Estamos atravesando una época única en la que cualquier disidencia al relato hegemónico le vale al díscolo la acusación de “conspiranoico”.
“Conspiranoico” es un neologismo que se usa como adjetivo calificativo despectivo, contracción de “conspiración” y “paranoico”. En el habla coloquial, paranoico es el que se persigue solo, ante una amenaza que puede ser real o imaginaria, pero sobre todo cuando o es imaginaria o de existir, en el plano de la realidad no significa amenaza alguna para el sujeto. El conspiranoico, entonces, sería una persona insegura que siente constantemente la amenaza de una serie de enemigos que la están persiguiendo, sobre todo si ese enemigo es una corporación o una serie de corporaciones cuyo interés sería aniquilar a la especie humana o dominarla.
Para el común de la sociedad, entonces, el conspiranoico cree que existe una red de conspiraciones imaginarias y que gobiernan el mundo. Por lo tanto, el epíteto “conspiranoico” resulta siendo la salvaguarda perfecta del sistema de gobernanza que impera sobre el mundo globalizado en la actualidad.
Hace algunos días una servidora veía la primera parte de la cuarta entrega de la saga de películas de ciencia ficción Matrix: Resurrecciones, a pesar de no haber visto ninguna de las tres entregas anteriores y aunque a esta altura de la historia difícilmente pueda uno encontrarse con un exponente de su generación que no tenga una vaga idea acerca de qué se trata el argumento de la saga.
Más o menos todos conocemos la historia general, pero en la cuarta entrega lo que llama particularmente la atención y más tomando en cuenta los mecanismos básicos de funcionamiento de la ingeniería del lenguaje —como, por ejemplo, la utilización del primado negativo— fue que se nos muestre cómo el poder logra, banalizando ciertas realidades, negarlas. Así, la realidad que se quiere ocultar se muestra, pero ridiculizada. Y de ese modo se la diluye y se le hace creer al público que de hecho es ficción, materia de los delirios de los “conspiranoicos”.
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