El GOU y la Revolución de 1943

Curiosamente ocultado por los peronistas de hoy, la Revolución de 1943 fue la obra del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) y terminó con una época ignominiosa de la política argentina: la década infame, cuyos fraudes y entreguismo atrasaron notablemente el desarrollo nacional. No obstante esa ocultación, el golpe de Estado revolucionario de 1943 es condición sine qua non para la existencia del peronismo y es un acto de liberación nacional a todas luces. El vicio progresista, que insiste en reescribir la historia del país y del peronismo ocultando aquello que le da vergüenza, impide la comprensión general de que frente al mal solo corresponde la fuerza.
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Una de las preguntas menos respondidas de la historia del peronismo es aquella sobre la naturaleza del GOU, el grupo de oficiales que llegó al poder a partir de la revolución del 4 de junio de 1943. Poco se sabe acerca de una logia militar cuya entrada en escena en la política grande del país tuvo lugar durante un levantamiento que algunos llaman golpe de Estado y otros preferimos llamar revolución pues tuvo como motor la voluntad de restituir un orden democrático en el contexto de fines de la llamada década infame, destituyendo a un gobierno que había llegado al poder a partir de elecciones fraudulentas.

El Grupo de Obras de Unificación, también conocido como Grupo de Oficiales Unidos (GOU), es una materia poco abordada por los historiadores y ciertamente resulta interesante como tema de estudio pues representa la etapa germinal de las ideas que más tarde confluyeron hacia lo que hoy conocemos como peronismo, habiendo tomado este movimiento su nombre por uno de los jóvenes coroneles que integraban esa logia y que por supuesto cobraría relevancia histórica a partir de los sucesos de octubre de 1945: Juan Domingo Perón. Esta ignorancia de los orígenes del peronismo como surgido a partir de las ideas de un grupo armado e integrado por militares puede bien responder a la intención ulterior de determinado sector de la historiografía incluso afín al propio peronismo, que buscó hasta cierto punto desmilitarizar a la figura de Perón para despegarla de las acusaciones de fascismo o germanofilia que por entonces sus detractores solían dedicarle, en un contexto de plena posguerra.

Viñeta histórica representando a Robustiano Patrón Costas, el oligarca que sería ungido como candidato a presidente por los poderes fácticos el 4 de junio de 1943. Habiendo tenido la información de que eso iba a pasar, los oficiales reunidos en el GOU resolvieron adelantar el golpe de Estado para ese día. De ahí los tanques en las calles y los “ruidos molestos”. Patrón Costas sería, con el advenimiento posterior del peronismo, lógicamente un gran gorila y nunca llegaría a ser presidente.

Paradójicamente, quienes sí han puesto énfasis en el estudio del GOU como antecedente de la experiencia peronista son los historiadores antiperonistas, más interesados en resaltar la veta autoritaria de Perón y de su gobierno. Tal es el caso de Enrique Díaz Araujo, autor de un libro llamado La conspiración del ’43. El GOU, una experiencia militarista en la Argentina que estudia en detalle y de manera muy bien documentada la postura ideológica del grupo de oficiales unidos, aunque desde el sesgo propio del nacionalismo católico y ciertamente antiperonista.

Este es un trabajo meticuloso aunque adolece de valoraciones que poco se adecuan a la realidad de la época, comenzando por el hecho de que engloba en una sola unidad la experiencia de la revolución de 1943 y los gobiernos de los presidentes de facto Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrell con los dos gobiernos de Juan Perón, refiriéndose a estos últimos como a la “dictadura peronista” a pesar de tratarse de periodos de gobierno ungidos a través de elecciones libres y finalizados por un golpe de Estado militar con atentados contra civiles y muertos en las calles. Más allá de la existencia de situaciones que podrían considerarse autoritarias durante el mandato de Perón, que de seguro las hubo y están documentadas, ciertamente la caracterización de Díaz Araujo resulta temeraria.

Otro punto llamativo es la descripción del propio Perón como un personaje “maquiavélico” que perseguía intereses personales por encima de los intereses comunes de la patria en su conjunto. Todo ello partiendo del presupuesto de la política como un asunto de santos y mártires dentro del cual no existirían intereses de orden individual y colectivo, de facción y personales, intrigas y en definitiva, bajo el presupuesto de que en la política podría distinguirse a “buenos” de “malos”. Se trata de una interpretación que en ese sentido puede considerarse algo ingenua.

El viejo vicio gorila, en el que Díaz Araujo felizmente no incurre, de representar a Perón como un “malo”. Después de la derrota del III Reich en la II Guerra Mundial la homologación entre peronismo y nazismo fue una fija, fue una forma de simbolizar rápida y sintéticamente que Perón era “malo” mediante su asociación con un Hitler derrotado y demonizado por los vencedores de la guerra. El pueblo argentino, no obstante, se mantuvo normalmente alejado de estas disquisiciones gorilas.

Sin embargo, la recopilación de Díaz Araujo demuestra que a pesar de su sesgo ideológico, el autor no pierde en rigor historiográfico. Uno de los datos más interesantes que se desprenden de este análisis es aquel muy olvidado acerca de la existencia de una serie de asonadas militares a lo largo de toda la década infame cuyo objetivo no era otro que tumbar a los sucesivos gobiernos de la Concordancia, es decir, a los gobiernos fraudulentos anteriores al del depuesto Castillo, precisamente derrocado por la revolución de 1943. Estos movimientos militares, aunque fracasados en sus objetivos, fueron ciertamente apoyados por la Unión Cívica Radical en 1921, 1932 y 1933, demostrándose así que los radicales, una vez instalados en el poder por las elecciones libres luego de 1914, igualmente sostuvieron dentro de su abanico de estrategias políticas posibles la de tomar el gobierno por la fuerza de las armas. Tal como habían hecho allí por 1890, cuando provocaron la destitución del presidente Miguel Juárez Celman.

Otro dato interesante que revela la investigación de Díaz Araujo es que el golpe contra Castillo se adelantó en días debido a que los oficiales tomaron conocimiento de que ese 4 de junio a última hora, en la Cámara de Comercio Argentino Británico, la Concordancia iba a proclamar la fórmula electoral encabezada por el salteño Robustiano Patrón Costas, un eminente miembro de la oligarquía terrateniente. Este episodio podría demostrar, aunque de manera soslayada, que los jóvenes oficiales al frente de la revolución eran contrarios en sus ideas y en su proyecto de país a la oligarquía más anquilosada.

Sin embargo, de acuerdo con Díaz Araujo: “(…) lo que debe entenderse es que estos coroneles no querían la revolución, sino extorsionar a Castillo para obligarlo a seguir una política internacional neutralista. Y tanto Rawson como Menéndez lo que querían era una revolución contra el régimen donde la política internacional no era ni con mucho la principal cuestión. Por tal motivo, los desecharon como jefes”. Se refiere aquí a Arturo Rawson, el primer presidente del GOU que se mantuvo apenas días en el poder y a Benjamín Menéndez, general que se encontró entre los fundadores del GOU pero que años después, en 1951, se levantaría contra el gobierno de Perón.

Imagen de algún disturbio callejero ocurrido durante el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, una revolución contra un régimen ilegítimo cuya fuerza se basaba en el fraude electoral y la finalidad era el sostenimiento del coloniaje. La llamada década infame consolidó la dependencia de la Argentina entre 1930 y 1943 hasta el punto en que los militares resolvieron terminar con la farsa. Entonces el del GOU en 1943 es sin duda un golpe militar revolucionario sin que haya aquí ninguna contradicción.

De modo que al interior del propio GOU existían facciones con intereses diversos, no se trataba de una logia ideológicamente homogénea. Más adelante en su libro, el autor sostiene: “(…) De aquí nace el fundamental equívoco que envolverá tanto al GOU como a la revolución del ’43. Hemos reseñado in extenso estos escarceos palaciegos castrenses porque son el antecedente directo de la creación del GOU y porque determinan un pésimo precedente de maquinaciones inaceptables para una auténtica posición revolucionaria que dejarán una secuela prolongada de compromisos y maquiavelismo que ‘alguien’ sabrá aprovechar bien”. Claro que ese “alguien” remite al coronel Perón. Lo que Díaz Araujo no termina de explicar es cuál sería de acuerdo con sus parámetros una auténtica posición revolucionaria. ¿Habremos de suponer, por ejemplo, que el General José de San Martín jamás asistió a intrigas palaciegas castrenses o a maquinaciones y cálculos de estrategia? Resulta difícil encontrar un hecho de la política que carezca de ese componente.

En cuanto a la filiación ideológica de los oficiales del GOU, Díaz Araujo toma la precaución de no dejarse llevar por su antiperonismo o incurrir en la típica acusación que la propia Unión Democrática con el embajador Spruille Braden a la cabeza inauguró, de Perón y sus camaradas como un hatajo de nazis y fascistas. Para ello cita a otros autores que reconstruyeron el ideario del primer peronismo, como Félix Luna. Este último, de orientación radical, afirma: “(…) los militares que se unieron al GOU, la logia castrense que sería la base operativa de Perón eran pro-nazis, pero no nazis. La distinción puede parecer sutil pero tiene su importancia. Pero también hay otras explicaciones en esta cuestión ideológica: la labor de esclarecimiento doctrinario de FORJA, algunos núcleos nacionalistas y escritores independientes habían demostrado con prudencia la situación dependiente en que se encontraba nuestro país. Historiadores revisionistas comenzaban a realizar una tarea desordenada pero eficaz tendiente a evidenciar hasta qué punto había sido falsificado nuestro pasado y de qué modo había pesado la influencia política y económica de Gran Bretaña en nuestros avatares históricos. Con esta carga de ideas podía concluirse que ser enemigos de Gran Bretaña significaba automáticamente ser amigos de Alemania”.

Y este punto lo explican otros autores, como José María Rosa. No es que los miembros del GOU fueran necesariamente pronazis o germanófilos. Lo que sucedía en el contexto de la II Guerra Mundial era que Alemania estaba asestando duros golpes políticos, económicos y militares, casi poniendo de rodillas, al enemigo histórico de nuestro pueblo que había ejercido dominio directo sobre nosotros durante el último siglo. Entonces no se trataba de una cuestión de filiación necesaria o de simpatía, sino de respeto hacia la potencia que había logrado poner contra las cuerdas al propio enemigo. La diferencia, como nos dice Luna, puede parecer sutil pero en rigor de verdad es fundamental para comprender la posición de los militares nacionalistas de la época.

Raúl Scalabrini Ortiz fue un gran patriota y desde la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) un denunciador del coloniaje británico en nuestro país. Un enemigo de los británicos, como se ve. Y no obstante a nadie se le ocurre acusar de “nazi” a Scalabrini Ortiz porque, precisamente como observa Díaz Araujo, una cosa no implica automáticamente la otra.

En la misma línea Díaz Araujo cita a Rogelio García Lupo, historiador de orientación marxista, quien describe a la ideología del GOU en similares términos: “(…) El GOU no fue una logia nazi como se dice. El grupo directivo de la logia tenía en cambio una confianza ilimitada en la Escuela Geopolítica de Karl Haushofer, cuya doctrina si bien fue aceptada por Hitler también ha tenido importantes teóricos en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Los jefes del GOU y Perón entre ellos estudiaron geopolítica en Alemania y puesto que eran oficiales brillantes del ejército de una de las mayores naciones sudamericanas les pareció excelente la tesis de Haushofer sobre la dependencia de los países pequeños en cuanto a los más grandes”.

La germanofilia, aclara Díaz Araujo para completar, no se limitaba a los oficiales del GOU pues otros miembros eminentes de las fuerzas la habían cultivado, desde el presidente Julio Argentino Roca hasta José Félix Uriburu, no sin restringirse únicamente a una admiración de tipo profesional en virtud de las habilidades castrenses del ejército alemán. Esta admiración profesional era completamente independiente de las vicisitudes políticas y de los gobiernos que se sucedieran en el viejo país europeo y respondía sencillamente al reconocimiento de habilidades y disciplina entre camaradas de armas.

Como se ve, el estudio de Díaz Araujo es riguroso en no atribuir al GOU o a sus miembros epítetos al azar que otros actores también opositores al peronismo no habían dudado en utilizar. Su reconstrucción de los basamentos ideológicos de la logia se fundamenta en las fuentes disponibles y no en prejuicios comunes al antiperonismo. Sin embargo, una omisión resulta llamativa dentro del esquema propuesto por el autor y es que no se nos explica de acuerdo con el panorama que se nos presenta, de un Perón buscando sobresalir de entre sus camaradas, maquiavélico, calculador y guiado por sus ambiciones personales, por qué motivo este coronel tan ambicioso no acaparó para sí la totalidad del poder disponible tras el triunfo en el levantamiento militar del 4 de junio. A pesar de ser uno de los más protagónicos actores en el ascenso del gobierno revolucionario, Perón no exigió ni la presidencia de la Nación ni la embajada de los Estados Unidos o Londres o París, el Ministerio de Defensa o la Cancillería. ¿Por qué? ¿Acaso casa esa actitud prescindente con la del personaje ambicioso de poder y centralidad política?

Edelmiro Julián Farrell y Juan Domingo Perón, baluartes del Grupo de Oficiales Unidos que derrocó al gobierno ilegítimo de la década infame, cuyo último exponente fue Ramón S. Castillo. A la postre, en 1946, Farrell le transmitiría a un Perón electo por la voluntad popular los atributos de mando presidencial, dando inicio a la etapa peronista de nuestra historia que dura hasta los días de hoy.

Una vez derrocado Castillo, Perón aceptó dirigir un Departamento marginal que él luego elevó a Secretaría de Trabajo y Previsión en un contexto de virtual inexistencia de un rol preponderante del Estado como árbitro en la relación entre capital y trabajo. ¿Es esa la actitud del maquiavélico sin intereses colectivos o superiores a los individuos? Ciertamente se trata de una omisión que los autores antiperonistas repiten sistemáticamente, como también resulta sintomático que ningún autor sepa reconocer en Perón la virtud de haber logrado comprender antes que ningún otro político la importancia de los flujos migratorios desde el interior del país hacia la zona central, esa migración que Perón reconoció prematuramente desde la Secretaría de Trabajo y Previsión y que finalmente constituyó la base de su apoyo el 17 de octubre de 1945 y del peronismo desde 1946 a nuestros días.

Comprender esa relación de retroalimentación entre Perón y la clase trabajadora en proceso de formación es fundamental para comprender el fenómeno peronista más allá de la visión paternalista y gorila que sitúa a los trabajadores en el rol pasivo de la “masa en disponibilidad” a ser seducida por el maquiavélico y ambicioso líder carismático indigno de encabezar una verdadera revolución.

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