. Su sincera preocupación por la cercanía de la guerra lo terminó de convencer de que debía dejar de lado lo que le quedaba de sus prejuicios sobre la dictadura argentina”.

Belaúnde no tenía una buena mirada respecto de la Junta Militar, pero después de los enfrentamientos del 1°. de mayo, bautismo de fuego de nuestra fuerza aérea bombardeando a buques de la de la flota británica, se decidió a impulsar una nueva instancia como mediador. Se comunicó entonces con Washington y fue atendido por Haig, entusiasmado este último con la posibilidad de que resucitaran las propuestas de paz. El secretario de Estado le dijo a Belaúnde que hablara con Galtieri. Al respecto afirman Chávez y Mansón: “Los argentinos no serían capaces de desairar al Perú y Belaúnde podía tener éxito donde Haig había fracasado”.
La propuesta de paz consistía en los siguientes puntos: cese inmediato de las hostilidades y retiro de fuerzas de ambas partes; que el gobierno de las islas quedara en manos de terceros países; que Argentina y Gran Bretaña reconocieran la existencia de puntos de vista conflictivos acerca de las islas, con los dos gobiernos teniendo en cuenta los puntos de vista y los intereses de los isleños; que los países integrantes del llamado “grupo de contacto” fuesen Brasil, Perú, Estados Unidos y Alemania Occidental; por fin, que la solución final del conflicto no demorase más allá del 30 de abril de 1983, es decir, un año a partir del inicio de las negociaciones.
Galtieri y su canciller recibieron la propuesta considerándola positiva en la mayor parte de los puntos y por ello el 2 de mayo el presidente le respondió a Belaúnde que estaba dispuesto a negociar aunque primero debía consultar los puntos de acuerdo en una reunión con la Junta, pues las decisiones de gobierno en rigor de verdad recaían en un colegiado de comandantes y no en su presidente. Por lo tanto, este último debía contar con el visto bueno de sus camaradas jerarcas antes de brindar cualquier respuesta afirmativa o negativa determinante.
La reunión estaba prevista para las 19 horas y debía contar con la presencia del propio Galtieri en calidad de comandante en jefe del Ejército, del jefe de la Fuerza Aérea Basilio Lami Dozo y del almirante Jorge Isaac Anaya, a cargo de la Armada Argentina. Galtieri acordó volver a conversar con Belaúnde a las 22, agregando que muy probablemente habría arreglo si no continuaba la hostilidad británica, pues en caso de escalar la violencia los argentinos se verían obligados a responder con mayor violencia. Mientras tanto Alexander Haig intentaba convencer a Francis Pym para que adhiriera a la negociación.

La reunión de la Junta se inició sin la presencia de Anaya, el comandante de la Armada quien, nuevamente de acuerdo con Chávez y Mansón, “llegó a las 19:30 y dijo: ‘La Armada se retira de la negociación. Nos hundieron el Belgrano’”.
El hundimiento tuvo una particularidad: Gran Bretaña había declarado unilateralmente una zona de exclusión de doscientas millas a la redonda alrededor del punto central de las islas. La propia Inglaterra se comprometía así a concentrar dentro de esa zona las operaciones militares, advirtiendo que todo barco o avión que se introdujera allí iba a ser derribado.
El Belgrano había estado en la zona de exclusión apenas cuarenta y ocho horas antes del ataque, pero ya se había empezado a retirar a aguas menos profundas donde la amenaza de los submarinos se reducía. De hecho, ya había salido de la zona de exclusión fijada por Inglaterra cuando la primera ministra dio la orden de destruirlo, hecho que se produjo aproximadamente a las 16 horas de ese 2 de mayo de 1982 en el que se llevaban adelante las negociaciones.
Y en este punto lo que interesa entonces es la actitud de la Armada Argentina, porque a partir del hundimiento del Belgrano tuvo lugar la extraña coincidencia de que el almirante Anaya, comandante de la Armada, decidió emprender una actitud vengativa y patear el tablero de las negociaciones de paz precisamente en el mismo momento en el que en Londres Margaret Thatcher hacía lo propio y provocaba al gobierno argentino violando su propia zona de exclusión y hundiendo la nave.
Parte de esta extraña actitud es recogida en una nota de Juan Bautista “Tata” Yofre, Malvinas: el fin de semana que Thatcher decidió hundir al Belgrano y el memo clasificado con la trágica orden, en la que el autor reconstruye el diálogo que mantuvieron ese fatídico 2 de mayo Galtieri, Lami Dozo y Anaya durante la reunión que mantuvieron posterior al ataque. Allí, Yofre relata que el brigadier Lami Dozo habría inquirido al almirante Anaya, exigiéndole una explicación por el retiro de la flota, a lo que el jefe de la Armada habría respondido que este se debía a un desajuste en los instrumentales. Ante la pregunta de cuándo regresarían las naves argentinas al teatro de operaciones, Anaya habría respondido: “Cuanto antes”.

No obstante, quien parecía haber resultado particularmente ofendido por la muerte de sus marinos alegando que el hundimiento del Belgrano constituía un punto de no retorno, al día siguiente del ataque ordenaba el repliegue de toda la flota argentina desde la zona de exclusión hacia la base General Belgrano, de donde los buques de la Armada Argentina no volverían a zarpar sino hasta el fin de la guerra, el 14 de junio de 1982.
Es decir que el titular de la Armada, quien parecía a punto de salirse de la vaina para vengar la sangre de sus marinos, finalmente adoptó una actitud prescindente, ordenando el repliegue de los barcos y desguarneciendo al Ejército y la Fuerza Aérea que se encontraban en el archipiélago, no sin antes patear el tablero de la negociación en llamativa coincidencia con la primera ministra británica. Así, toda posibilidad de salida pacífica, de cese de las hostilidades se hundió aquel 2 de mayo junto al crucero General Belgrano.
A partir del hundimiento la pregunta que resta responder es si el ataque constituyó un crimen de guerra imputable a Margaret Thatcher. Alrededor de esta cuestión las posiciones están encontradas porque la Armada ha sostenido que el hundimiento no es un crimen, pues atribuirle ese estatus hubiera implicado borrar de los registros la gloria de los combatientes que murieron en una acción bélica y por tanto no habrían sido víctimas de un crimen de guerra. Ese es sin duda un punto de vista atendible, válido, pues no es nuestra intención la de sumarnos a la ola de victimización desmalvinizadora de quienes fueron soldados argentinos combatientes que murieron en actos de servicio.
Pero también es cierto que numerosos familiares de los caídos han promovido que Margaret Thatcher fuese enjuiciada en vida por crímenes de guerra, atendiendo al hecho de que la primera ministra ordenó atacar a una embarcación por fuera de la zona de exclusión que unilateralmente había establecido previamente.
A este respecto resulta interesante el testimonio del veterano Juan Coronel, sobreviviente del ataque, quien en una entrevista remarcó lo siguiente: “Cuando salimos de la zona de exclusión, salimos de la zona de peligro. No se esperaba un ataque de los británicos por fuera de la zona de exclusión que ellos mismos delimitaron. Es por lo que nosotros decimos que es un crimen de guerra, por la forma innecesaria en que lo hundieron. Ellos hunden el barco para hacer la guerra; necesitaban un pretexto para hacer la guerra y nosotros fuimos el pretexto”.

Como complemento de estas declaraciones, otro veterano entrevistado nos dice: “Podemos considerarlo crimen de guerra o no, pero es un acto pérfido. Aunque no fuera considerado por la jurisprudencia internacional como un crimen de guerra es un acto pérfido desde todo punto de vista, en especial si había una iniciativa de paz como la del presidente del Perú Fernando Belaúnde Terry”.
Sea como fuere considerado el acto, entonces, la responsabilidad por el episodio recae necesariamente en Margaret Thatcher porque ha sido la primera ministra quien tomó la decisión de utilizar vidas humanas para favorecer su frágil posición política. De haber prosperado con el visto bueno del gobierno norteamericano una propuesta de paz viable Thatcher se hubiera quedado sin el rédito político de la recuperación militar con la que especuló no bien el gobierno argentino decidió emprender la Operación Rosario.
Para finalizar, vale una mención de otro significado que tuvo Malvinas, pues es sabido que por regla general los conflictos bélicos tienden a dejar aflorar conflictos subyacentes en el juego entre amigos, enemigos y aliados. Por eso resulta fundamental entender que el hundimiento del Belgrano es parte de todo un itinerario histórico, con episodios que se remontan por siglos y han jalonado la historia de toda la hispanidad, primero entre España e Inglaterra y luego entre Argentina y Gran Bretaña.
A través de episodios como las Invasiones Inglesas (1806/1807), la batalla de la Vuelta de Obligado (1845) o la gesta de Malvinas, Argentina toma la posta de la rivalidad histórica entre la hispanidad y el mundo anglosajón lo que queda en evidencia porque la misma élite gobernante británica nos lo manifiesta simbólicamente a gritos. Malvinas, en ese sentido, no es solo Malvinas. Malvinas es mucho más hasta el fondo de la historia.
En ese sentido, el episodio de Malvinas culminó en el año 1998, cuando el exdictador chileno Augusto Pinochet fue detenido en Londres por orden del juez español Baltasar Garzón bajo la imputación de crímenes de lesa humanidad cometidos durante su larga dictadura en Chile. Mientras el gobierno británico en ese momento liderado por el primer ministro laborista Tony Blair analizaba si hacía lugar o no al pedido de extradición de Pinochet a España para ser juzgado allí, aparecía en escena la exprimera ministra Margaret Thatcher, por entonces bajo el título nobiliario de baronesa.

Una exprimera ministra visitaba entonces a un exdictador sudamericano detenido, declarando además que Pinochet era amigo de Inglaterra y que sin su ayuda Inglaterra no hubiera podido resultar vencedora en la guerra de Malvinas. Pero aquí el dato curioso es que en esa oportunidad Thatcher le entregó en regalo a Pinochet una bandeja en cerámica y plata conmemorativa de la derrota de la Armada Invencible española, aquella flota con la que el monarca español Felipe II quiso invadir Inglaterra en 1588.
Thatcher elige obsequiarle a Pinochet entonces un símbolo del triunfo del mundo anglosajón por sobre toda la hispanidad derrotada finalmente en Malvinas, como el amo que reconoce los servicios del esclavo y lo acaricia en un momento de dificultad. El enemigo lo ha tenido siempre bien claro: Malvinas constituía la emergente de una lucha de siglos entre dos modelos culturales. Y es por ello que Margaret Thatcher se vio en la obligación de hundir al Belgrano, porque sin ese ataque injustificado que acotara el conflicto a un asunto entre argentinos y británicos corría el riesgo de que la guerra se continentalizara y así, de un día para el otro por un hecho bélico, renaciera la idea de una patria grande sudamericana.
No resulta para nada casual entonces que los británicos hayan escogido el 12 de octubre de 1982 para realizar el desfile de la victoria por haber vencido a los argentinos en Malvinas. El 12 de octubre, nada menos que el Día de la Hispanidad.
Es que el escupitajo por haber vencido a los argentinos los británicos no se lo propinaban solo a la Argentina, sino a todo un ámbito cultural continental y con raíces en el viejo continente. El enemigo es plenamente consciente de la totalidad del significado de esta gesta en la historia y se regodea aún hoy en su victoria. ¿Lo seremos nosotros también?