Deudas y fracasos constitucionales

En la estela del Consenso de Washington y como consecuencia del Pacto de Olivos al que llegaron Carlos Menem y Raúl Alfonsín con la finalidad de imponer los lineamientos de la nueva política unipolar de los Estados Unidos, la Argentina se dio en 1994 una Constitución plagada de errores y horrores que hoy, a tres décadas de su promulgación, presenta consecuencias nefastas para el conjunto del pueblo y para el interés nacional. El mote de “estatuto legal del coloniaje” aplica con justicia para la Constitución de 1994, aunque nadie se acuerda de reclamar la restauración de la de 1949 o por lo menos elaborar una nueva más acorde a los tiempos actuales. Todo, como siempre, en perjuicio del pueblo-nación y por lo general a sus espaldas.
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El 25 de mayo de 1994 iniciaba sus sesiones la Convención Reformadora cuya labor se extendió durante casi tres meses en las ciudades de Santa Fe y Paraná y cuyo propósito fue el de llevar adelante la última reforma de nuestra Constitución Nacional, la que estaría vigente hasta nuestros días. A treinta años de aquellos acontecimientos, resulta apropiado hacer un balance que incluya necesariamente destacar algunos cambios introducidos en la reforma y que o bien no dieron los resultados esperados o bien resultaron opuestos a las expectativas entonces generadas a la opinión pública.

Pero antes de proceder al análisis de la Constitución de 1994 propiamente dicha, conviene realizar un brevísimo repaso histórico de la situación a fines de no perder de vista que también en materia de sanción y de reformas constitucionales a lo largo de nuestra historia como nación independiente ha sido posible distinguir dos líneas de pensamiento antagónicas que hunden sus raíces en el siglo XIX. Unitarios y federales defendían interpretaciones opuestas acerca del modelo de país y de sociedad a adoptar por nuestra joven nación. Y el molde constitucional no fue la excepción en ese enfrentamiento.

El unitarismo encarnado en la figura de Bernardino Rivadavia fue el promotor del texto de 1826, que se ganó rápidamente un rechazo de plano por parte de los gobernadores. Pero el problema de fondo, que ha sido reducido por muchos historiadores de cuño liberal/mitrista a la cuestión del trato que el texto dispensaba a las provincias en tanto que instituciones anteriores a la nación, al rol de los gobernadores o incluso a la cuestión de la Capital, era mucho más profundo. El defecto de origen del unitarismo, por el que este se ganó el desprecio de las provincias, radicaba en la tendencia casi obsesiva a copiar textos extranjeros, con particular predilección por determinados autores europeos sobre todo de origen francés, sin mayor cuidado en ver si las ideas propuestas por la intelectualidad iluminista respondían a la realidad concreta, social, política y económica de la floreciente Argentina en los albores de su historia.

El pleno de la Asamblea Nacional Constituyente aquí reunido con Eduardo Menem (presidente de la Asamblea y hermano del entonces presidente Carlos Menem) y Raúl Alfonsín en primera fila, Néstor Kirchner y Adolfo Rodríguez Saá justo detrás, entre muchas otras figuras de la política de la época que serían protagonistas aún durante muchos años después de producir la nueva Constitución. En el caso de los Menem, si bien hoy no están ni Carlos ni Eduardo, está el hijo de este presidiendo justamente la Cámara de Diputados en la actualidad. El mileísmo habla de la “casta” tan solo para seguir reproduciéndola, como se ve.

Tras la derrota del unitarismo, una a una las provincias fueron adhiriendo a las cláusulas del Pacto Federal firmado el 4 de enero de 1831 por los representantes de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, dándose inicio a la experiencia de la Confederación Argentina. Con respecto a este pacto, resulta interesante la opinión de Adolfo Saldías en Historia de la Confederación Argentina. Rosas y su época, quien allí afirma: “Más que un tratado de unión y alianza para objetos inmediatos, este pacto era una verdadera constitución bosquejada a grandes rasgos. Si no llenaba las exigencias de legisladores retóricos y formalistas como los que elaboraban antes y después del año 1831 las constituciones de Francia, las cuales se sucedían como hipérboles más o menos brillantes, tenía cuanto menos en su abono el ejemplo de Inglaterra, que es la nación más libre, con ser que se limitó a conservar las declaraciones de la magna carta y a ampliarlas en razón de sus necesidades sucesivas”.

De manera tal que podemos observar allí plasmadas en la letra de esos dos documentos dos formas distintas de entender el proceso constitucional y el significado del texto en sí. Que por su parte se corresponden con dos formas antagónicas de ver el mundo y entender la organización del país, la de los unitarios y los federales. El unitarismo, como siempre, demostrándose proclive a copiar y pegar modelos preferentemente europeos, sin considerar su aplicabilidad a nuestra realidad criolla. El federalismo, por sentido histórico y pragmatismo, enfocado en buscar el texto constitucional que mejor se adaptara a nuestras tradiciones e idiosincrasia, importando modelos si fuera necesario el caso, pero con obvias adaptaciones destinadas a adecuarse a la realidad y sobre todo a las demandas de la realidad vernácula.

Pero de regreso a la reforma constitucional de 1994, analicemos las posturas de los dos partidos políticos que hegemonizaban la vida política en esa etapa, la Unión Cívica Radical liderada por el expresidente Raúl Alfonsín y el Partido Justicialista conducido por el entonces presidente Carlos Menem. Por sus raíces históricas, era previsible que el radicalismo actuara consciente o inconscientemente como continuador del viejo unitarismo, pues su tradición lo dictaba así, con la honrosa excepción de Hipólito Yrigoyen quien, junto con Leandro Alem, supieron otorgar a su partido una impronta más nacionalista y popular. En cambio, el justicialismo que de acuerdo con su tradición bien podría haber representado la continuidad de aquella línea histórica sintetizada en las figuras de San Martín, Rosas y Perón, no supo, no quiso o no pudo ocupar el sitial que le hubiera correspondido como heredero del federalismo y accedió a facilitar la introducción dentro del articulado de cuestiones que hoy, a la luz de sus resultados, podemos caracterizar como errores o de mínima concesiones innecesarias. Veamos algunas de ellas.

Al compás del Consenso de Washington resultante de la disolución del bloque socialista en el Este y el establecimiento de la hegemonía unipolar de los Estados Unidos, el Pacto de Olivos fue el antecedente más importante de la Constitución de 1994. En dicho Pacto, el justicialismo conducido por Carlos Menem y el radicalismo con Raúl Alfonsín a la cabeza convinieron seguir los lineamientos impuestos desde Washington en la factura de la nueva Constitución y esta, en consecuencia, se produjo a medida de los intereses estadounidenses en nuestro país. Es por eso que no deja de ser justo calificar como un estatuto legal del coloniaje esa Constitución.

Se lee en el artículo 38 de la Constitución de 1994: “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático. El Estado contribuye al sostenimiento económico de sus actividades y de la capacitación de sus dirigentes”. Si bien es cierto que la letra del texto no dispone que las estructuras político partidarias tengan la exclusividad de la representación ciudadana, la caracterización con jerarquía constitucional que se hace bajo la alusión a “instituciones fundamentales del sistema democrático”, sumada a la financiación pública de sus actividades, coloca a los partidos en un sitial de exclusividad en la representación, carácter que fue señalado por algunos convencionales durante el debate.

Además, en su momento algunas voces criticaron la referencia a “la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos” en el sentido de que si esta se entendía como exclusiva y excluyente, impedía por tanto la presentación de candidaturas independientes de estructuras partidarias, concediendo en los hechos un monopolio de la representatividad política a los partidos políticos.

A la luz de la realidad actual de la política argentina, lo cierto es que en la práctica ese monopolio de la representatividad política terminó realizándose en la medida en que no solo la promoción de una candidatura independiente por parte de un ciudadano para cualquier cargo electivo, sino también la formación en cumplimiento de todos y cada uno de los requisitos exigidos para formalizar ante la justicia electoral la creación de un nuevo partido político resultan siendo tareas virtualmente imposibles para la mayoría de los interesados. Como resultado, la aplicación de la Carta Magna tal cual quedó a partir de la reforma en lugar de fomentar la participación ciudadana, la desalienta, contribuyendo a ese ideario de la política como actividad propia de una “casta” de privilegiados, noción por otra parte tan citada y en boga en la actualidad.

Con Leandro Alem primero y luego con Hipólito Yrigoyen, la Unión Cívica Radical tuvo sus excepcionales etapas de orientación genuinamente nacionalista y popular. Pero al advenir el General Perón la UCR enderezó por la senda antipopular y llegó a la Asamblea Nacional Constituyente de 1994 como la heredera histórica por antonomasia del unitarismo. Esa degeneración jamás pudo revertirse y hoy la UCR es un expartido político en actividad, pues no sabe a quién representa y es usada tanto para un barrido como para un fregado por el poder fáctico en sus tropelías.

A lo largo de la campaña política y mediática que precedió a la convocatoria a una convención constituyente, ambas novedades habían sido promovidas para elegir convencionales bajo la alusión a “formas de democracia semidirecta” y se plasmaron en los artículos 39 y 40. El primero establece que “Los ciudadanos tienen el derecho de iniciativa para presentar proyectos de ley en la Cámara de Diputados. El Congreso deberá darles expreso tratamiento dentro del término de doce meses”. El segundo afirma: “El Congreso, a iniciativa de la Cámara de Diputados, podrá someter a consulta popular un proyecto de ley”.

Lo cierto es que, treinta años después de la introducción de la figura de la consulta popular en el texto de la carta fundamental, jamás se convocó al pueblo de la nación para escuchar de modo más claro su opinión en temas puntuales. Más allá de posibles buenas intenciones pretéritas, el articulado devino letra muerta asimilándose su existencia a la frase que identifica al más rancio despotismo ilustrado del siglo XVIII: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”.

Este aborrecimiento respecto de la genuina participación ciudadana en cuestiones políticas de interés general resulta quizás solo entendible entre quienes dicen ser “representantes” en el sentido del artículo 22 y atendiendo a la partidocracia que describíamos más arriba, resultado práctico de haberles otorgado a los partidos políticos el virtual monopolio de la representación popular. Lo innegable es que en relación con temas sensibles y que constituyen una divisoria de aguas en la sociedad argentina, la política ha sabido actuar a lo largo de los últimos 30 años como una verdadera corporación en sí misma, aislada de las mayorías populares a cuya representación apelan como fuente de poder.

De acuerdo con el texto frío de la Constitución de 1994 la ciudadanía puede peticionar e incluso presentar proyectos de ley ante el Congreso, aunque nada de eso ocurre y en la práctica es entre las paredes del recinto donde los representantes lo hacen todo, muchas veces a espaldas de los representados. Este es el resultado final del otorgamiento a los partidos políticos del monopolio de la representación popular: la conformación de lo que los mileístas llaman “casta” sin comprender muy bien que en realidad hablan de un establishment perfectamente legalizado.

Esto se vio de manifiesto por ejemplo a lo largo del debate por la legalización del aborto, el que culminó con la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo aprobada entre gallos y medianoche en diciembre de 2020, durante el gobierno del expresidente Alberto Fernández. De haberse sometido el asunto a consulta popular, muy probablemente esta hubiera culminado en resultados muy distintos a los que arrojó finalmente la votación por parte de los legisladores en el Congreso de la Nación. O por lo menos podemos afirmar que no existió en ningún momento la certeza de un apoyo contundente y unívoco por parte del pueblo a la sanción de dicha ley, puesto que las encuestas demostraban una propensión a la negativa que los propios “representantes” del pueblo en el recinto no terminaron de representar.

A partir de 1994 el presidente y vicepresidente de la Nación son elegidos en forma directa por el pueblo, eliminándose el viejo sistema de colegios electorales aún vigente en los Estados Unidos, de donde se tomó el modelo para la Constitución de 1853. No es del interés de este texto enumerar ahora las ventajas que un sistema de elección directa supone, por las que se bregó durante buena parte del siglo XX en favor de una reforma como la que aquí comentamos.

Pero quizás sin meditar demasiado al respecto, en 1994 se modificó un sistema que si bien pone el acento en el factor del “voto popular”, repercute negativamente en otro aspecto trascendente de nuestra democracia representativa: el respeto por el sistema federal de gobierno. Desde hace treinta años, un solo distrito del conurbano bonaerense posee, en razón de su población, mayor incidencia y peso electoral en una elección presidencial que tres o incluso cuatro provincias juntas. Hasta la reforma, la necesidad de contar con una determinada mayoría de electores en los colegios electorales obligaba a los candidatos a tener que imponerse en varios distritos. Ahora eso es prácticamente innecesario.

A partir de la presión de una minoría muy ruidosa y el lobby de oenegés del globalismo como Amnistía Internacional y Open Society, entre otras, el Congreso introdujo la legalización del aborto en un país mayoritariamente cristiano y que tiene una densidad de población de 16,5 habitantes por kilómetro cuadrado, esto es, lo hizo obrando tanto en contra de la opinión de la mayoría como del interés estratégico de la Nación. En una cuestión que claramente ameritaba la realización de una consulta popular, los legisladores optaron por tomar la decisión en la camarilla del cuerpo colegiado y una vez más fracasaron en aquello de representar los intereses de la mayoría de sus representados, negándoles además a estos la posibilidad de opinar.

De manera tal que el sistema de votación directa otorga a determinados distritos, mayormente urbanos, un peso más relevante que a otros basándose exclusivamente en un criterio demográfico que no se corresponde con la realidad geográfica de nuestro país. Así, resulta prácticamente innecesario que un candidato presidencial se acerque a los rincones más despoblados del país a escuchar las demandas del pueblo que pretende gobernar. De ese modo se refuerza en la práctica el mito de la existencia de “provincias inviables” y se contribuye a un centralismo de facto que declama federalismo cuando solo gobierna para el área metropolitana cuyas ciudades densamente pobladas terminan dirimiendo una elección.

El nuevo artículo 100 de la Constitución introdujo, en un sistema presidencialista como es el argentino, un injerto procedente de regímenes parlamentarios. El jefe de Gabinete de Ministros, sin llegar a corresponderse en funciones con un “primer ministro” con los alcances que ello debería implicar en un sistema parlamentario, no es “ni chicha ni limonada”. En síntesis, se trata de toda una estructura burocrática, con financiamiento público sostenido del bolsillo de todos los argentinos, que más allá de su periódica concurrencia al parlamento, nadie sabe muy bien para qué sirve en términos concretos.

Para finalizar esta sucinta crítica a algunas modificaciones introducidas a la Constitución Nacional, mencionemos la cuestión de los “pueblos indígenas argentinos” (tal es la expresión constitucional y no la de “pueblos originarios”). La primera observación que podemos realizar es que en 1994 no se adoptó la idea de que nuestro Estado fuese “plurinacional”, como por ejemplo ocurre actualmente con Bolivia donde sí introdujo esa fórmula.

El reconocimiento abstracto de los pueblos indígenas en la Constitución de 1994 terminó degenerando en una situación insólita en la que los llamados “pueblos originarios” se benefician con prerrogativas que se contradicen con lo expresado en el artículo 16 de la misma Constitución. Envalentonados por esas prerrogativas, algunos grupos militantes no solo usan la violencia como método para apremiar a quienes consideran como criollos —argentinos— enemigos, sino para decirle a un presidente que está pisando suelo de otra nación en pleno territorio argentino. Aquí está el germen de la balcanización territorial que puede activarse según la conveniencia de los poderes fácticos que estén interesados en ello.

Digamos que la alusión constitucional al respeto por la identidad cultural de los pueblos indígenas argentinos, con todo lo bueno que en cuanto a intenciones pueda suponer, en los hechos ha derivado hacia situaciones conflictivas, sobre todo en el sur del país y en particular con quienes se autodenominan mapuches y en tal carácter consideran que la Constitución les otorga una serie de privilegios o prebendas que pueden esgrimir siempre y en todo lugar. Esa actitud se contradice con lo establecido en la ley fundamental y corresponde recordar que sigue vigente la fórmula utilizada para conceptualizar la igualdad ante la ley. En el artículo 16 se lee: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre ni de nacimiento.”

Desde esta tribuna diremos una vez más que la nación argentina es una e indivisible y que dentro de las fronteras de nuestro territorio nacional todo el que habite debe someterse al imperio de las leyes nacionales conforme al Estado de derecho. Cualquier intento por reconocer otras naciones al interior del territorio nacional o por fraccionar a este último atenta directamente contra nuestra Constitución.

Estas son tan solo algunas observaciones críticas, entre otras más que excederían la finalidad de estas líneas, formuladas desde la idea de que un texto constitucional no posee atribuciones mágicas que solucionen por su mera invocación los problemas de los argentinos. Queda solo para finalizar recordar que desde el golpe de Estado de 1955 en adelante ningún gobierno, independientemente de sus banderías políticas, tuvo entre sus intenciones recuperar para el pueblo argentino la Constitución de 1949, la que reconocía como prerrogativas inalienables de nuestra nación la soberanía política, la independencia económica y la justicia social y establecía los derechos de la niñez, de la ancianidad y de las mujeres en igualdad con los hombres, los derechos laborales y sociales, entre otros. Esa también es una deuda de la Convención Constituyente de 1994.

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