Facundo Quiroga, el “Tigre de Los Llanos” fue asesinado en Barranca Yaco, provincia de Córdoba, el 16 de febrero de 1835. Es en conmemoración a ese aniversario luctuoso que hemos dedicado este artículo a un breve repaso por algunos aspectos de su biografía y a la caracterización del caudillo como generalidad, entendiendo a Quiroga como uno de los caudillos de mayor popularidad en toda la Confederación Argentina, sobre todo en las provincias del interior profundo.
La primera aclaración que hemos de realizar es acerca de su naturaleza federal incluso cuando él mismo se decía unitario. De acuerdo con la crónica, Quiroga llegó a afirmar: “Soy unitario por convicción, pero me hice federal porque esa es la voluntad de los pueblos”. Lo cierto es que más allá de ese unitarismo autopercibido, el caudillo riojano constituyó un verdadero azote ―con el pueblo a sus espaldas― del unitarismo porteño rancio que hoy diríamos “con un olor a naftalina que volteaba”, representado mejor que nunca en la época por ese sujeto tan peculiar como lo fue nuestro amigo Bernardino Rivadavia.
Para comprender mejor la figura de este hombre fuerte de nuestra historia nos valdremos del libro Facundo de Pedro de Paoli, un historiador rosarino desconocido para muchos colegas y que sin embargo posee en su haber dos bellas biografías más que recomendadas, la de José Hernández y la presente de Facundo Quiroga. Pero antes de citar la obra de De Paoli conviene hacer un repaso por la estirpe del personaje para comprender mejor el ascendiente social que este hombre se granjeó.
Facundo era descendiente de varias generaciones asentadas en el territorio, bisnieto de conquistadores y por supuesto perteneciente a lo que podríamos llamar una aristocracia de fuerte tradición hispánica. Su padre era un sanjuanino radicado en Los Llanos, provincia de La Rioja, a partir del matrimonio con la hija de un propietario local. De Paoli describe de una manera gráfica esa vida de finales del siglo XVIII y resume en interesantes pasajes de su obra por qué surgen estos hombres que conocemos como caudillos.

Nos dice el autor que en La Rioja finisecular “(…) por encima todo, en forma absoluta está el temor a Dios, fuente de toda justicia y razón y el amor entrañable por la Santísima Virgen. Más cerca de los hombres impera la autoridad del que manda y en forma inmediata están el juez, el alcalde o el capitán de milicias del lugar, condicionado todo ello a la palabra sagrada de su señoría el obispo o de su paternidad el señor cura párroco”.
Y continúa describiendo aquella sociedad provinciana: “Hay una profunda veneración por los ancianos y ternura por los niños, respeto y sumisión por los padres y cariño por los hermanos. Los padres quieren a los hijos con el amor de quien ve en ellos su propia sangre y su prolongación en la vida siguiendo los dictados de la santa religión católica que se mantiene fiel en sus corazones. La sociedad tanto en las ciudades principales como en los villorrios es sana, moral y tranquila.
“Ha de nacer después al calor malsano de las luchas políticas e ideológicas el calificativo denigrante de ‘colectividades bárbaras’ con que los escribas unitarios procurarán rebajar el concepto moral e intelectual de todo lo que no fuese la ciudad de Buenos Aires, sin exceptuar siquiera de Córdoba, que si bien la separan de culta, le lanzarán sin embargo el mote de ‘reaccionaria’ y ‘atrasada’. Índice de lo civilizadas que eran por entonces las provincias del interior, ciudades y villorrios, incluso la tan denigrada La Rioja es su preocupación por la educación pública”.

Entonces De Paoli realiza un repaso bastante pormenorizado por la labor educativa llevada adelante por las autoridades provinciales, tarea que más adelante caerá en el olvido y resultará destruida cuando el país sea “pacificado” (muy entre comillas) con el advenimiento de Bartolomé Mitre a la presidencia de la Nación.
Otro aspecto más que interesante del libro de De Paoli es su revaloración del concepto de caudillo tal y como este era comprendido por los protagonistas de la época. Concepto que por intermediación de la historiografía tradicional en el imaginario colectivo tendemos a denostar o prejuzgar, atendiendo a la visión sesgada de autores como Domingo Faustino Sarmiento quien, a pesar de ser primo del propio Facundo, escribió aquella biografía tan desnaturalizada, falsa y prejuiciosa como lo es Facundo, o civilización y barbarie en las pampas argentinas, uno de los primeros best-sellers de nuestra literatura.
Nos dice Pedro De Paoli que la definición que el diccionario nos otorga de la palabra caudillo no alcanza para caracterizar en su justa medida lo que fueron los caudillos argentinos. “Porque nuestros caudillos no fueron hombres de carácter guerrero. Más aún, fueron la antítesis de la guerra y si llegaron a ella lo fue por el imperio de las circunstancias o como decía Facundo, ‘Porque los otros me provocaron al guerrear’. Todos nuestros caudillos provienen de las llamadas clases altas y los más de ellos como Facundo, Ramírez, Heredia, Güemes, Ibarra, el Chacho son de noble estirpe.

“Cuando la oligarquía reaccionaria porteña ve peligrar su hegemonía sobre el país allá por el año 1817, los hombres que tienen al mando las provincias comienzan a ponerse en guardia y a erigirse en voceros de los intereses de tierra adentro. Cuando esa oligarquía se pone de acuerdo con los portugueses para entregarles la Banda Oriental, esos jefes provincianos asumen la jefatura de sus respectivas provincias, a las que comienzan a darles carácter de Estado”.
Y en este punto es cuando De Paoli da en la tecla en su caracterización completa de la definición del caudillo argentino: “Es desde entonces que la idea de federación nace en el país con carácter propio y firme y es también desde entonces cuando cada una de las provincias argentinas habla de su soberanía al llamarse Estados soberanos. Rota toda vinculación de dependencia y aun de unidad política con Buenos Aires, desconfiándose un Estado de otros; faltos los más de esos Estados, incluso el de Buenos Aires de una constitución que los rija, debilitados los resortes de la justicia al amparo del necesitado de protección al débil, el gobernante tuvo que ser forzosamente algo parecido a lo que era el paterfamilias en la Roma antigua: un gobernante patriarcal”.
De acuerdo con la descripción de este historiador rosarino, entonces, el caudillo se parece más a un padre que ama y cuida a los suyos que al tirano bruto y sucio que nos ha heredado como interpretación el Facundo de Sarmiento.
“Señor de sólida posición en la mayoría de los casos ―nos explica De Paoli― el caudillo era un hombre bien nacido, hidalgo, generoso, justiciero, ecuánime, dispuesto siempre a ayudar al necesitado. Recto en su proceder e inflexible en su severísima moral. Hombre recio, altivo, arrogante, valiente hasta la heroicidad y fiel a su tierra y a su estirpe hispana, de la que era orgullosamente representante con todos los atributos de su hidalguía y su nobleza. Si en el campo era gaucho por su prestancia y su baquía, en el distinguido salón de la más encumbrada familia era distinguido y caballeresco con todo el donaire y la finura de la época”.

Volviendo en particular a Quiroga, el autor cita un episodio que puede resultar descriptivo tanto de la impronta del propio Facundo como de nuestro amigo Rivadavia, el primer “hombre civil” de nuestra historia, al decir del viejo Bartolomé Mitre. Cuando se da impulso desde Buenos Aires a la reforma religiosa ideada por Rivadavia, la bandera que levanta Quiroga con el apoyo popular es “Religión o muerte”.
Y quizá el lector se pregunte si estamos discutiendo acerca de un cruzado del siglo XII. Lo cierto es que no, se trataba de un caudillo del siglo XIX quien supo leer el espíritu del pueblo que representaba, cuyos valores fundamentales eran profundamente cristianos. De acuerdo con el relato de De Paoli, “(…) fue por indicación de Castro Barros, que pasaba largas temporadas en casa de Facundo y de cuya familia era una especie de capellán. Este levantó su pendón con la inscripción ‘Religión o muerte’, que por otra parte se avenía perfectamente con el sentimiento del propio Facundo, que era muy religioso y que diariamente leía los Evangelios al extremo de saberlos de memoria”.
Esto se corresponde con una suerte de mito que sugiere que Quiroga se sabía la Biblia de memoria. De acuerdo con las investigaciones de De Paoli, aquello era cierto refiriéndose por lo menos al Nuevo Testamento, lo cual no es nada desdeñable. Pero lo más llamativo de esta descripción es su contraste con la visión propuesta por Domingo Faustino Sarmiento de Quiroga como un sujeto rudo, sucio, mal trazado y analfabeto.

El siguiente episodio que podemos enumerar guarda relación con las aspiraciones comerciales de Bernardino Rivadavia, asiduo visitante de la City de Londres, donde sus mecenas le solían brindar indicaciones acerca del manejo de lo que ellos consideraban como una suerte de semicolonia británica. Habiendo desaparecido en 1820 toda autoridad nacional con la disolución del congreso y la renuncia del director supremo, cada provincia se comenzó a manejar de hecho como un Estado soberano y en ese contexto fue Quiroga quien se propuso la explotación minera en su provincia.
Allí se conocía la existencia de importantes yacimientos de estaño y de plata, ubicados en el corazón del cerro Famatina. Lo llamativo no obstante es la actitud de Rivadavia, quien desde su centro de operaciones en la ciudad de Buenos Aires convoca a una serie de empresarios ingleses con el propósito de facilitar a la potencia extranjera la explotación minera en una provincia autónoma como en ese momento era La Rioja.
El conflicto de intereses se resuelve por las armas, siendo derrotadas las tropas porteñas al mando del General Lamadrid por el ejército riojano comandado por Facundo en la batalla de El Tala. De Paoli entonces recrea en su libro una escena ficcional que bien pudo haber tenido lugar en Buenos Aires, referida al momento exacto en que Rivadavia tiene conocimiento de su derrota frente al tigre de Los Llanos:

“Y don Braulio Costa toma su galera de pelo, su bastón, se ajusta bien la larga levita y se aparta de la reunión rumbo a su casa, desde donde enviará una reservada a su mandante, el general don Juan Facundo Quiroga, socio principalísimo de las minas de plata de Famatina en La Rioja. Los oligarcas porteños, logistas, quedan perplejos al ver cómo se esfuman todos esos grandes negocios que ha traído de Londres Don Bernardino. Al ver cómo es todo humo de paja que avienta el diablo, un oscuro general de provincia. Y presurosos vánse en grupo a la casa de Don Bernardino.
“Allá está el presidente rodeado de sirvientes y de esclavos. Enhiesto, duro, tieso, un unitario porteño todo respingado y de mal humor porque ha tenido que echar de su casa a un insolente amigo de la infancia que se ha permitido seguir tuteándolo sin advertir que ahora es el presidente de la República. Los amigos y socios se quedan un poco cohibidos, pero poco a poco se van recobrando, insinúan algunas palabras, algunos más audaces intentan una sonrisa y por fin lo rodean y tres o cuatro de ellos se sientan.
“Por fin alguien, con palabras entrecortadas para ir sondeando la impresión que causan en el señor presidente se refiere al resultado de la batalla de El Tala. Don Bernardino se encrespa más de lo que es, el color moreno oscuro de su cara se hace más subido, sus gruesos labios se alargan y sus ojos de por sí un poco salidos de las órbitas parecen salirse aún más. El atrevido que tuvo la osadía de hablar de la batalla se encoge en el asiento arrepentidísimo de haber hablado. Todos enmudecen. ¿Qué irá a decirles ahora el señor presidente? Y cuando ya se preparan para decir que ellos no tienen la culpa ni de la batalla ni de la derrota de Lamadrid, el excelentísimo señor presidente don Bernardino Rivadavia habla.

“Habla pausadamente, en voz baja como consigo mismo, pero no se refiere a la batalla en sí sino a un asunto que le preocupa más que el hecho militar y que la política. Se refiere a su negocio, al negocio de las minas. Sí, se refiere a otra cosa, a los mineros ingleses que ya hace una semana que partieron para La Rioja a posesionarse de las minas de plata de Famatina que son propiedad de la provincia de La Rioja y de Facundo Quiroga. ¿Qué será de ellos cuando en La Rioja se encuentren mano a mano y cara a cara con Facundo?
“Don Bernardino guarda silencio un instante. Algunos de los oligarcas de la logia Los Caballeros de América le oyen decir después muy bajo, casi musitando: ‘¿Y qué será luego de todos nosotros cuando se sepa en Inglaterra?’”.
Lo que sabemos es que esos mineros ingleses fueron tratados excelentemente bien en La Rioja. Siguiendo el estilo casi literario de De Paoli podríamos aventurar que seguramente se habrán reído un poco de lo absurdo de la situación. Ellos llegaban a La Rioja por un encargo del gobierno de Buenos Aires y resulta que La Rioja ya había tomado conveniente control de la situación. Luego de ofrecerles rico chivito y unos buenos vinos Facundo les habrá encomendado amablemente: “Regresen a Buenos Aires y díganle a don Bernardino que va a tener que explotar otro tipo de negocio, las minas son de los riojanos”.
Para finalizar, algunas aclaraciones acerca del asesinato de Quiroga, ocurrido como señalábamos más arriba en la provincia de Córdoba en febrero de 1835. Facundo es emboscado en Barranca Yaco y asesinado de un tiro en el ojo junto con toda su comitiva incluyendo a un niño que había viajado a advertirlo acerca del atentado y que a la sazón era sobrino de Santos Pérez. Una vez ultimado, el cuerpo del caudillo fue tajeado y lanceado y de igual manera los cadáveres de sus acompañantes.

El juicio por este crimen se tramitaría en Buenos Aires al inicio del segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas, quien ya asumía con la suma del poder público, esto es, con prerrogativas propias de un poder judicial. Rosas va a condenar a muerte a los ejecutores materiales del hecho, comenzando por el general de milicias Santos Pérez. Con respecto a la autoría intelectual del hecho, existe un debate historiográfico entre quienes sugieren que pudo haber sido el propio Rosas el primer interesado en la muerte de Quiroga, entendiéndolo como un competidor fuerte entre los caudillos del interior.
Si bien es preciso que en un contexto de declive del poderío del brigadier Estanislao López la desaparición física de Facundo dejaba a Rosas prácticamente solo como candidato a encabezar una posible federación, lo cierto es que esta versión adolece de serias inconsistencias, comenzando por el hecho de que al momento de ser emboscado Quiroga se dirigía hacia Buenos Aires. La pregunta lógica entonces es: ¿Por qué Rosas habría ordenado asesinar a Facundo en Barranca Yaco, en Córdoba, en lugar de esperarlo en las cercanías de Buenos Aires y enviar a uno de uno de sus hombres de confianza a ejecutar el trabajo?
Por otra parte, Rosas no tenía trato con la familia Reynafé bajo cuyo mando se encontraba Santos Pérez. Es más, eran prácticamente enemigos políticos debido a los vínculos de los hermanos cordobeses con el partido unitario. ¿Con qué motivación habría el brigadier Rosas de pedir a sus adversarios el favor de cometer un magnicidio en su lugar?
Una vez más, la historiografía mitrista demuestra que sus odios ideológicos son más fuertes que su rigor profesional, apenas revisando las fuentes de la época es posible para el interesado descubrir de qué manera se nos ha hecho partícipes de un relato que poco tiene que ver con la realidad.