El delirio de grandeza de los ateos evangélicos

Proliferan en estos días los ateos evangélicos, individuos cuyo fanatismo se asemeja más a la prédica que a la reflexión y tiene por objeto la negación de la existencia de Dios. Lejos de adoptar una postura agnóstica, razonable y humilde ante lo inabarcable, estos personajes —según se argumenta— caen en una fe invertida: la fe en la no creencia. Se creen superiores a los creyentes, desprecian siglos de pensamiento filosófico y religioso y buscan reemplazar los valores construidos por milenios de espiritualidad con una moral autoerigida, subjetiva y presuntamente científica. Y en el proceso replican los mismos rituales y actitudes dogmáticas que tanto critican. Quieren evangelizar en nombre de la nada con la actitud del que tiene la verdad revelada y no se percatan de que su actitud es profundamente religiosa. Solo que sin Dios.
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Resulta llamativo cómo la información de que este o aquel personaje son ateos llega frecuentemente al conocimiento de uno. No se trata de un dato que un individuo tendría por qué andar divulgando a diestra y siniestra necesariamente, porque ser ateo no exige ninguna práctica ritual o comportamiento en específico ni de parte de la persona que se define atea ni de parte del entorno que la rodea. Si uno de nuestros conocidos es vegano, por ejemplo, es preciso que lo sepamos para que no tengamos la mala idea de poner crema en su café.

Acotando este razonamiento específicamente al ámbito de lo religioso, resulta lógico presuponer de un judío, un musulmán, incluso un católico practicante, que seguro asistirán a ciertos oficios religiosos, respetarán determinadas festividades y hasta es posible que guarden un determinado atavío o una dieta específica ya sea permanente o en épocas específicas del año, como la Pascua o el Ramadán. La práctica religiosa activa no es un asunto que se esconda pues aflora como parte práctica en la cotidianidad de la vida.

No sucede lo mismo con el ateísmo. Si es cierto que a nadie medianamente respetuoso de las elecciones, la forma de vida y las creencias ajenas no se le ocurriría invitar a un vegano a un asado o por lo menos tendría la decencia de preparar como opción algún platillo acorde a la dieta vegana en caso de invitarlo, cierto es también que ser ateo no implica ningún miramiento. De hecho, si llegamos a enterarnos de que alguien no cree en Dios —o más precisamente, si nos enteramos de que alguien cree activa y taxativamente en la inexistencia de Dios— no es por otra razón que la propia actitud evangelizadora del ateo. Se trata de individuos que siempre que ven la oportunidad se toman el tiempo de despotricar en contra de Dios y de las religiones para dejar en claro su posición ateísta, más que atea.

Lo verdaderamente fastidioso del caso es que de un tiempo a esta parte está de moda ser ateo evangélico, esto es, ser uno de esos ateos ateístas que no pueden estar ni un momento sin demostrar su actitud recalcitrante de desprecio hacia todas las religiones en general y en especial hacia todos los que practican alguna religión y creen en alguna divinidad. Para los ateístas, naturalmente, las personas creyentes son inferiores, supersticiosas, tontas y deben ser persuadidas para que abandonen el camino del oscurantismo y abracen el ateísmo también. De ahí que además de ateístas, muchos ateos sean evangélicos.

Y es tan molesta esa moda porque el pavoneo no hace más que afirmar la superficialidad de la actitud del ateo, un individuo que cree que algo no existe sencillamente porque no ha sabido percibirlo a simple vista. ¿Descreerá de la misma manera de la existencia de las amebas o las bacterias? En todo caso resulta más madura, seria e incluso científica la actitud del agnóstico. “Vamos, hombre, que no he visto a Dios ni lo he visto manifestarse de forma alguna. No puedo estar seguro de que exista, pero tampoco puedo afirmar que no existe”. La postura del agnóstico es digna de respeto, pero la del ateo no lo es. Esa mezquindad, esa pereza intelectual de afirmar la negación por el gusto de contradecir a la mayoría habla de la irracionalidad de la persona e indica la superficialidad de su intelecto.

Sí, las generalizaciones pueden resultar odiosas, pero lo cierto es que difícilmente uno pueda encontrarse a personas más estrechas de mentes, superficiales, ingenuas e intolerantes que quienes se jactan de su ateísmo recalcitrante y militante. Lo gracioso de estos personajes es que dicen no creer en nada pero hacen de ello una religión. Creen en la no creencia y vuelcan su fe en la no existencia de Dios. Esa es una actitud hipócrita ante la vida, sin lugar a duda, pues no se permite a sí misma afirmar la obviedad de que los hombres, en tanto que seres espirituales, necesitamos creer en algo para mantenernos en camino y sorteando las pruebas que nos presenta la vida.

Pero lo peor de todo es que por regla general el ateo evangélico niega a Dios para colocarse a sí mismo en su lugar. Se siente acreedor de la verdad universal, desea imponer a todo el mundo su moral, abolir las religiones y reemplazarlas por sus dictados. Cree que todos son estúpidos menos él y que los principios éticos y reglas morales perseguidos por las sociedades humanas desde los inicios de la civilización, desde que hemos sido capaces de sistematizar en reglas los comportamientos considerados ideales para la armoniosa convivencia entre los hombres, reglas cimentadas en última instancia en la existencia de Dios, son pura cháchara para viejas supersticiosas.

En lo personal, he mantenido este mismo debate con Sam Harris, intelectual ateo, filósofo y neurocirujano de dudosas credenciales académicas quien, poco después de afirmarme a la cara que es perfectamente posible ser personas morales y de conducta intachable sin necesidad de caer en el oscurantismo de la religión, que la forma ideal de la moral es aquella basada en la ciencia y despojada de la creencia en “amigos imaginarios” observadores de nuestra conducta, fue fotografiado muy cariñosamente en extrañas circunstancias, sonriendo junto a un tal Jeffrey Epstein. Claro que eso no significa que todos los ateos evangélicos sean necesariamente personas amorales, vale la aclaración. Aunque uno puede no creer en las brujas pero de que las hay, las hay.

En todo caso, tampoco se entiende por qué habríamos de renunciar a algo que viene funcionando desde hace milenios sin dañar a nadie. Concediendo el argumento aun a riesgo de incurrir en la blasfemia, si la certeza de la existencia de un amigo imaginario que nos observa y sopesa nuestras acciones sirve a la inmensa mayoría de los creyentes para disuadirnos de cometer asesinatos o adulterio, violar, difamar o robar, ¿dónde estaría el problema? Si algo parece estúpido pero funciona es porque tan estúpido no es.

Al fin y al cabo, la reflexión acerca de los problemas derivados de la existencia de Dios, de la moral y de la existencia de los entes en general ha acaparado milenios de historia y desarrollos intelectuales y filosóficos de la humanidad. Pero un tal Sam Harris se siente a la altura de colocarse a sí mismo por encima de un Maimónides el Judío, de Santo Tomás de Aquino, de Descartes, de los intelectuales islámicos, de siglos y siglos de producción filosófica en ética, epistemología y metafísica a la que los Sam Harris descartan por estar basada en la indemostrable presunción de existencia de un amigo imaginario imposible de rastrear utilizando el método científico experimental.

El trabajo del intelectual consiste (o debería consistir) precisamente en tratar de conciliar las cosas que a simple vista parecerían no tener explicación, pero los ateos evangélicos no hacen ese trabajo y aun así creen no solo que pueden llegar a ser intelectuales de fuste, sino además que pueden superar a las mentes más brillantes de la historia de la humanidad. Padecen una seria alteración de la realidad que se traduce en un delirio de grandeza imposible finalmente de determinar si en el fondo no será nada más que un mecanismo de defensa ante su propia pereza intelectual.

La incerteza en torno a la existencia de Dios es una postura legítima. Uno puede no compartirla, incluso apenarse ante ese espíritu que se mantiene en la duda y no ha sabido nunca entregarse a la experiencia de lo divino, pero es una postura respetable, adulta y por lo tanto legítima. Lo que no parece tan legítimo es caer en la hipocresía de afirmar no creer siendo en realidad más preciso decir que uno cree ciegamente en la inexistencia de aquello que desconoce por el mero hecho de desconocerlo. Hacer una religión pagana de esa postura parándose en el pedestal de la superioridad intelectual y moral… bueno, pues, eso directamente es una tontería tan grande que bien valdría afirmar que quien sostiene esa actitud no está capacitado para conversar con adultos.

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