Hace 75 años se escribía en las calles de la capital del Reino Unido una de las páginas más gloriosas de la historia del deporte argentino y, por extensión, hispanoamericano. Al ganar el maratón de los Juegos Olímpicos de Londres el 7 de agosto de 1948 de aquel año, Delfo Cabrera trajo a nuestro país una gloria que sería para siempre irrepetible en el atletismo y en el olimpismo del país de un modo general. Después del oro de Cabrera y el de Tranquilo Capozzo y Eduardo Guerrero en el remo en Helsinki 1952, que fueron los juegos inmediatamente posteriores a los de Londres, habría de pasar medio siglo hasta que el país volviera a tener campeones olímpicos.
Luego de las hazañas de Cabrera, Capozzo y Guerrero, recién en Atenas 2004 volvería a verse la celeste y blanca en lo más alto de un podio olímpico, al colgarse las preseas doradas los equipos de fútbol y de básquet, este último liderado por Emanuel Ginóbili en aquella que quedó conocida como la “generación dorada”. Fueron 52 años de desilusiones y un deporte olímpico argentino siempre muy lejos de cualquier protagonismo. De hecho, en los 12 juegos disputados en el periodo de sequía, la cosecha total para los argentinos fue de tan solo 9 medallas de plata y 8 de bronce. Y eso fue todo, en un resultado indigno para un país como el nuestro.
Digno, por cierto, fue Delfo Cabrera al meterse en el muy exclusivo club de los campeones olímpicos contra todo pronóstico. La escasez de medallas de oro es la dimensión exacta de cuán difícil es para un argentino triunfar allí en los niveles de exigencia y excelencia deportiva más altos. Cabrera lo hizo y se convirtió en héroe nacional, aunque a lo largo de los años y por presión política del antiperonismo su hazaña habría de ser miserablemente relegada al olvido. Después del golpe de 1955 y por su pertenencia al peronismo, Delfo Cabrera no solo sería perseguido por los golpistas sino que además, en lo sucesivo, se impondría un olvido sobre su figura y sobre su gesta.

El resultado de dicho olvido impuesto a sangre y fuego es una generación de argentinos que son, en su mayoría, ignorantes de un pasado en el que para un argentino era normal ver a su país medirse de igual a igual con las grandes potencias también en el terreno del deporte. El complejo de inferioridad respecto a los países a los que llamamos “serios” es la obra más acabada de los gorilas: la desfinanciación del deporte con fines de alta competencia y también como ordenador social para los jóvenes, el ocultamiento de las glorias del pasado para que no sirvan de ejemplo y la difusión de aquel complejo de inferioridad como ideología formaron un argentino perdedor allí donde había nacido ganador.
Delfo Cabrera fue un hijo legítimo de las clases populares que de joven forjó en el trabajo pesado su condición atlética. Sin dinero para viajar en el transporte público, Cabrera solía ir y volver corriendo del trabajo hasta que fue detectado por el exatleta Francisco Mura, quien lo llevó a entrenar al club San Lorenzo de Almagro. De la mano del profesor Mura, Cabrera llegó al deporte de alto rendimiento a perfeccionar su técnica en carreras de larga distancia hasta llegar a ser un eximio maratonista, un verdadero portento para su época. Cabrera era oriundo Armstrong, provincia de Santa Fe, pero gracias al deporte se había instalado en Buenos Aires para quedarse.
Y para alcanzar la gloria. Se dice que la totalidad del costo del pasaje y de la estadía de Cabrera en Londres fue cubierta por una “vaquita” realizada entre sus camaradas: Cabrera había llegado a ser bombero de la Policía Federal y fue gracias a la solidaridad de sus pares que pudo llegar a Inglaterra a correr el maratón de su vida. Ese 7 de agosto de 1948 se realizó la competencia que es el olimpismo por antonomasia, la que da origen desde la Antigüedad a la idea de los juegos olímpicos. Y allí estaba Cabrera, junto a sus compatriotas Eusebio Guiñez y Armando Sensini, quienes a la postre finalizarían en el quinto y en el noveno puestos, haciendo de la Argentina el único país que consiguió clasificar tres atletas entre los 10 primeros de un maratón olímpico en todo el siglo XX.

Recién en Beijing 2008 los maratonistas de Etiopía lograron emular esa performance de los argentinos, aunque un récord todavía sigue de pie: gracias a los triunfos en Los Ángeles 1932 de Juan Carlos Zabala y en Londres 1948 de Delfo Cabrera, Argentina sigue siendo hasta el día de hoy uno de los dos únicos países del continente americano —además de los Estados Unidos— con campeones olímpicos en el maratón. Zabala inspiró a Cabrera, dio el ejemplo y he ahí la prueba de que, de no mediar la fuerza brutal de la antipatria, el argentino puede. Cabría preguntarse en este punto cuántos pibes habrían seguido el ejemplo de Zabala y Cabrera si en 1955 esa fuerza tan corrosiva para el espíritu nacional no se hubiera impuesto a fuerza de bombardeos y terror.
Pero en 1948 el peronismo estaba aún en pleno ascenso y Delfo Cabrera pudo entrar al mítico Estadio Olímpico de Wembley detrás del belga Étienne Gailly para obtener una medalla de plata que también habría sido heroica, salvo porque Gailly ya había “quemado las naves” demasiado temprano y llegaba exhausto para la vuelta olímpica dentro del estadio hasta la meta. Con recursos y resto físico, Cabrera superó al belga y siguió al trote sin ser molestado por nadie a romper la cinta y ganar la carrera. El desafortunado Gailly, quien había sido paracaidista en la II Guerra Mundial, fue superado también por el británico Thomas Richards en los últimos metros, aunque pudo cosechar a durísimas penas una muy meritoria medalla de bronce.
En las imágenes de la época se puede apreciar la mística de un Étienne Gailly surgiendo en la pista del estadio de Wembley y, en el mismo cuadro, un Delfo Cabrera apareciendo justo detrás de él. Gailly entró primero al estadio, pero ya se caía a pedazos al hacerlo y fue inmediatamente superado por el argentino para delirio de las decenas de miles de aficionados presentes al evento. Pocas veces en la historia un maratón olímpico se definió de modo tan dramático, ya a la vista de los espectadores acostumbrados a ver ganar cómodamente al que ingresa primero a la pista y solo tiene por trámite la vuelta olímpica final para consagrarse. Ese 7 de agosto de 1948 un argentino subvirtió esa lógica y ganó a lo griego una carrera imposible.

Esa fue sin lugar a duda la definición olímpica más emocionante de todos los tiempos. La protagonizó el santafesino Delfo Cabrera, bombero de la Policía Federal, marido y padre de tres hijos: Hilda, Delfo y, véase bien, María Eva, esta última ahijada de nuestra Evita Duarte de Perón. Esa fue la hazaña de un patriota argentino, de un buen peronista y de un hombre de ley, uno que por haber triunfado gracias al fomento estatal al deporte del gobierno del General Perón fue proscripto por la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu y estuvo prohibido, a partir de 1956, de competir deportivamente tanto en el país como en el exterior. Terminaba así a manos de los gorilas la carrera de una de las mayores glorias del deporte olímpico argentino.
La historia está hecha de mártires, pero también de héroes que pudieron haber servido de ejemplo para las generaciones en lo sucesivo. He ahí el mal que aqueja a las naciones jóvenes como la nuestra: la incapacidad de preservar como un tesoro el legado de sus grandes. La infamia, el olvido obligado y la maldad de los malos no permiten la continuidad gloriosa tras los pasos de quienes abrieron el camino a puro coraje. Delfo Cabrera es uno de esos patriotas pioneros y algunos quisieron fuera olvidado por los argentinos. En buena medida lo lograron, aunque no del todo porque aun hoy alguien grita que gloria y honor al campeón de Londres. Y el gran Delfo Cabrera vive, como buen héroe que es, en ese grito memorioso.