A veinte años del comienzo del kirchnerismo, una pretendida revolución cultural depende de un apellido. El operativo clamor es el operativo propiciado más por los dirigentes que se beneficiarían con los votos de CFK que por el pueblo en las calles. Entonces el candidato no es el proyecto; el proyecto es ella. Incluso, intuyo, a pesar de ella. Quizás, entonces, habría que decir: el proyecto de quienes se benefician con ella, es ella.
En la calle se toma Fanta y se vota a Horacio. Se toman Fantas chiquitas, individuales, porque las de 2 litros son para compartir y en la calle se anda solo. Las aglomeraciones se producen en recitales, mundiales de fútbol o para quejarse. No se moviliza en favor de nada que huela a política. La gente quiere circular. No está del todo mal, por cierto.
La política reducida a “política electoral” deviene una ingeniería de expertos, operadores y punteros. Se trata de cómo comunicar, dice el asesor. Tiktok, avatares y convencer a Anamá Ferreyra. El dispositivo es democrático y hace ver a todos igualmente ridículos. Ya no se hace política para transformar sino para “estar adentro”; las reformas y la revolución pueden esperar a nuestra próxima especulación: que se desdoble para que no se rompa.
La Corte Suprema provoca cumpliendo su sueño húmedo de gobernar sin votos (no tendremos sangre azul, pero sometemos al resto de los poderes sin pagar Ganancias); las acciones de candidatos a gobernador y vice que anteponen sus ambiciones personales a lo indicado en sus constituciones provinciales, se lo dejan servido en bandeja.

El presidente comenta la realidad en cadena nacional para darle volumen a una voz impotente y consumar una vez más la distancia con la sociedad. Ofrece así un titular a los portales por unas horas. A nadie le importa, por cierto, pero confirma que la movilización popular espontánea es sustituida por la indignación espasmódica en las redes, incluso por parte de quienes han sido elegidos para hacer algo. La épica y la ética reemplazadas por la estética. Gobernar “como si”.
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