El peronismo es uno de esos procesos históricos que recurrentemente estudiamos en este espacio a partir de alguna de sus innumerables aristas, pues no es posible abarcarlo en pocos párrafos y por única vez. En esta ocasión nos hemos propuesto pensarlo desde una mirada de principiantes, para tan solo esbozar algunas primeras líneas acerca de lo que significó el primer peronismo como proceso económico. De ahí el título de este artículo introductorio que espera ampliarse en algunos posteriores.
En primer lugar, hemos de hacer dos salvedades: la primera es que cuando nos referimos al “primer peronismo” estamos hablando del período de 1946 a 1955, el cual abarca los dos primeros gobiernos del General Perón desde su asunción en junio de 1946 hasta el golpe gorila de septiembre de 1955. La segunda salvedad, no obstante, es que en nuestra cronología no podemos olvidar que el gobierno de Juan Perón se inició como una continuidad de los que le antecedieron a partir de 1943, durante la revolución iniciada por el GOU (Grupo de Oficiales Unidos) del que Perón era integrante.
Pensar al peronismo como un proceso económico independiente de aquel periodo revolucionario es olvidar que en buena medida la matriz legal institucionalizada como parte del derecho laboral vigente hasta nuestros días proviene precisamente de la época de Perón como secretario de Trabajo y Previsión durante el gobierno de Edelmiro Farrell y no de su labor como presidente de la Nación.
Pero merece la pena otra aclaración: si hablamos de “revolución” cuando nos referimos tanto a aquella de 1943 como al peronismo propiamente dicho no es por un afán caprichoso, sino porque estos procesos vinieron a cambiar por completo la matriz económica que había tenido su auge a partir de la consolidación del Estado moderno hasta el declive del modelo agroexportador, con el radicalismo yrigoyenista como único interregno dentro de un modelo político y económico prácticamente homogéneo. Ya hemos mencionado en alguna oportunidad que el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen constituyó un primer intento muy germinal de imponer una política de corte nacional-popular y con un interés orientado hacia la defensa de la independencia económica y la soberanía política del país.

Pero no fue sino hasta la consolidación del peronismo que estas dos banderas habrían de tomar carnadura en tanto que basamento de una doctrina entendida como fundamento teórico de la política nacional, cuya defensa redundaría como resultado en la emergencia de una tercera bandera, la de la justicia social. En ese sentido, el peronismo es revolucionario porque rompe con el liberalismo oligárquico pasando a construir una relación completamente novedosa entre los trabajadores y la nueva clase empresarial orientada a la industria nacional.
Para visualizar entonces a la Argentina que hereda Perón, vamos a valernos de este capítulo de la Historia Argentina de José María Rosa, escrito en este caso por Fermín Chávez bajo el título “La economía justicialista”. Allí el autor describe qué tipo de estructura económico-financiera caracterizaba a nuestro país hacia la década de 1940, sobre la cual va a tener que estructurar su política económica el primer peronismo. Estructura que luego irá variando en el tiempo, pero en principio nos vamos a concentrar en la primera etapa pues este es, como aclarábamos más arriba, un texto introductorio.
Fermín Chávez explica: “La estructura agroexportadora dependiente que adopta la Argentina, el desarrollo de la pampa húmeda que adquiere notoriedad en el último tercio del siglo XIX y se prolonga en los primeros 40 años del siglo XX y la reducción a un mero papel apendicular al que se somete al resto del país no traducen otra cosa que la inserción de la Argentina a la división internacional del trabajo que exige nuestra incorporación al mercado mundial como simple proveedora de materia prima, asignándole al país un predeterminado comportamiento”.
Tomando a Juan Carlos Chiaramonte, Chávez prosigue: “El periodo inaugurado con la unificación de Pavón significó el definitivo ingreso de la Argentina a la división internacional del trabajo según el papel que asignaron a este tipo de países los teóricos de la economía liberal y que fue asumido complacientemente por los principales ideólogos de la organización nacional”.

De acuerdo con la interpretación de Chávez, “(…) es la demanda externa la que modelará la estructura pastoril del país. Internamente, los bancos extranjeros regularán el crédito y darán valor a la moneda. Las etapas de comercialización e intermediación agropecuaria como su transporte nacional e internacional determinados por intereses de los mercados internacionales controlarán los precios de nuestra producción. Las empresas ferroviarias fijarán las tarifas de los fletes en sus directorios con sede en Londres. Todo está admitido por una clase dirigente que al consentirlo se degrada a simple oligarquía obediente que capatacea la deformación dependiente”.
Atendiendo a ese cuadro de situación, Fermín Chávez se pregunta: “¿Qué faltaba para que en nuestro país se irguiese una política autónoma de desarrollo económico, capaz de romper definitivamente con las viejas cadenas de nuestro coloniaje? Tal vez la decisión de abandonar viejos privilegios y construir una economía de prosperidad y abundancia para todos los argentinos. La oligarquía pudo entonces asumir un rol de históricas proyecciones. No lo hizo justamente porque era una oligarquía y no una clase dirigente”.
Adentrándonos ya en el modelo económico del peronismo resulta interesante el testimonio de Carlos Ibarguren, político salteño del nacionalismo católico quien llegó a ser funcionario durante los gobiernos de José Félix Uriburu y Roque Sáenz Peña, aunque con el advenimiento del peronismo adoptó la identidad justicialista.
En una disertación pronunciada en calidad de abogado consultor del Banco de la Nación Argentina en el Colegio Nacional de Buenos Aires, el 18 de junio de 1946 y bajo el título de “El sistema económico de la revolución”, Ibarguren declaró: “El sistema económico de la revolución tiene por base y punto de partida la nacionalización del Banco Central y el régimen creado para los depósitos bancarios. El sistema bancario anterior no estaba preparado para una acción coordinada y de conjunto ni representaba un instrumento eficaz para satisfacer las múltiples exigencias actuales de la vida de nuestro país”.

Y agrega, a renglón seguido: “El nuevo sistema llena las exigencias de un pueblo en pleno desarrollo que pugna por salir de los moldes anticuados y de la estructura semicolonial que comprimía su producción. El nuevo sistema económico creado por la revolución, esta hora trascendental para nuestro porvenir, interpreta cabalmente la voluntad enérgica de la República Argentina de conquistar moral y materialmente la fuerza de potencia soberana entre las naciones del mundo”.
Claramente, cuando Ibarguren se refiere a la “revolución” está pensando como una unidad programática a todo el proceso, sobre todo a partir de la elección de Perón como presidente en febrero de 1946. Esta unidad es de concepción pero también de acción, puesto que muchas de las condiciones materiales necesarias para implantar las bases de la economía peronista fueron implementadas durante el gobierno de Farrell a través de decretos-ley. Los mismos fueron firmados por pedido explícito de Perón y atendiendo a la necesidad de neutralizar a la oposición política que sobrevendría al peronismo una vez restaurado el régimen republicano y con él, la actividad parlamentaria de un congreso mayoritariamente opositor a Perón y a su política.
Perón consideraba que el país había desaprovechado una oportunidad histórica única durante el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen y asumió su propia presidencia dispuesto desde un inicio a reparar aquel error. De acuerdo con la mentalidad de Perón, el radicalismo no había sabido aprovechar las condiciones internacionales que durante la I Guerra Mundial habían favorecido una tibia industrialización por sustitución de importaciones. Coincidiendo con Carlos Pellegrini, quien había afirmado que “(…) es poco serio que la economía de un país dependa de su régimen de lluvias”, Perón sostenía que la base necesaria del desarrollo económico del país y de su inserción en el sistema internacional debía ser la industria y no la exportación de materias primas.
Si bien durante el gobierno de Yrigoyen había surgido de manera espontánea una incipiente industria impulsada por las veleidades del comercio internacional en tiempos de guerra, la novedad del peronismo es la de considerar como motor de la economía a la industria incluso en tiempos de paz. Esta orientación industrialista le valió a Perón el epíteto de ser “anticampo”, aunque bien mirada la cosa nos habla más de un interés por diversificar a la economía y sobre todo de incluir en el mercado de trabajo a los innumerables contingentes migratorios que habían comenzado a radicarse en las ciudades debido a la expulsión de mano de obra por parte de las actividades agropecuarias, claramente muy inferiores a la industria en su demanda de capital y trabajo.

A la luz de los acontecimientos, la historia parece haberle dado la razón. Los “cabecitas negras” tan despreciados por algunos ingresaron de manera plena al mercado de trabajo como obreros fabriles, elevando sus estándares de vida y modificando en el camino la base de la estructura productiva del país. Ante la resolución de la II Guerra Mundial, Perón se encontró entonces ante la disyuntiva de volver a impulsar el modelo agroexportador restaurado luego del yrigoyenismo o bien dar impulso a la industrialización y favorecer una verdadera revolución económica.
A este respecto nos cuenta Chávez: “Al momento de firmarse la paz, el país se encontró con una fuerte reserva en oro y divisas extranjeras originadas por las constantes exportaciones a los países en guerra, sin la contrapartida de importaciones, ya que los mismos pasaban por esas circunstancias extraordinarias. La acumulación de saldos favorables en la balanza comercial en forma de oro en custodia en el exterior y de divisas depositadas en bancos de los Estados Unidos y en el banco de Inglaterra alcanzó los 1.697 millones de dólares”.
“El criterio a adoptar frente a esta reserva”, prosigue Chávez, “no escapaba a estas dos opciones: o bien se utilizaban esas reservas para, primero, capitalizar urgentemente el país de los bienes de capital y de materias primas requeridas para nuestra industria, consolidando y expandiendo su desarrollo, sanear la estructura de la balanza de pagos mediante la repatriación de la deuda externa pública y privada y nacionalizar los servicios públicos de propiedad extranjera, no por ser extranjeros sino porque el pago de sus servicios hipotecaba el valor de nuestras exportaciones. O bien por el contrario se procuraba conservar un fuerte encaje de reservas para mantener valorizado el peso argentino tratando de evitar que el país se contagiase de la inflación mundial de posguerra”.
Necesariamente ello debía acompañarse con una política de reconversión económica que retomase la explotación agrícola ganadera alentada por los altos precios internacionales como base fundamental de la actividad económica nacional eliminando el proceso de desarrollo industrial. Este segundo criterio, en aras de una moneda sana, sacrificaba las posibilidades de desarrollo económico integrado y tendía a mantener la tradicional fisonomía agropecuaria de nuestra economía.

El gobierno de entonces, fiel al mandato recibido de las urnas, se decidió por el primero y la Argentina comenzó a disponer intensamente de sus reservas de oro y divisas para consolidar y expandir el proceso de industrialización con independencia y un fuerte mercado interno. Según el criterio elegido fue menester crear algunos instrumentos o incursionar por determinados procedimientos que procuraron alcanzar esos objetivos.
Tales fueron la reestructuración del Banco Central, la creación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), el rescate de la deuda externa, el impulso del Banco de Crédito Industrial y Fomento Minero, las nacionalizaciones de ciertas empresas extranjeras, la expansión y virtual creación de la flota mercante y la creación de la División Comercial Argentina entre las más importantes.
De ahí que caracterizar al primer peronismo como una revolución no es una cosa antojadiza ni mucho menos. Al cambiar bruscamente el paradigma económico y social de la Argentina, el peronismo fue un proceso revolucionario a todas luces y más aún por su firme resolución de sostener las políticas implementadas durante la guerra en tiempos de paz, de seguir apostando a un país de matriz industrial o más bien diversificada que pudiera dar respuesta a las necesidades concretas de su pueblo-nación. La revolución nacional-justicialista es una realidad histórica de Argentina y de América que servirá para siempre de ejemplo por antonomasia de un modelo de desarrollo permanente y sustentable. También en ese sentido el peronismo es heroico.