Rodeado por una multitud de periodistas ansiosos por una rueda de prensa que jamás tuvo lugar porque no hubo preguntas, un Donald Trump ofuscado salía escupiendo fuego contra el statu quo estadounidense tras haber sido declarado culpable en las 34 acusaciones que pesaban en su contra por falsificación de documentos. Dichas acusaciones venían en la estela del escándalo por el “soborno” de 130 mil dólares que Trump le habría pagado a la actriz pornográfica Stephanie Clifford, más conocida en el medio de la prostitución fílmica como Stormy Daniels, presuntamente por su silencio sobre una también presunta relación sexual entre los dos que dataría del año 2006. Esos 130 mil dólares habrían salido de los fondos de la campaña de Trump sin declarar y de ahí la catarata de acusaciones, casi todas ellas por fraude fiscal.
Claro que el “soborno” no es tal ni es el problema legal en sí, sino el presunto hecho de que al pagarlo Trump debió falsificar documentos para encubrir el propio pago. La moral hipócrita de los anglosajones en general y de los estadounidenses en particular, no obstante, siente enorme atracción por el “soborno” y por eso el caso tiene tanta repercusión. En el fondo, lo que escandaliza a la opinión pública en los Estados Unidos es la mentira, allí donde de acuerdo con esos valores morales típicamente puritanos no hay delito más grave para un dirigente político que mentir. Es un poco difícil para la mentalidad hispanoamericana y lógicamente católica comprender estos valores del protestantismo anglosajón, pero lo cierto es que para ellos un individuo que miente sobre lo que fuere debe ser condenado aunque el delito cometido sea irrisorio o directamente inexistente.
Basta con recordar el afamado caso Clinton-Lewinsky, que metió en 1998 al entonces presidente Bill Clinton en un berenjenal al negar este el haber tenido relaciones sexuales con Mónica Lewinsky, una pasante de la Casa Blanca. En pocas palabras, Clinton estuvo a punto de ser destituido por un proceso que en los Estados Unidos se llama impeachment y es la figura legal del derecho de los yanquis que equivale a nuestro juicio político, todo por haber dicho que no hubo ninguna relación sexual con Lewinsky y luego quedar demostrado por pruebas de ADN —aparentemente había quedado algún rastro del semen de Clinton en la ropa de Lewinsky, lo que solemos decir la “chanchada”— que dichas relaciones en efecto habían ocurrido. Los Estados Unidos estuvieron a punto de “fletar” a un presidente en 1998, aunque no por tener sexo en el Salón Oval de la Casa Blanca con una pasante: iban a destituir a su presidente por mentir al respecto.

Pero Clinton era del Partido Demócrata y un fiel colaborador del complejo industrial-militar-farmacéutico, de modo que el Estado profundo logró sostenerlo en el sillón luego de una larga disputa judicial que produjo un gran desgaste en la credibilidad de la política estadounidense. En el caso de Trump esa relación de dependencia con el poder fáctico no es la misma ni es igual el lugar que ocupa este nacional-populista en el establishment político de su país. La solidaridad partisana que ayudó a salvar a Clinton del juicio político en su momento no existe con Trump. Los demócratas se declaran lógicamente sus enemigos y los republicanos, al no considerarlo uno de los suyos, no lo defienden mucho. Trump solo cuenta con sus trumpistas, que son marginales en el sistema, para resistir a las embestidas judiciales en su contra.
Y luego está la relación con el complejo industrial-militar-farmacéutico, que no es de las mejores y es lo esencial. Trump se resistió al experimento del coronavirus en 2020 y además no tiene prevista la guerra como método de sostener la actividad económica, por lo que estorba en cierto punto el gran negocio del poder fáctico global que es la creación de enfermedades y guerras para vender fármacos y armas. Ese poder fáctico no tiene motivos, por lo tanto, para sostener a Trump y más bien le interesa hundirlo, sentando en el Salón Oval a un demócrata o a un republicano dócil y funcional a sus intereses corporativos. Lo que finalmente salvó a Clinton en 1998 no aplica en el caso presente de Trump, no está el Estado profundo interesado en salvarlo para que vuelva a ser presidente en las elecciones del 5 de noviembre próximo.

Eso es lo esencial y es lo que los medios en todo el mundo no dicen ni van a decir jamás. Divirtiendo con la fantasía de Trump metido en la cama con una voluptuosa actriz pornográfica y agitando la moralina puritana según la que el mentir es un pecado mortal y es un crimen, los medios hacen correr ríos de tinta y llenan horas y horas de programación televisiva con el detalle más mínimo de la relación sexual y la mentira presuntas, ocultando con este método el fondo de la cuestión que son los intereses que subyacen la trama, intereses materiales y bien concretos del orden de los pesos y centavos. Al poder no le interesa con quien se mete Trump en la cama y mucho menos si miente o no miente —todos los dirigentes mienten todo el tiempo, la moral política no guarda ninguna relación con la moral cristiana—, sino que está atento a los negocios que puede hacer o dejar de hacer de acuerdo con el resultado de las elecciones.
Bien mirada la cosa y por fuera de la distracción mediática, lo que pasa hoy en los Estados Unidos es una clásica guerra judicial que ellos mismos popularizaron con la categoría de lawfare. El poder fáctico del complejo industrial-militar-farmacéutico tiene el ojo puesto en la guerra sobre el territorio de Ucrania y busca la forma de generalizar ese conflicto hasta transformarlo en una guerra mundial, en el gran negocio. El poder fáctico necesita resolver el orden mundial a los tiros, no quiere ninguna especie de acuerdo más o menos pacífico entre Occidente y Oriente que permita el reconocimiento de la multipolaridad naciente en una mesa de negociación. El orden mundial futuro debe dirimirse en el campo de batalla para que el poder fáctico global pueda lucrar con el conflicto haciendo unas pingües ganancias mediante la venta de armamento y demás pertrechos militares a todos los contendientes, como siempre.

He ahí el problema. Ya desde su primera presidencia entre el 2016 y el 2020, Trump viene manifestando su interés en desguazar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, como consecuencia lógica de dicho desguace, pactar el nuevo ordenamiento mundial con Moscú. Esto es lo que hay de esencial aquí, pues la OTAN es el principal y hasta podría decirse que el único animador de la guerra en Europa: si la OTAN deja de provocar en la frontera entre Occidente y Oriente, el primer resultado automático de ello será el fin de la guerra en Ucrania con la capitulación de Kiev mediante el reconocimiento por parte de la política ucraniana de que el país está en la órbita de Rusia, tanto en lo geográfico como en lo económico y en lo cultural, razón por la que no puede servir como una base de la OTAN desde donde Rusia pueda recibir ataques. De no existir la OTAN el problema de fondo desaparece y esa guerra termina antes de degenerar en un conflicto mundial.
Trump le manifestó personalmente y frente a las cámaras de televisión su cuestionamiento ontológico a la OTAN a Jens Stoltenberg, el noruego que sirve como secretario general de esa organización guerrera. Lo hizo durante su presidencia en 2018 y públicamente, no se trata de ningún plan oculto. En esa ocasión, Trump le dijo a Stoltenberg que no le veía mucho sentido en que los Estados Unidos sigan aportando hasta tres cuartos del presupuesto de la OTAN (unos 800 mil millones dólares anuales sobre los 1,3 billones del presupuesto total, una friolera) para que los europeos se peleen con los rusos y, al hacerlo, lo que hizo fue manifestar su interés en terminar con el mismísimo Plan Marshall. La forma en la que Trump pretende pactar con Moscú el nuevo ordenamiento geopolítico para lo que queda de este siglo XXI es un reconocer que Europa está en el continuum territorial de Rusia y que, por eso, los Estados Unidos no tienen nada que hacer allí.
Es una lógica indestructible, es como si Rusia o China, o ambos a la vez, se dispusieran a crear y a financiar una alianza militar para provocar y hacerles la guerra a los Estados Unidos, por ejemplo, desde México y de América Central. Es cierto que la Unión Soviética ensayó algo así con Cuba y ahí está la crisis de los misiles de 1962 como testigo histórico de ello. Trump es un continentalista y al serlo comprende muy bien la cuestión del continuum territorial, sabe que América está en la órbita de los Estados Unidos y sabe también que Europa lo está en la de Rusia, razón por la que considera que el Plan Marshall es una aberración o un error histórico, un mal cierre de la II Guerra Mundial. La presencia dominante de los Estados Unidos en Europa constituye un mal cierre de esa guerra porque es el germen de la III Guerra Mundial como lo sería la de Rusia y China en América.

Eso es lo que entiende el continentalista Donald Trump, ve la realidad como la ve Vladimir Putin, otro continentalista. Y al verla así, tiene interés en la disolución de la OTAN desfinanciándola, lo que evidentemente resultaría en la destrucción del germen de la guerra. El continentalismo es lo opuesto al globalismo, es el reconocimiento de la influencia exclusiva de las potencias regionales sobre sus respectivas regiones continentales: Rusia en Europa, China en Asia y los Estados Unidos en América. Desde el punto de vista de los yanquis, como se ve, esa es la propia Doctrina Monroe —América para los americanos, fuera todos los demás— que fue dominante en la política estadounidense hasta la I Guerra Mundial. Lo que Trump quiere, por lo tanto, ideológicamente, es restaurar la Doctrina Monroe en la política obteniendo el reconocimiento de su hegemonía en América por parte de Oriente, de China y sobre todo de Rusia.
Pero para ello debe reconocer la hegemonía continental de sus contrapartes y eso solo se logra haciendo lo que los Estados Unidos debieron hacer en 1991 al implosionar la Unión Soviética y descomponerse el bloque socialista del Este: desguazar la OTAN y reconocer que por continuum territorial Europa está en la órbita de Rusia. Eso fue lo que quiso establecer Stalin al finalizar la II Guerra Mundial en 1945, pero no pudo ser porque Harry Truman desconoció los acuerdos suscritos por Franklin Roosevelt en Yalta y arrojó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki para decirle a Moscú que los Estados Unidos de allí en más iban a hacer básicamente lo que les viniera en ganas porque tenían el monopolio de lo nuclear aplicado a la guerra. El Plan Marshall, la presencia dominante de los Estados Unidos en Europa, es el resultado de eso, es el mal cierre de la II Guerra Mundial.

La Unión Soviética habría de desarrollar su armamento nuclear mucho más temprano que tarde y hoy Rusia, heredera de la URSS, es la primera potencia atómica del mundo. Trump lo sabe, sabe que la guerra con Rusia es inviable y que no habrá forma de levantar económicamente a los Estados Unidos mientras no logre destruir las fantasías de una III Guerra Mundial que el complejo industrial-militar-farmacéutico acaricia como un sueño dorado. Al ser un continentalista, Trump no quiere más gastar 800 mil millones de dólares anuales para sostener una alianza guerrera cuyo único fin es trastornar el equilibrio natural del continuum territorial en Europa sin que haya en ello ningún beneficio económico para los Estados Unidos. A Washington le conviene mucho más reafirmar su hegemonía en el continente americano, que es riquísimo, para construir desde allí una posición dominante en un esquema geopolítico multipolar.
De ahí el lawfare contra Trump, el poder fáctico de las corporaciones está hablando en esa guerra judicial y está diciendo que no quiere ningún gobierno a partir del 5 de noviembre que ponga en cuestión la existencia de la OTAN y mucho menos que busque pactar en una mesa de negociación con Putin un nuevo orden mundial. Ese poder fáctico global ya vio a Trump “yendo al pie” de Kim Jong-un cuando este demostró haber desarrollado la tecnología bélica nuclear suficiente para hacer estragos, sabe que Trump no quiere la guerra y que va a buscar la paz relativa que es un equilibrio de poderes cuyo criterio es la capacidad de hacer daño tirando misiles con ojivas nucleares. En la cabeza de Trump el problema es China en lo comercial, la guerra es una guerra de tarifas, aranceles, subsidios y relocalización industrial en la que los Estados Unidos van a ser grandes otra vez cuando recuperen la dominación económica del mundo.

Nada de esto es una trama hollywoodense de buenos y malos, nada indica que Donald Trump sea bueno ni mucho menos, no se trata de eso. Se trata del nivel de comprensión del sentido histórico. Trump comprende que el tiempo del globalismo ha pasado, que la Guerra Fría terminó hace ya más de tres décadas y que a los tiros los Estados Unidos no van a poder sostener ninguna posición dominante en el concierto de las naciones. La única forma de asegurar esa posición dominante para lo que resta de este nuevo siglo es la reivindicación de la capacidad industrial yanqui, la que se ha perdido desde la crisis del petróleo y el advenimiento en 1973 del neoliberalismo a esta parte. El enemigo es China en el plano comercial y no Rusia en una guerra nuclear en la que solo las élites globales ganan. El enemigo es China, el país adonde fue a deslocalizarse toda la industria estadounidense en los últimos 50 años.
Todo esto es lo que comprende Trump, es lo que el complejo industrial-militar-farmacéutico no quiere y es, en resumen, la explicación del lawfare que tiene lugar por estos días. Dirigentes políticos mentirosos, corruptos, promiscuos y criminales los hay a calderadas en todo el mundo y sobre todo en los Estados Unidos, el poder judicial tendría una abundancia de sujetos a los que enjuiciar y castigar. Pero carga todas las tintas contra Trump con el fin de evitar que vuelva a la presidencia de los Estados Unidos. Detrás de ese poder judicial está el poder fáctico antes mentado, el llamado Estado profundo cuyo interés es hacer negocios con la enfermedad y la guerra y no puede, en consecuencia, permitir que poder político esté en manos de un dirigente que busca el equilibrio global relativo. El yanqui quiere guerra y para conseguirla lo que tiene que hacer es impedir que Donald Trump gane las elecciones del 5 de noviembre. Por el bien de la humanidad sería bueno que el Estado profundo no alcance ese objetivo.