Finaliza al fin un largo y penoso proceso electoral en el que la sociedad argentina fue puesta frente a una oferta de candidatos que no presentaba ni una sola opción verdaderamente representativa de sus intereses colectivos de pueblo-nación. Para más sufrimiento, la decisión se extendió hasta el ballotage de noviembre, en el que Javier Milei resultó finalmente electo con una abultada ventaja de casi 12 puntos porcentuales sobre Sergio Massa. El mal llamado “liberal libertario” será presidente de la Nación a partir del próximo 10 de diciembre augurando desde la previa un escenario infernal para los argentinos mientras dure su gobierno.
Y no es que de haber sido otro el resultado habría en cambio un panorama mucho mejor o más alentador. Más allá de que la alternativa a Milei era un Massa cuyos antecedentes antipopulares son muy conocidos —Massa tiene un extenso prontuario de maldades contra el pueblo y favorables a los intereses del poder fáctico—, la situación de la economía del país, en un sentido más financiero que económico, es objetivamente terminal y de una manera o de otra nadie con cierto nivel de comprensión de la política podía esperar que el resultado electoral viniera a modificar demasiado lo que parecería ser la profundización de la crisis. En una palabra, nadie estuvo realmente muy pendiente de estas elecciones para saber si iba a estar mejor o peor en un futuro a corto plazo.
La elección de Milei entre las opciones preseleccionadas y controladas por el poder que viene a recolonizar el país tiene un significado político que es de revelación estratégica: sentando a Milei en el sillón presidencial, el poder anuncia que ha llegado la hora de tomar aquellas decisiones que nuestra política ha evitado en los últimos muchos años. Llegó el momento de ajustar, allí donde la expresión “ajuste” debe entenderse de un modo integral, se trata ahora hacer estallar una bomba a la que los dirigentes venían estirando la mecha agónicamente hace ya mucho tiempo. Con Milei como presidente se anuncia una implosión del edificio entero al imponerse la opinión de que son ya inviables las reformas puntuales en la construcción.
El mismísimo Milei, antes incluso de asumir, dice sin eufemismos que habrá en el corto y en el mediano plazo (de 18 a 24 meses, según sus palabras) una “estanflación”, es decir, un estancamiento económico acompañado de una inflación creciente. Y no es necesario ser un genio de la economía para comprender que eso debe ser así e incluso peor, puesto que en los países subdesarrollados o no industrializados como el nuestro, países en los que la inversión privada y autónoma es virtualmente inexistente, el único dinamizador real de la economía es el Estado. Si el Estado se retira de ese lugar, no queda ningún actor relevante con la capacidad de reemplazarlo, razón por la que la economía se cae “como un piano”.
El proyecto político de Milei incluye precisamente retirar el Estado del lugar de la inversión pública que activa a los demás sectores de la economía con sus obras, fomentos y subvenciones cuya función existencial es suplir la ausencia de una burguesía nacional y nacionalista con ganas de invertir su capital en el desarrollo del país. Esa burguesía no existe en Argentina y los pocos burgueses existentes no llegan a formar una clase dominante con un proyecto político nacional como sí ocurre en los países dichos “de primer mundo”. Esa burguesía no está, la Argentina es un país semicolonial y el problema solía mitigarse con el llamado Estado presente. Inversión pública para que haya actividad económica.
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