En casi ocho meses de desgobierno en favor de los tiburones del mercado financiero y de las élites globales sionistas, Javier Milei no ha hecho más que destrozar la economía de las familias empujando a las mayorías populares hacia un estado de pobreza que no se vio ni siquiera durante los peores momentos de los regímenes de Mauricio Macri y Alberto Fernández. Milei no pudo derrotar a la inflación pese al brutal ajuste que viene imponiendo desde que asumió la presidencia el pasado 10 de diciembre. En los últimos ocho meses los bancos y las corporaciones han ganado como nunca en un país donde históricamente ganaron siempre, mientras la generalidad del pueblo hoy elige entre comer, pagar las cuentas o medicarse. Y aun así, aun frente a semejante masacre, Milei sigue firme sin dar señales de que vaya a claudicar en el corto plazo.
Y la pregunta es por qué. ¿Por qué habiendo hecho una gestión económica tan nefasta para la mayoría de los que votan y supuestamente eligen con dicho voto a sus representantes Milei sigue firme “como rulo ‘e estatua” y además presumiendo de ser el gran reformador de un Estado enfermo? La repuesta a este cuestionamiento es relativamente sencilla y se explica con ideología. Es la ideología entendida como la reivindicación en la política de todo lo que no tiene que ver con la cuestión de pesos y centavos, que es la economía, lo que sostiene a Milei más allá de los espantosos resultados que todos pueden ver en el cotidiano. Milei se agarra de unas demandas más bien simbólicas para tapar el bache de su no representación de los intereses concretos de las mayorías para seguir.
Eso equivale a decir que Milei representa los intereses abstractos de las mayorías populares y con eso le alcanza. Esos intereses abstractos son la necesidad que tienen los pueblos de ver representadas sus opiniones en la política más allá de la economía, es un aspecto simbólico de la política que el materialismo históricamente despreció, aunque no es despreciable para nada a la hora de medirle la temperatura a la opinión pública. Lo simbólico en la política corresponde a la percepción del elector de que su opinión sobre temas varios de la organización social está representada en el Estado, es decir, a la percepción siempre subjetiva de que el discurso de los dirigentes concuerda con el sentido común de un momento. Nada de eso tiene que ver con la economía y es menos importante que la economía, pero a veces puede ser suficiente para disimular un fracaso económico e incluso una masacre.

Milei no nace de un repollo, no es un “outsider” que aparece de la nada a ganar las elecciones y a gobernar, eso no existe. Milei es un producto de la política argentina, es un personaje que los dirigentes de todos los sectores crearon adrede con alguna finalidad seguramente económica. Milei viene a hacer algo, a imponer algún proyecto que la política argentina considera necesario, pero no se anima a imponerlo ella misma por no estar dispuesta a pagar los costos. A Milei lo crearon en laboratorio: primero lo expusieron como panelista en un programa de televisión del canal de Vila y Manzano, luego lo elevaron a personaje de culto en las redes sociales y finalmente lo postularon primero a una banca de diputado y luego a presidente para que ganara las elecciones. He ahí la hipótesis del pacto hegemónico que en las páginas de esta Revista Hegemonía ha sido ya abundantemente expuesta en los últimos meses.
Una de las condiciones necesarias para el ascenso de Milei fue el fracaso de quienes Milei señalaba como sus antagonistas y ese fracaso llegó de la mano de Alberto Fernández, quien en cuatro años consumió el poco capital político que le quedaba al kirchnerismo cristinista haciendo un gobierno de angustia para las mayorías. Lo hizo con la chequera de ese kirchnerismo cristinista pues había ganado las elecciones con esos votos, es decir, lo hizo con la finalidad de implicar a ese sector de la política en un fracaso. Y lo logró, evidentemente: el régimen de Alberto Fernández fue tan malo que sus resultados hundieron en el descrédito a quienes Milei señalaba como sus enemigos, los enterró quizá para siempre y, además, pavimentó el camino para que Milei ganara las elecciones de 2023 por descarte.

Por descarte, eso sí. Más allá de una pequeña minoría de militantes a los que no les interesa ponderar a los candidatos pues ya tienen posición fijada por su propia militancia, la mayoría de los electores votó en 2023 a Javier Milei simplemente porque la alternativa a Milei había fracasado. Las encuestas de opinión de la época indican que la mayoría no votó a Milei creyendo que se trataba de un buen candidato, sino del menos peor en la pobre oferta electoral. Patricia Bullrich representaba el fracaso del macrismo y Sergio Massa, por su parte, representaba el fracaso del albertismo. Solo Milei tenía la propiedad de ser lo nuevo, de ser el que nunca había gobernado y por lo tanto no cargaba con un fracaso a cuestas. Así de prosaica fue la cosa en las elecciones del 2023 y la conclusión, también prosaica, es que el triunfo de Milei es el resultado lógico del fracaso de sus oponentes.
Entonces Alberto Fernández hizo a Milei al desgobernar en cuatro años con ningún proyecto político improvisando la angustia para las mayorías. De haber hecho un gobierno no ya bueno, sino mediocre, Fernández habría sido el candidato natural a la reelección y habría ganado las elecciones sin mayores inconvenientes. Pero ni eso. Fernández quedó identificado como la cara visible de un naufragio y así allanó el camino para que viniera Milei, lo que en las categorías de la hipótesis del pacto hegemónico no es ningún accidente: Fernández estuvo los cuatro años de su mandato haciendo lo que se llama la “plancha”, se dejó estar ahí adrede para ocasionar un desastre económico y social precisamente para que venga Milei y haga todo aquello que ni el kirchnerismo cristinista ni el macrismo se animaban a hacer por miedo al costo político implicado.

La cosa no termina ahí, porque Alberto Fernández no solo construye el triunfo de Milei y es el principal responsable —junto a sus cómplices del “progresismo” liberal que se hacen llamar “peronistas” para disimular— del ascenso de Milei, sino que sigue siendo hasta los días de hoy el garante de la continuidad del régimen mileísta. Inepto para todo con lo que tenga que ver con la administración económica del país, el albertismo se dedicó en cuatro años a vender humo simbólico, primero estirando la contingencia del coronavirus para disimular su ineptitud congelando al país en una situación de virtual parálisis y luego, cuando el coronavirus ya no pudo estirarse, con la ideología de género. Sin plan económico para resolver el problema que Macri había dejado y sin voluntad política ni siquiera para castigar a los macristas que habían dejado la bomba, Fernández se dedicó a hacer una gestión de lo simbólico con puro humo.
Pero no con humo inocuo, sino con un tipo de humo tóxico que tiene sus consecuencias en el mediano y en el largo plazo. Por un lado, al “ponerse la gorra” durante la cuarentena castigando al ciudadano de a pie que tenía la necesidad de circular para buscarse la subsistencia, Alberto Fernández se identificó solito como un autoritario y prendió la llama de la “libertad” entendida en un sentido liberal, que es la base del discurso de Milei. Toda la prédica libertaria en Argentina tiene su origen ahí, en Milei convocando a todos los que se sintieron oprimidos por el “Estado presente” durante esa nefasta contingencia que fue el coronavirus. Alberto Fernández logró con eso asociar la presencia del Estado con la represión, instaló esa presencia en su aspecto negativo del Estado que reprime en vez de amparar. El que no podía salir a trabajar mientras veía a Alberto Fernández decir en cadena nacional que “el Estado te cuida” fue condicionado allí para recibir la prédica libertaria de Milei como eso mismo, como una liberación.
Al producirse la operación especial de Rusia en Ucrania a principios de 2022 los medios debieron dejar de hablar de virus para hablar de bombas y eso inviabilizó el sostenimiento de las restricciones, el coronavirus en la forma de pretexto terminó mágicamente en ese momento. Y en consecuencia el albertismo debió empezar a vender otro humo, porque no había venido a gobernar ni a resolver ningún problema, sino a chocarla adrede para que venga Milei. Ese humo para la segunda mitad del régimen albertista fue la ideología de género. Para cada desgracia económica y social de las que se producían a diario, el régimen de Alberto Fernández hacía el anuncio de una nueva “política de género” como respuesta. ¿No alcanzaba el salario para llegar dignamente a fin de mes? Bancos rojos contra la violencia machista y DNI no binario. ¿La inflación seguía escalando fuera de control? Lenguaje inclusivo y penes de madera. Y así hasta el infinito.

Ahí el albertismo logró la segunda asociación forzada. Después de asociar el Estado con la represión, Fernández asoció la ideología de género con la degeneración y con la demagogia utilizada por el régimen como distracción. Las masas populares son tontas, pero no tanto y con la ayuda de los medios suele asociar unas cosas con las otras para llegar a conclusiones. Al ver que a la angustiante situación económica el Estado daba como respuesta “políticas de género”, el sentido común llegó a la conclusión de que en ese humo estaba el mal. Alberto Fernández pudrió al sentido común todos los días con la reivindicación discursiva de esta o aquella minoría por criterios de sexo, percepción subjetiva y orientación sexual, todo el régimen albertista fue luego de febrero de 2022 una insufrible narrativa sobre quién se acuesta con quién y sobre qué tiene cada uno entre las piernas, criterios que además se utilizaron para decretar quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos.
Para disimular su fracaso político y económico programado, el régimen de Alberto Fernández impuso la guerra de los sexos entre varones y mujeres, entre heterosexuales y homosexuales, entre la mayoría y la minoría ya no por criterios económicos, sino por criterios de sexo. Y ubicó a los varones heterosexuales en el lugar del victimario “por las dudas” (Fernández instaló el juicio sumario en casos de género, el mismo juicio que ahora lo arrolla a él, dicho sea de paso) y a los demás en el lugar de la víctima, aunque no hubiera ningún delito. Se calcó aquí el “wokismo” de los yanquis como modo de diversión para la opinión pública y el resultado fue una fragmentación social y política nunca vista en la Argentina. Ahora vivimos en un todos contra todos permanente en el que nadie puede ponerse de acuerdo en nada y, en consecuencia, nadie puede construir políticamente para superar y desplazar a Milei.

En el mediano plazo el efecto de la importación del “wokismo” yanqui a una sociedad como la nuestra, que es muy distinta a la de los Estados Unidos, es el triunfo del discurso opuesto, a saberlo, el que se presenta como un discurso conservador y es el que Milei hace demagógicamente. El pueblo argentino es hispano y es culturalmente católico, no tolera las barbaridades que consumen los bárbaros de Estados Unidos y Europa occidental. Milei supo leer bien el estado de la opinión pública, con sus asesores hizo una lectura sociológica de la cuestión y llegó a la lógica conclusión de que la ideología de género aquí es y siempre será una cosa de minorías urbanas sobreideologizadas y bien alimentadas, de los que tienen sus cabecitas en Francia, en Inglaterra y en los Estados Unidos, nunca un asunto que convoca a las mayorías populares. El pueblo argentino es conservador en ese sentido, no quiso nunca la lucha de clases y no quiere ahora la guerra de los sexos. La mayoría del pueblo argentino no es permeable al discurso de la izquierda.
Alberto Fernández exacerbó el discurso de la izquierda dicha “progresista”, pudrió al sentido común y no solo le dio el triunfo a Milei, sino que además lo sigue sosteniendo hasta los días de hoy por la simple razón de que las mayorías, aun a sabiendas de que Milei es malo para el bolsillo, no quieren ver ni en figurita a los “progresistas” del régimen anterior. Al fin y al cabo, véase bien, malos para el bolsillo también lo fueron Macri y el mismísimo Fernández, lo económico dejó de ser un criterio político a partir del momento en el que ninguno de los sectores en pugna pudo ofrecer un proyecto político conveniente a los intereses del pueblo. Con Milei se vive mal, es cierto, pero igual de mal se vivía con Macri y con Fernández. ¿Cuál sería la razón por la que el pueblo va a movilizarse para echar a Milei, si al menos con Milei no impera la ideología de género?

“Vivimos como los perros”, dirá la mayoría silenciosa. “Pero al menos ahora no nos meten un anuncio de la inauguración de un banco rojo todos los días, el anuncio de la adquisición de penes de madera para las escuelas o de la obligatoriedad de un lenguaje inclusivo que nadie pidió ni nadie entiende”. Esto es lo que se les escapa tanto a los macristas como a los kirchneristas cristinistas, es el hecho de que ya no van a poder interpelar al pueblo con un discurso sobre la economía porque el pueblo no les cree. Tampoco le cree a Milei, ya sabe que Milei todo lo destruye e impone el hambre. A su prosaica manera, las mayorías populares ya entendieron que toda la política argentina se puso de acuerdo en la destrucción de la economía nacional y en empujar a la pobreza al pueblo, no hay ahí ningún criterio de elección. Lo único que quedó fue lo simbólico y en eso Milei representa mejor la opinión de las mayorías.
Milei lo hace demagógicamente, por supuesto. Milei es un liberal y, como todo liberal, es igual de degenerado que los “progresistas”, que también son liberales. Milei no es ningún conservador de los valores de las mayorías populares en Argentina, pero simula serlo a sabiendas de que esa simulación es lo único que tiene hoy para agarrarse y no caer en desgracia. Milei existe porque sus antecesores hicieron todo lo que estaba a su alcance para quedar asociados con aquello que el pueblo no quiere y además no hicieron nada para evitar el descalabro económico que se lleva puesta la calidad de vida del pueblo en su mayoría. Milei está agarrado de la nefasta herencia dejada por Macri y por Fernández y por eso no cae aunque lleve a cabo esta masacre económica contra la Argentina. El establishment político la jugó de maravilla en esta: puso al títere que le servirá de chivo expiatorio y además sentó de antemano las condiciones simbólicas para que el títere se sostenga allí todo el tiempo que sea necesario para el cumplimiento de la misión.
El error, finalmente y en esencia, está en no comprender que en este tongo hegemónico hay mucho más consenso que oposición entre el macrismo, el kirchnerismo cristinista y el mileísmo. Hay algo que el establishment político argentino necesita hacer, quizá por exigencia neocolonial de quienes realmente mandan en un mundo cambiante. Hay algo que el establishment político necesita hacer sin pagar los costos de hacerlo y por eso Milei existe, subsiste agarrado de puro humo y en la conciencia de que en tierra de ciegos el tuerto es rey.