No es un error poco frecuente para el sentido común el de asociar automáticamente la idea de democracia con un sistema de gobierno republicano y representativo que implique necesariamente la celebración periódica de comicios “transparentes” para la elección de autoridades nacionales o distritales, ejecutivas o legislativas. Ante la imposibilidad de realizarse las elecciones directas a mano alzada que determinen la voluntad del pueblo como otrora se hiciera en la vieja ecclesía ateniense, la política parecería representar en la actualidad la eterna pugna por el poder en el Estado, derivado este último necesariamente de la realización de elecciones libres sin cuidado del interés nacional.
Y la repetición del adverbio no es casual ni caprichosa, el énfasis en la necesariedad de la práctica del sufragio es precisamente el origen de ese error, pues sugiere que no puede haber una democracia que no se sustente en la realización de elecciones periódicas con competencia de partidos políticos. En esa misma línea, se caracteriza prima facie como antidemocráticos a los regímenes de partido único o a las monarquías absolutistas, entendiendo a la democracia como el sistema de gobierno ideal y por democracia ―he ahí la trampa semántica del asunto― una vez más a la realización de elecciones libres en el contexto de un sistema republicano representativo.
El problema es que al asimilarse una cosa con la otra se pierde de vista el sentido de la una y de la otra, eliminando del concepto su sentido etimológico, esto es, original y por lo tanto más estricto. Democracia en un sentido literal y etimológico es un gobierno del pueblo, lo que en la época de la asamblea ateniense podía entenderse como el respeto a la voluntad de aquellos habitantes de la polis ―la ciudad-estado― que se consideraban ciudadanos, sujetos plenos de derecho. Esa voluntad se expresaba de manera directa en la ecclesía, a mano alzada, por lo que resultaba inapelable.
En la actualidad, no obstante, el ejercicio de la voluntad popular a la manera ateniense resulta naturalmente imposibilitado por el crecimiento no solo de las unidades políticas en un sentido territorial, geográfico, sino por la explosión demográfica que tuvo lugar a lo largo de los últimos dos milenios y medio, lo que amerita una redefinición del concepto de democracia para adecuarlo a la realidad de las sociedades actuales.

Está claro que un sistema plebiscitario en el que cada una de las decisiones de gobierno deba ser auditada por el pueblo en su conjunto a través de la celebración de elecciones directas resulta impracticable por su costo de mantenimiento y su lentitud, en el contexto de Estados nacionales de millones de kilómetros cuadrados de extensión y poblaciones que se cuentan por decenas y centenares de millones. De ahí el surgimiento de regímenes representativos en los que se supone que la voluntad popular se expresa a través de la praxis de una “clase política” que funge como representante del pueblo en una asamblea legislativa y en los cargos ejecutivos de gobierno.
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