Uno de los episodios históricos que más ha merecido interpretaciones y comentarios por parte de numerosos estudiosos del tema es el fusilamiento de Manuel Dorrego, el gobernador de la provincia de Buenos Aires derrocado el 1º. de diciembre de 1828 y fusilado el 13 de diciembre de ese mismo año. La orden para el fusilamiento fue dada por el general Juan Lavalle, quien luego de proceder al derrocamiento del gobernador legítimo se hizo ungir como gobernador interino por una pequeña asamblea reunida en el atrio de la capilla de San Roque, en la actual ciudad de Buenos Aires. De acuerdo con la visión de varios comentaristas, el fusilamiento de Dorrego, quien había sido su comandante tiempo atrás, afectaría psicológicamente a Lavalle y le pesaría en la conciencia hasta el día de su muerte, ocurrida trece años después en la provincia de Jujuy.
Dorrego era hijo de una familia porteña de origen portugués, patricia pero no de hacendados rurales. De carrera militar, participó de la guerra de independencia y también luchó en la Banda Oriental contra José Gervasio de Artigas. En 1817 el director supremo Juan Martín de Pueyrredón lo condenó al exilio debido a su conducta crítica de la vocación centralista y unitaria del gobierno, lo que lo condujo a cumplir condena en Baltimore, en el actual territorio de los Estados Unidos, junto con otros exiliados célebres como Feliciano Chiclana y Manuel Moreno, hermano menor de Mariano Moreno. Allí residiría hasta 1820, llegando a editar un periódico, y a través de su relación con la élite política estadounidense se imbuiría con las ideas del federalismo a la norteamericana, más similar a lo que en Argentina conocemos como un Estado de tipo confederal.
Por esa influencia norteamericana, precisamente, autores como José María Rosa o Vicente Sierra consideran a Dorrego como uno de los caudillos federales más doctrinarios que culturales, entendiendo más al federalismo meramente como un sistema de organización política que como un modo de preservación o custodia del acervo tradicional de los pueblos. Entre quienes cultivaban esta última visión se contaba por supuesto Juan Manuel de Rosas, quien fue el que mejor expresó esa concepción del federalismo como un movimiento cultural opuesto al unitarismo iluminista que gustaba de mirarse en el espejo de potencias extranjeras como Inglaterra o Francia.

En 1827 Dorrego asume su segundo mandato como gobernador de la provincia de Buenos Aires, detentando un cierto manejo de las relaciones internacionales de las Provincias luego de la renuncia de Bernardino Rivadavia. Es un momento complicado, atravesado por la guerra del Brasil que culminará con la independencia de la Banda Oriental. Típico ejemplo de una guerra que los argentinos ganamos en el campo de batalla en todos los frentes, naval y terrestre y que nuestros diplomáticos con su habitual miopía unitaria portuaria pierden en el epílogo de los enfrentamientos.
Pero esto no es todo, la derrota diplomática en Brasil implica que termina siendo el pobre Manuel Dorrego quien paga el pato de la boda, tras la firma forzada de los tratados de paz que anticipan el regreso de las tropas argentinas desde la Banda Oriental y el sur del Brasil. Entre ellas, regresan el día 26 de noviembre las tropas comandadas por José María Paz, quien desembarca y se dirige a Córdoba y el propio Juan Lavalle que encabezará finalmente la revuelta contra el gobernador.
Lo llamativo es que a esta altura del partido se acumulan pruebas en favor de la hipótesis de que en realidad el golpe contra Dorrego ya estaba pergeñado desde antes, preparado con anticipación no por quien termina encabezándolo luego de haber puesto el pecho a las balas en el frente de guerra, sino por los directoriales, los rivadavianos quienes en las peroratas arengaban el valor de las tropas pero en la práctica jamás se habían presentado en el frente de batalla. Segundo Julián de Agüero, Salvador María del Carril y Valentín Gómez se cuentan entre los impulsores del golpe.
En su Historia Argentina, Vicente Sierra se refiere a los acontecimientos del 1º. de diciembre, aludiendo al hecho de que al momento de producirse la revuelta, todos intuían que iba a haber una sublevación menos el propio gobernador. De hecho, Sierra refiere cómo Rosas, comandante general de las milicias de la campaña, se llega hasta la ciudad y le hace llegar a Dorrego un par de cartas con el fin de alertarlo de la situación. En una de ellas, días antes de los acontecimientos, Rosas le dice a Dorrego:

“El ejército nacional llega desmoralizado por esa logia que desde mucho tiempo nos tiene vendidos, logia que en distintas épocas ha avasallado a Buenos Aires, que ha tratado de estancar en un pequeño círculo a la opinión de los pueblos. Logia ominosa y funesta contra la cual está alarmada toda la nación”. Así, Sierra demuestra cómo es falsa la versión que sugiere que Rosas abandonó a Dorrego a su suerte. Claramente el caudillo hizo todo a su alcance por prevenir al gobernador acerca de la gravedad de la situación, pero este hizo caso omiso de las advertencias.
De manera tal que el 1º. de diciembre se produce efectivamente el alzamiento. Dorrego se marcha de la capital con intenciones de regresar, dejando tras de sí una guarnición en el fuerte de Buenos Aires. Su plan consistía en volver habiéndose provisto de las tropas que le habían puesto a disposición Estanislao López, gobernador de Santa Fe, y Juan Manuel de Rosas, comandante de las milicias de campaña. Estas guarniciones se encontraban apostadas a pocos kilómetros de la ciudad.
No obstante, al producirse la llegada de Juan Lavalle al frente de las tropas revolucionarias, que no son numerosas, Lavalle sorprende a los directoriales rivadavianos, logistas según las palabras de Juan Manuel de Rosas, con la convocatoria a una asamblea del pueblo en la capilla de San Roque, una capilla lateral al templo de San Francisco, a unos cien metros de la actual Plaza de Mayo en Buenos Aires. Este gesto inesperado del comandante de las tropas rebeldes genera una turbulencia al interior de la facción de los rivadavianos, dice Vicente Sierra que lo que los unitarios pretendían era que Rivadavia presidiera la asamblea.

Pero fue el propio Rivadavia quien expresó frente a Valentín Gómez su desagrado ante los “cambios administrativos hechos por medios violentos o ilegales”. No es que Rivadavia estuviera a favor de Dorrego, nada más lejano a la realidad, pero no aprobaba el método de golpe de Estado liderado por un militar como Lavalle, a quien consideraba demasiado tosco para sus modales caballerescos.
Valentín Gómez abandonó la casa de Rivadavia incómodo y acalorado, criticándolo y se dirigió al lugar de la reunión en la capilla de San Roque. De acuerdo con la interpretación de Vicente Sierra, “(…) el episodio demuestra que Rivadavia vio claro: él no había buscado al ejército sino para provocar la salida de Dorrego y determinar su elección y advertía que se había caído en un golpe de Estado que desde el primer momento había demostrado que Lavalle entraba a jugar con sus propias ambiciones”. Se entiende entonces por qué Rivadavia se despega de Lavalle, “Hábilmente se separó de lo que iba a ocurrir, dando con eso una prueba de inteligencia no computada por sus panegiristas”, ironiza Sierra.
Y continúa: “La reunión en el templo de San Roque no iba a pasar de lo que fue, una farsa. Los reunidos no pasaron de doscientas personas: vecinos elegidos, militares, estudiantes, tenderos, dependientes, abogados y como dice Vicente Fidel López, ‘propietarios cogotudos’”. En ese contexto Lavalle se hace elegir gobernador interino. Días después, el flamante gobernador saldrá en la persecución de Dorrego dejando el poder en manos del almirante Guillermo Brown, en calidad de veedor por encima de cualquier interés faccioso unitario o federal.

Lavalle no goza, no obstante, de legitimidad ni entre el pueblo miliciano ni entre la soldadesca. De acuerdo con una carta del cónsul británico, citada por Sierra y fechada el 3 de diciembre, desde los gauchos de a pie hasta los soldados al mando de Lavalle que se encontraban al borde de la deserción, pasando por los indios amigos de Rosas, las masas populares se aprontaron a enrolarse con el propósito de unirse al ejército de Dorrego, a quien consideraban como legítimo gobernador.
Según nos relata Sierra, “(…) Lavalle no se atrevió a dejar el poder a ninguno de los ases del unitarismo, algunos de los cuales ya habían comenzado a retirarse desagradados por lo que ocurría, entre ellos Valentín Gómez”. Es decir que la logia que incentivó a Lavalle para que se alzara contra el gobernador legítimo Manuel Dorrego ahora lo deja solo. Se entiende entonces por qué los episodios de diciembre habrían de marcar a fuego al general Lavalle.
Finalmente, tras una escaramuza en la ciudad de Navarro, Dorrego cae bajo arresto y días después es asesinado por un pelotón bajo las órdenes de Lavalle. Lo interesante es que Vicente Sierra se refiere al hecho como un asesinato y no como un fusilamiento, pues no existe registro alguno de un juicio, ni siquiera un simulacro de juicio sumario. Es decir, sobre Dorrego no pesa condena alguna. Se trata de un tecnicismo, pero presuponer el fusilamiento es asegurar su presunta culpabilidad, la cual jamás se le dicta y por lo tanto es correcto afirmar que Dorrego fue asesinado. Antes de cometerse el hecho se le dio apenas una hora de gracia, que le bastó para confesarse y escribir cartas para su esposa y sus hijas.

Dorrego es enterrado en Navarro y un año después, cuando el brigadier Rosas llega al gobierno de Buenos Aires, ordena la exhumación del cadáver y su traslado en una ceremonia con toda la pompa de un funeral de Estado y la solemnidad del caso. El rasgo distintivo de los funerales de Dorrego fue una presencia del elemento popular pocas veces vista antes en Buenos Aires, hasta su entierro con honores de jefe de Estado en la bóveda de la familia Dorrego en el cementerio de la Recoleta, donde aún hoy reposan sus restos.
Aun así, el cinismo de quienes fueron luego los herederos de los logistas que incitaron a Lavalle a ordenar el derramamiento de su sangre no tiene límites y por eso cuando décadas después se erige una columna en la Plaza Lavalle en Buenos Aires, frente al Teatro Colón, se escoge como locación el solar frente a donde se encontraba la residencia de la familia Dorrego. La leyenda afirma que entonces la familia Dorrego decidió tapiar los ventanales que desde su residencia daban a la estatua de Juan Lavalle, estratégicamente colocada de frente para seguir ofendiendo por las décadas y los siglos la memoria de Manuel Dorrego, asesinado el 13 de diciembre de 1828 en la ciudad de Navarro.
Lo irónico es que aquella estatua también es una ofensa a Juan Lavalle, pues se trata de la única estatua no ecuestre que se hizo de él. Aquel soldado que había vivido arriba de un caballo, que llegó hasta Guayaquil acompañando al Libertador San Martín, el héroe de Junín y de Ituzaingó fue burlado por los mismos que lo habían usado contra Dorrego, pues en su supuesto homenaje lo mostraron de pie como un civil, desprovisto de un caballo que demostrase su condición de comandante del ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata.