El ritual electoral: la ilusión de la democracia

Las elecciones en Estados Unidos no son otra cosa que una elaborada puesta en escena, una simulación democrática que disfraza un régimen de dominación oligárquica. Con “divide y reinarás” la sociedad ha sido fragmentada en infinitas categorías identitarias que impiden cualquier resistencia real. Mientras tanto, el poder real —el de las corporaciones multinacionales y los fondos de inversión— permanece incuestionado y fuera del alcance del ciudadano común. Los políticos son actores en un teatro electoral costoso, diseñado para canalizar recursos públicos al sector privado bajo el disfraz del “proceso democrático”. La ilusión del voto como expresión de soberanía popular sostiene un sistema donde los resultados están previamente definidos y donde las campañas no son más que espectáculos financiados por los mismos que dictan las políticas de Estado.
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Divide y reinarás, es siempre la misma historia. Si el lector se pregunta alguna vez por qué la sociedad estadounidense está tan dividida, he ahí la respuesta. Cuando nos referimos a divisiones decimos no solo que estas grietas son profundas, sino que son incontables. División racial de blancos contra negros, división por criterios de defensa de las libertades individuales en progresistas y conservadores, incluso división por sexos entre hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, etcétera.

No existe una sola categoría identitaria por criterios de ideología que no tenga su correspondiente Némesis al que enfrentarse. Es el viejo principio de dividir para conquistar. En términos políticos, sin ir muy lejos, la vieja división entre republicanos y demócratas o entre “izquierdas” y “derechas” es simplemente una faceta más de las tantas divisiones en las que la oligarquía corporativa imperialista ha dividido a la sociedad para conquistarla y gobernar sin oposición.

En ese esquema, las elecciones no son otra cosa que un ritual, una simulación destinada a saciar el hambre de participación de una minoría social politizada. En rigor de verdad, más allá de esa práctica ritualizada que simboliza una “democracia” entre muchas comillas, el sistema republicano electoral no tiene influencia alguna sobre el modelo de sociedad que el país sigue, el manejo de su economía o la política en general. ¿A quién se le puede ocurrir que el poder no electo del sector privado va a confiar al pueblo estadounidense las decisiones acerca de cómo se harán las cosas en los Estados Unidos?

Es absurdo, no tiene sentido. Los Estados Unidos han subvertido, saboteado y estrangulado democracias alrededor de todo el planeta. Por más de un siglo han estado interviniendo en las elecciones de todos los países del mundo, manipulando los gobiernos de naciones independientes en todo Occidente y en el Sur Global. Desde Haití hasta Honduras, desde Italia a Irán, desde Siria a Sudáfrica. Han derribado gobiernos, asesinado a funcionarios elegidos por el pueblo, manipulado elecciones, sobornado e intimidado a dirigentes y aplastado democracias en todos los continentes.

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Los marines estadounidenses posan con un trapo robado a los sandinistas durante la invasión sobre el territorio de Nicaragua en 1932. Durante un siglo los Estados Unidos han subvertido el orden democrático en prácticamente todos los países, ya sea mediante el uso de la fuerza brutal de las armas, el fraude o el espionaje. ¿Por qué el poder fáctico yanqui no haría lo mismo en su propio territorio?

La élite estadounidense no cree que ninguna población en ningún país del mundo pueda resultar confiable a la hora de garantizar para ella, para la élite imperial, la salvaguarda de sus intereses oligárquicos. En ese contexto, ¿Qué le hace creer al ciudadano yanqui promedio que la élite confiará en él para hacer lo propio en casa, en los mismísimos Estados Unidos de Norteamérica? No, está claro que la democracia republicana es nada más que una fantasía. El poder real manipula las elecciones e instala a quienes se les da la gana en todos los países del mundo, pero de alguna manera los ciudadanos estadounidenses piensan que no hará lo mismo en su propio país, donde la élite reside y mantiene innumerables negocios.


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