Los alemanes occidentales de Scorpions estaban aún muy lejos de anunciar sus “vientos de cambio” bajando por el río Moscova hacia el Parque Gorky cuando un joven oficial del Comité para la Seguridad del Estado de la Unión Soviética (KGB, por sus siglas en ruso) contuvo a una multitud enardecida que en pleno frenesí de la caída del Muro de Berlín buscaba venganza. Ese oficial era un Vladimir Putin que entonces no había llegado a sus 40 años y se encontraba estacionado en la sajona ciudad de Dresde, cumpliendo allí probablemente funciones de espía. Estaba terminando el año de 1989 y el incidente habría de forjar para siempre la personalidad de quien años más tarde sería el jefe de todos sus anteriores jefes.
Habiendo sido derribado en verano el Muro de Berlín había en Alemania una buena cantidad de gente que recorría las calles del país embistiendo con furia contra los símbolos del régimen socialista que agonizaba. Y uno de los símbolos más potentes de ese régimen era la Stasi, la famosa policía política de la República Democrática Alemana o Alemania Oriental. A los cuarteles de la Stasi en Dresde se dirigió entonces una turba con fines de saquear el lugar, prenderlo fuego, dar escarmiento. En eso estaban cuando alguien se acordó de que al otro lado de la calle había otro cuartel: el de la KGB. Ese era evidentemente un bocado aún más jugoso para quienes clamaban por ese tipo de venganza que a veces viene envuelto en el paquete de la reparación histórica.
Un grupo que según la crónica era bastante numeroso se separó entonces de la multitud enfurecida y se dirigió a las puertas del edificio de la KGB, a ver si había allí algo para romper, alguien para linchar o posiblemente ambas cosas a la vez. Al ver venir la tormenta el guardia alemán que estaba de turno “se las tomó” para la casa y dejó la zona liberada para el descalabro. Y dicho descalabro en efecto habría sido si no fuera por la intervención del joven espía, el que casualmente también estaba de turno ese día y fue al encuentro del grupo de vándalos que a esa altura ya estaba a punto de tomar el edificio por asalto. Lo que Vladimir Putin hizo a continuación podría ser la metáfora o la explicación de toda su acción política posterior.
“No traten de entrar por la fuerza al edificio”, habría dicho Putin en un alemán aprendido en sus años de servicio, más que suficiente para hacerse entender en una situación como esa. “Mis camaradas adentro están armados y tienen autorización para usar sus armas en caso de emergencia”. Aquel era un claro caso de emergencia, como se ve, razón por la que a los manifestantes les pareció una mejor idea ir retirándose de la escena. Podrían haber entrado a romper todo, pero al costo de un tiroteo infernal en el que los camaradas de Putin bajarían a varios muñecos antes de ser linchados y eso no era conveniente ni para los alemanes ni para los soviéticos.
El caso es que esa hazaña de Putin, la de haber disuadido a una pequeña multitud enfurecida tan solo con postura y discurso, pudo haber sido lo que en lengua inglesa se llama un “bluff”: los camaradas armados y autorizados a disparar en caso de emergencia probablemente ni siquiera estaban allí, puesto que la KGB se encontraba en plena retirada al colapsar el régimen socialista en Alemania. La hipótesis de que Putin estaba solo o acompañado por muy pocos efectivos ese día podría corroborarse con la observación de la actitud del guardia de seguridad alemán, quien optó por huir y no por replegarse hacia la fortaleza. Un “bluff”, una amenaza con una respuesta de igual o superior magnitud al daño que se quiere perpetrar para evitar el daño.
Pero sin que dicha respuesta sea factible, por supuesto. Putin fue ese día lo suficientemente convincente ante la multitud de potenciales agresores como para disuadirlos. A continuación, volvió a meterse y tomó el teléfono para comunicarse con la unidad de tanques soviéticos que en esos días estaba estacionada en Dresde para pedir protección. El propio Putin, unos años más tarde, habría de revelar que la respuesta a esa solicitud fue un “no podemos hacer nada sin órdenes de Moscú y Moscú está en silencio”. Les habían soltado la mano a los agentes de la KGB en Alemania, en un síntoma muy fuerte de la disolución que estaba por venir.
Moscú estaba en silencio y entonces había que ir a Moscú a hacerse cargo, lo que efectivamente hizo Putin a partir del incidente de Dresde, luego de quemar una buena cantidad de papeles. Cuando la KGB se disolvió en 1991 y en medio a la disolución de la Unión Soviética como un todo, Putin se metió en política no por el costado del espionaje, sino por el de la administración de lo público. Después de ocupar varios cargos en San Petersburgo (llamada Leningrado en tiempos de los soviéticos), su ciudad natal, Putin llegó al gobierno nacional y allí empezó a escalar hasta ganarse la confianza de Boris Yeltsin, quien por ironía del destino lo ubicó —entre muchos otros cargos a lo largo de cuatro años— como director del Servicio Federal de Seguridad (FSB, por sus siglas en ruso), la agencia de espionaje que sucedió a la KGB tras la disolución de la Unión Soviética.
Así Putin llegaba a ser el jefe de quienes antes habían sido sus jefes, todo con el propósito de que Moscú no estuviera en silencio. De ahí a ser nombrado primer ministro por Yeltsin hubo un pequeño paso, aunque desde luego un paso decisivo en la construcción de lo que vendría a ser una hegemonía cuyo precedente quizá único sea el reinado absoluto de Stalin entre 1922 y 1953. Como primer ministro Putin pudo preparar el salto a la sucesión de Yeltsin en el cortísimo plazo y, lo que es más importante, con la anuencia del propio Yeltsin. Al renunciar este sorpresivamente el último día de 1999 y según lo establecido por la ley de la Federación Rusa, el primer ministro Putin debió asumir la presidencia en un interinato más bien permanente que iba a durar hasta los días de hoy.
En este punto la narrativa biográfica debe dar lugar a la explicación en una síntesis muy apretada del sistema político de la actual Rusia, país cuyos mecanismos de federalismo prevén una conducción política teóricamente bicéfala que en la taxonomía de la política suele clasificarse como semipresidencial o semiparlamentaria, según sea el ángulo de observación. En dicha conducción política bicéfala el presidente y el primer ministro se reparten las funciones de jefe de gobierno y de jefe de Estado. Claro que todo eso pertenece al plano de la teoría y en el caso específico de Rusia el que ejerce el poder político de hecho siempre es el “dueño de los votos” sin cuidado del cargo ocupado formalmente por este en cada momento.
Comprender esta particularidad de los rusos es importante para entender asimismo que aun sin haber sido presidente entre 2008 y 2012 —periodo en el que precisamente fue primer ministro— Putin nunca ha dejado de “cortar el jamón” en Rusia desde el último día de 1999, es decir, en los últimos 24 años. Impedido por la ley de esos días de presentarse a una reelección en los comicios del año 2008 para un tercer mandato consecutivo, Putin postuló como candidato a su fiel delfín Dimitri Medvedev y evidentemente lo hizo ganar “caminando” con casi el 72% de los votos. Medvedev es aquí un “enroque”, una formalidad legal necesaria y poco más que eso. El poder de hecho entre 2008 y 2012 iba a estar donde siempre estuvo: en manos de Putin, aunque lo ejerció en ese hiato de cuatro años desde el lugar de primer ministro.
La expresión “dueño de los votos”, dicho sea de paso, no es en el caso de Putin ninguna figura de lenguaje. Del 53% obtenido en su primera elección en 2000, ascendiendo a un 71% en 2004 y a los 72% de Medvedev en 2008 (que son suyos, obviamente) y luego “aflojando” un poco en 2012 con un 64% para volver a reventar las urnas con el 77% de 2018, Putin ha representado siempre la voluntad popular del pueblo-nación ruso expresada con el voto. Está claro que lo favorece la naturaleza profundamente caudillista de los rusos, quienes cambiaron un zar por un Lenin y luego un Stalin y ahora siguen con la tradición atornillando a Putin al sillón. No hay nada más difícil en el mundo de la política que desplazar en Rusia al que en un momento dado tiene el poder político en el Estado.
Ese es Putin, quien en las elecciones realizadas a mediados de este mes de marzo superó su propio récord del 2018, alcanzando un 88% y monedas o unos 76 millones de votos sobre un total de poco más de 86 millones de electores que concurrieron a votar (el 78% del padrón lo hizo, por cierto). Putin ganó una vez más, como en cada una de las elecciones desde el 2008 en adelante, en todos los distritos de la federación y el candidato más votado después de él fue el “opositor” Nikolái Jaritónov del Partido Comunista con un magro 4,3%. El Partido Comunista ha sido desde siempre un “opositor” en temas muy puntuales de política económica y un aliado de Putin en lo que realmente interesa en las potencias mundiales y es la política internacional.
Cuando finalice el mandato para el que acaba de ser electo y si Dios le concede las gracias de la salud y la longevidad, Putin habrá conducido los destinos de la primera potencia nuclear a nivel mundial por tres décadas ininterrumpidas, algo que a la mentalidad liberal dicha “democrática” de los países de Occidente y de sus colonias le resulta incomprensible. ¿Cómo no va a haber alternancia? “¡Fraude!”, vociferan impotentes los comentaristas de la realidad que miran de lejos sin comprender. Pero no hay fraude, nada de eso es necesario. Lo que hay es la naturaleza oriental del pueblo-nación ruso en su cultura nacional, la que tuvo a los Romanov sentados en el trono durante tres siglos y luego los reemplazó por el secretario general del Partido Comunista sin cambiar en esencia la fórmula caudillista de conducción política.
Pero hay mucho más que un simple caudillismo, también hay una gestión de gobierno con la que la enorme mayoría del pueblo ruso está conforme. En términos subjetivos suele decirse que la calidad de vida del ruso promedio ha mejorado sustancialmente desde 1999 a esta parte, cosa que puede corroborarse objetivamente con la observación de los datos de la economía. De mayor a menor, lo primero que llama la atención en esos datos es el crecimiento del producto bruto interno (PBI) nacional de Rusia. En 24 años el PBI ruso escaló de unos modestísimos 195 mil millones de dólares —valores similares a los de nuestro país en el presente— a impresionantes 2,2 billones. Rusia es hoy un país mucho más rico de lo que fue en 1999 y el pueblo sabe que eso es gracias a la gestión política del caudillo.
En consecuencia, el PBI per cápita pasó de 1.300 a 14.400 dólares, es decir, se multiplicó por unas 11 veces mientras la inflación fue puesta bajo control y se encuentra actualmente en el orden del 3,5% anual. En 1999 las jubilaciones estaban “pisadas” en 450 rublos y el salario promedio no superaba los 1.500 rublos. Hoy, en cambio, los jubilados perciben 19.300 rublos y el salario promedio se ubica en 65.000 rublos en una economía cuyos precios del mercado interno no guardan relación alguna con los precios internacionales y por eso tanto los alimentos como los medicamentos, la indumentaria y demás ítems esenciales para la vida con dignidad son sumamente accesibles. Los trabajadores activos y pasivos en Rusia sí que llegan a fin de mes sin mucho sacrificio.
Los números son aún más elocuentes en el plano de la soberanía política que da la independencia económica. Las reservas en oro del país pasaron de 13 mil millones en 1999 a unos 600 mil millones de dólares en la actualidad, mientras que la deuda externa se redujo en proporción al PBI del 92,1% al 23% en 24 años, lo que habla de un equilibrio en la balanza comercial que ni la guerra en Ucrania pudo perturbar y a la vez de un proceso de desendeudamiento que es la esencia de todo proyecto político soberano. La deuda —lo sabía nuestro Scalabrini Ortiz— es un sofisticado instrumento de dominación neocolonial y en Rusia se trata de desendeudar al país para cortar con la injerencia extranjera en los asuntos nacionales.
Bien mirada la cosa, lo que hace Putin en Rusia es la concreción de la utopía peronista. Los rusos tienen una comunidad organizada a la que ningún agente al servicio de intereses extraños puede conmover, no hay por dónde entrarle a Putin. No hay en Rusia quien pueda confundir al pueblo-nación para que este vote en contra de sus propios intereses nacionales y eso es lo envidiable desde el punto de vista de los argentinos, quienes pareceríamos estar condenados a cortos periodos de prosperidad seguidos del triunfo de un discurso de “cambio” cuyos resultados normalmente son catastróficos tanto para la soberanía nacional como para la armonía social.
Al observar estos números el atento lector no debería preguntarse por qué Putin obtuvo el 88% de la voluntad popular soberana expresada en las urnas, sino más bien por qué no obtuvo más todavía. El buen manejo de la economía sumado a la tradición caudillista no puede dar otro resultado que una avalancha de votos favorables al caudillo responsable por la fenomenal mejora de las condiciones objetivas de existencia del pueblo que vota, máxime considerando que en Rusia están prohibidos los medios de comunicación y los operadores mediáticos mal llamados “periodistas” que a cambio de unos dólares sucios se prestan a conspirar contra el interés nacional e igualmente prohibida está la difusión de ideologías importadas que son profundamente disolventes de la comunidad nacional, como la ideología de género y el “progresismo” colorinche en general.
La crítica occidental y colonial también grita que en Rusia hay una dictadura y en algún punto hay algo de verdad en esa afirmación. El régimen peronista de Vladimir Putin en Rusia es una dictadura como lo son todos los regímenes mal llamados “democráticos” en esta modernidad desde la revolución burguesa de Francia en adelante y en todos los países, lo único que hay son dictaduras del grupo que controla el poder en el Estado y entonces la cuestión no está en sopesar la calidad democrática de los regímenes de gobierno. Eso es humo ideológico. La cuestión reside en determinar quiénes se benefician de esta o de aquella dictadura, si los pueblos o las corporaciones del poder fáctico global. Y en Rusia está claro que manda el pueblo-nación al ver atendida la totalidad de sus demandas.
Por eso Putin gana las elecciones con el 88% de los votos y lidera la primera potencia atómica del mundo hace ya 24 años sin que asome en el horizonte ninguna alternativa más o menos potable a su hegemonía. Rusia es uno de los países donde la política es más compleja que en ninguna otra parte pues en ella está implicada una gran cantidad de grupos étnicos, religiosos, gente de lo más variopinto en lo ideológico aunque, por lo visto hasta aquí, con un mismo destino nacional entre ceja y ceja. Esa complejidad se sintetiza hoy en el liderazgo de Putin y el pueblo ruso, cuando quiere expresar la satisfacción de haber transitado del infierno de la disolución de la Unión Soviética y la posterior década perdida en los años 1990 a la reivindicación de la grandeza nacional, simplemente dice “Putin” y queda todo dicho sin la necesidad de mayores explicaciones.
He ahí la conducción política que a los argentinos nos falta, esa síntesis de la voluntad popular materializada en un conductor que no busca caerle bien a la “opinión pública” de otros países al costo de ser considerado un hijo de puta en su propio país, como decía Perón en ese memorable diálogo de 1945 con Spruille Braden, el embajador yanqui que quiso ponerlo al servicio de Washington y se encontró con un conductor que tenía la firme resolución de no servir a ningún otro amo que su pueblo-nación. Firmeza, resolución y lealtad al pueblo, conducción política clásica que no es del gusto de los posmodernos líquidos y demás neoliberales por izquierda y por derecha, pero que al pueblo y la nación les viene como anillo al dedo.
Putin no vivirá para siempre, en algún momento y más bien en el corto plazo la biología hará lo suyo despojando al pueblo-nación ruso de su conductor. Esa es la ley de Dios. Pero si el conductor se apura y “ata la vaca” de un nuevo orden multipolar para el mundo en el que Rusia esté entre los que realmente toman las decisiones el camino estará allanado y, venga quien venga después, el rumbo no podrá torcerse y el liderazgo que hoy es carismático estará institucionalizado en un legado que no podrá revertirse. La tensión que hay actualmente en Europa es la traducción de ese apuro, es la conciencia del tiempo que Putin tiene: para vencer al tiempo es necesaria la organización y en eso está.
Con sana envidia los libres del mundo saludamos al conductor político que no permite que su pueblo sea una masa amorfa, atomizada y fácilmente manipulable por el poder fáctico del globalismo. Ese conductor es heredero de todos los zares y también de Stalin, le interesa serlo en el marco de su cultura y de su historia nacional para que su pueblo lo reconozca como una síntesis de sus intereses y lo guarde. Pero para los argentinos que lo saludamos de lejos Putin es heredero del General Perón, es lo que Perón quizá no haya podido ser por las vicisitudes propias del país al que le tocó conducir o tal vez por no haber logrado derrotar al tiempo. Sea como fuere, Putin es el prototipo de conductor que además está forjando un mundo nuevo desde Moscú para toda la humanidad.
Existe el ejemplo y existe la esperanza en el horizonte de los pueblos, otra política es posible por fuera de la rosca entreguista de los cipayos liberales y progresistas. Lo único que se requiere es conducción, firmeza y lealtad al pueblo, es establecer el orden de prioridades tal como lo marca la doctrina de la tercera posición nacional justicialista poniendo en primer lugar la patria, luego el movimiento político transformador y por último, allá abajo en la lista, los hombres que son instrumentos coyunturales de la voluntad nacional-popular. Otra política es posible cuando la conducción existe y el pueblo-nación come bien todos los días mientras ve flamear muy en alto su bandera en esa que, también según Perón, es la verdadera política: la política internacional.
Salud y longevidad, Vladimir Vladímirovich. Salud y longevidad por todos los años que sean necesarios para terminar lo que empezaste. Perón te mira y sonríe desde ese lugar que está exclusivamente reservado para los patriotas cuyo propósito nunca fue el caerles bien a los vampiros que se alimentan de carne humana, sino ser leales al pueblo y a la patria.