España, América y los indios

A partir de la imposición de la leyenda negra de la conquista española por el aparato de colonización pedagógica de los ingleses toneladas de basura se han vertido sobre los primeros 300 años de historia de América hispana. Uno de los capítulos más nefastos de dicha leyenda es la que sugiere un trato inhumano y hasta brutal de los españoles hacia los indios americanos que iban siendo encontrados y reducidos a medida que el hombre blanco avanzaba sobre el territorio del Nuevo Mundo. Pero la sola lectura de los documentos históricos alcanza para desbaratar esa operación histórica que ingleses, franceses y holandeses echaron a rodar para tapar el bache sus propias conquistas, las que fueron realmente sangrientas. Sin la necesidad de santificar a los conquistadores españoles, resulta sencillo darse cuenta de que leyenda negra habla mucho más de quien la cuenta que del sujeto por ella acusado.
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En esta sección de la Revista Hegemonía dedicada al revisionismo histórico nos solemos ocupar de desmitificar algunos conceptos e interpretaciones que han quedado establecidos por la historiografía tradicional como verdades talladas en piedra. De ordinario nos enfocamos entonces en tópicos o personajes relevantes para comprender el pasado de nuestro pueblo, como argentinos y patriotas. Sin embargo, nuestra identidad nacional también está contenida dentro de un universo cultural más amplio, el de la hispanidad como un todo que nos abarca y moldea nuestra idiosincrasia criolla más allá de la identificación de nuestra nacionalidad argentina.

Es por eso que hemos decidido ampliar el abanico de temáticas de esta columna, para dar cuenta de los mitos y las interpretaciones sesgadas que la historiografía ha realizado no solo a partir de la etapa poscolonial y de organización nacional de los pueblos americanos, sino propiamente de la etapa colonial que nos comprendió como parte integrante de los dominios de la madre patria.

Y una de esas temáticas guarda relación con el personaje que analizamos en la última edición de esta revista, el general Julio Roca, pues resulta de especial interés para los cultores de la leyenda negra de la conquista española la relación que los conquistadores establecieron con los habitantes nativos de las Américas una vez incorporadas estas a la égida del reino español. Tanto de Roca como de la metrópoli ibérica se nos ha hablado en más de una ocasión como de genocidas que se dedicaron sistemáticamente a arremeter contra el indio sin reconocerle el derecho a la vida y, en muchos casos, ni siquiera la condición humana. Si para el caso de Roca hemos visto que esa afirmación puede matizarse, podríamos hacer lo propio en relación con el reino de España.

Una de las consecuencias simbólicas de la fuerte asociación del General Roca con el genocidio de indios es la vandalización constante de los monumentos en su honor. La idea es hoy de sentido común, aunque no deja de ser una pieza de propaganda en el esquema de la leyenda negra, según la que todas las atrocidades contra los naturales americanos las cometió el hombre blanco español y luego el criollo descendiente de este. Pero si Roca fue un genocida infernal como lo pintan o hasta el mismísimo diablo, ¿qué queda para los anglosajones, franceses, holandeses y portugueses de lo que nadie habla? Es que la historia, como se sabe, la escriben los ganadores y los hispanos fuimos derrotados.

A tal fin nos valdremos de un artículo del catedrático argentino Sebastián Sánchez, La condición jurídica de los indígenas: la reducción a la vida política en José de Acosta, basada en la obra de un jesuita que desarrolló su labor evangelizadora en los primeros años de la conquista.

Dice el profesor Sebastián Sánchez: “Esa cuestión de conciencia que principió con los Reyes Católicos y se extendió en Carlos I y su hijo Felipe II dio inicio a un extenso derrotero lógico, filosófico, político y legislativo, siempre en torno a la legitimidad de la evangelización, la conquista y la retención de las Indias. En ese marco se entiende la preocupación real por los indígenas, pues ya desde el testamento de Isabel de Castilla la corona ejerció la potestad tuitiva respecto de ellos. Es decir, la aplicación del amparo a los súbditos a quienes se les hiciere agravio”.

De hecho, estas últimas son palabras textuales que utiliza Isabel I de Castilla, Isabel la Católica, en su testamento. Dice el profesor Sánchez: “Tras el célebre sermón de Montesinos y las consiguientes resoluciones del año siguiente, Carlos I se responsabilizó gravemente de la situación de los indígenas, por lo que encargó a una junta de teólogos el estudio de la cuestión”. Se refiere el autor al Fray Antonio Montesinos, quien estuvo radicado en Santo Domingo, actual capital de la República Dominicana y cuyo sermón se remonta a 1511, pocos años después de producido el descubrimiento de América. Sánchez también hace referencia a las inquietudes del rey Carlos I de España y V de Alemania, quien luego de asumir la corona española llegó a ser el hombre más poderoso de su época.

Vieja imagen filatélica del padre José —o Joseph, como suele aparecer en algunos documentos— de Acosta, el jesuita español que además de dedicarse a la evangelización de naturales americanos en el amanecer de la conquista española fue un gran erudito cuyos intereses fueron desde la antropología hasta la medicina. La comunidad científica lo considera pionero en el estudio de los males de altura o mal agudo de montaña que en los Andes suele llamarse “soroche”.

El monarca, como embajador de la cristiandad, vio la necesidad de definir adecuadamente lo más justo para los valores vigentes entonces respecto del trato a los naturales. “La situación jurídica del indígena americano tiene su punto de partida en su consideración como persona”, nos advierte el profesor Sánchez. “Noción que estuvo en la base del establecimiento de su condición de vasallos libres de la corona de Castilla. En efecto, desde el reconocimiento de la condición de vasallaje recogida en la Real Cédula de 1503 hasta su ampliación en las leyes de Burgos de 1512 que asimilaron a los naturales a las personas miserables del derecho común, la corona evidenció una notable preocupación por esclarecer la situación de los naturales y propiciar su protección”.

“Ante ello”, agrega Sánchez, “resulta importante inquirir la significación concreta de la condición de vasallos libres con la que tempranamente se consideró a los indígenas. En primer término implicó el establecimiento de una igualdad jurídica fundamental en el mundo indiano en forma independiente de lo étnico y cultural motivada justamente por el reconocimiento del señalado carácter personal de los naturales de América”.

Respecto del carácter de embajador de la cristiandad por parte de la autoridad regia, vale la pena recordar que el papa Alejandro había hecho donación de las tierras por ser descubiertas al momento del inicio de la expedición indiana a los Reyes Católicos, encomendándose en estos la misión de evangelizar a los habitantes de las mentadas tierras por descubrir. La evangelización, como se sabe, implica naturalmente el reconocimiento de la condición humana del evangelizado pues se presupone que solo son sujetos de bautismo en la fe católica los seres humanos.

Rodrigo Borja, el papa Alejandro IV, quien al hacer la donación de la Iglesia Católica a la corona española de la tierras a descubrirse a partir de 1492 puso como condición la evangelización de los hombres que se encontraran habitando esas tierras. Evidentemente sin saberlo, Alejandro IV sentaba allí el precedente que habría de orientar toda la conquista y la colonización de España en América, diferenciándola cualitativamente de los demás avances por parte de ingleses, franceses y holandeses en lo que al trato con los naturales se refiere. España jamás habría de apartarse del camino señalado por Rodrigo Borja durante toda la conquista y posterior colonización.

Pero desde el punto de vista político también se manifiesta ese presupuesto, lo que queda explícito en el reconocimiento de los indios como vasallos del rey. Nos cuenta Sebastián Sánchez: “Esta igualdad jurídica conllevó incluso la aplicación de la distinción estamental castellana, de modo tal que los caciques fueron reconocidos como nobles y el resto, al común. Pero además, el vasallaje estableció un vínculo directo de los indígenas con el rey al igual que con todos los otros habitantes de la sociedad indiana, aunque en el caso de los naturales esa relación estuvo signada por su consideración como personas miserables en derecho. Es decir, jurídicamente incapaces y por tanto comparables con las viudas y los huérfanos”.

O sea que se les asignó a los indígenas una categoría, la de “personas miserables” que bien podía abarcar a sujetos nacidos en la península, como era el caso de las viudas, en virtud de su vulnerabilidad. Se trataba de personas, pero de una clase de personas cuyas características ameritaban de acuerdo con las leyes de la época una tutela especial de parte del Estado. De hecho, esa clase de relaciones entre el Estado y los habitantes de una nación sigue existiendo, por ejemplo en el caso de los niños y adolescentes menores de edad o las personas declaradas incapaces. Se trata de personas que requieren de una tutela particular y no se les reconoce la aptitud de ejercer como sujetos plenos de derecho.

Lo que diferencia a la corona española de otras potencias de la época es la existencia de un debate acerca de la condición de ciudadanos de los naturales de las Indias. Ya no de su condición humana, que jamás fue puesta en duda como sí fue negada por los conquistadores de otras naciones contemporáneas. Por lo tanto, la misión asumida por la monarquía española fue la evangelización e inclusión de los indios a la vida social del reino, no siendo considerada como una opción la eliminación de la población nativa, como sí sucedió, por ejemplo, en el caso de ingleses y holandeses en el mismo tiempo.

Tanto Moctezuma II (aquí representado en la imagen) como Atahualpa tienen sus estatuas en un lugar de honor del Palacio Real de Madrid y allí están en representación de la nobleza indígena: las Leyes de Indias exigían darles el mismo respeto a los indios que a cualquier súbdito de la Corona de Castilla y, como consecuencia lógica, los nobles indios tenían para España el mismo honor que cualquier otro noble del mundo, siendo además merecedores de iguales privilegios en el ámbito social. Esa igualdad no se verifica en ninguna otra colonización.

De modo tal que resulta inexacto afirmar que los españoles trataban como cosas a los indios, claramente no hubiera sido posible que los reyes del imperio español reconocieran como vasallos a objetos o que el papa impusiera como condición del dominio del territorio la evangelización de cosas inmateriales o bestias salvajes. Se reconoce el bautismo solo a quien se reconoce como un ser humano racional, en condición de paridad. Un tercer argumento en contra de la afirmación que sugiera la cosificación del indio consiste en el temprano reconocimiento del derecho a contraer matrimonio con naturales, tanto de español con india como de indio con española. De haberse presupuesto la no-humanidad de los indios no hubiera sido posible tal legislación sin incurrir la corona en una falta imperdonable a ojos de la autoridad eclesial: la de fomentar el pecado de la bestialidad.

Por otra parte, resulta anacrónico cuestionar como coercitiva la intención de bautizar en la fe católica a los indios en lugar de reconocerles su fe politeísta. Lo cierto es que en el siglo XVI evangelizar a los naturales era visto como un medio de inclusión social no violento sino precisamente lo opuesto: se trataba a ojos de los conquistadores de una misión encomendada por la divinidad y un modo de demostrar igualdad ante los naturales, ofreciéndoles formar parte del reino.

A este respecto cita nuestro autor al padre Acosta, quien reflexionó acerca de la necesidad de atraer a la vida política a los indios a través precisamente de su evangelización en la fe católica. Nos dice Sánchez: “Entre los muchos escritos del padre Acosta cabe señalar su Doctrina cristiana y catecismo para la instrucción de los indios, publicada en Lima en 1584. En lo que a nuestro tema respecta, la obra fundamental del padre Acosta es De procuranda indorum salute, publicada en 1588”. En su libro, Sánchez se refiere a las reflexiones del padre Acosta, quien parte de la base de que no se puede hacer de los indios buenos cristianos si previamente no se hace con ellos una tarea de “reducción” a la vida política.

La iglesia y convento de Santo Domingo en Cuzco, Perú, es un ejemplo muy elocuente del sincretismo entre la religión católica y los cultos ancestrales de los indios americanos. Santo Domingo fue construida sobre la ruinas del templo incaico de Coricancha y la forma de esa construcción resulta en una mezcla perfecta, a modo de yuxtaposición, de los símbolos de una y otra fe. Todo eso pese a la errónea interpretación de que los españoles ubicaron a Santo Domingo por encima de Coricancha, que es una estupidez lógica allí donde a nadie se le ocurre construir por debajo de algo y menos aún con los recursos técnicos de aquellos días. Santo Domingo preservó a Coricancha hasta los días de hoy.

Por esta noción se entiende el congregar a los naturales en reducciones, como fue en el caso de las reducciones jesuíticas. El objetivo era hacer de pueblos muy rudimentarios en cuanto a la vida social y política ciudadanos a quienes se les pudiere llegar a reconocer la plenitud de la condición de sujetos de derecho. El proyecto del padre Acosta implicaba para los indios los beneficios de la vida comunitaria y los compromisos propios de la vida cívica tales como la participación en ciertas instituciones políticas o la elección de autoridades por ejemplo, en los cabildos. La consecuencia natural sería hacer de las reducciones indígenas comunidades políticas y religiosas vigorosas.

Nos dice el profesor Sánchez: “El padre Acosta no dudó de la legitimidad de la jurisdicción real sobre los neófitos indianos basada, como se ha indicado, en la donación pontificia que delegó en la corona de Castilla la misión de evangelizar. No obstante, nuestro autor, en extremo celoso del respeto a la comunidad indígena señala que los indios no pierden su dominio temporal si no se oponen a la predicación del Evangelio ni a la libertad de los que le profesan, aunque el rey católico quede como un sumo emperador constituido por la Iglesia como tutor de la fe. Por eso los neófitos caen bajo la administración real pero solo para su defensa, sin violencia de ningún género. La gravedad de la misión encomendada a Castilla queda claramente señalada pues ya se den otros títulos, ya no, consta que la salvación de los indios pertenece principalmente al cuidado de los Reyes Católicos. Gobernar fue entonces amparar y tutelar y el fin último de la protección de los indígenas dada en el marco del derecho natural fue sumarlos a Cristo. Se trataba de ‘La salvación eterna de innumerable multitud de paganos’, para lo cual Acosta tenía por cierto el principio extra eclesia nula salus”.

No hay salvación fuera de la fe. “En efecto, señaló claramente que para lograr la salvación hace falta ser evangelizado y bautizado y resultaba necesaria la ratificación, puesto que no eran pocos quienes discutían al respecto. En general, el indígena americano aún a salvo de las diferencias culturales que no fueron menores no tenía desarrollada integralmente la personalidad individual, sobre todo a partir de su vinculación con la tierra, a la que concebía como su lugar de origen. Poseía una personalidad colectiva signada por lo totémico y lo clánico y un inveterado animismo”.

Retrato de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, los reyes católicos que reunificaron España mediante la expulsión del moro y, acto inmediatamente seguido, autorizaron la empresa de Cristóbal Colón que sería el descubrimiento de América. Gracias a la convicción religiosa de Fernando e Isabel, España no se dedicó a exterminar y sí a evangelizar a los americanos, cosa que finalmente resultó en su perfecta integración a la sociedad colonial con derechos y garantías —al menos en la teoría legal— iguales que los de los españoles y, posteriormente, los criollos.

De acuerdo con la interpretación de Sánchez, entonces, existía una brecha cultural importante que separaba a los indios de los conquistadores, aunque la corona y sus teólogos se propusieron soluciones a esa brecha, la que implicaba no solo diferencias circunstanciales sino propiamente atinentes a la cosmovisión misma que un pueblo y otro poseían en su bagaje cultural respecto de nociones elementales para comprender la fe como la idea de individuo y de comunidad.

No obstante, nos advierte el autor: “No se trató nunca de la suplantación de un mundo por otro, ni siquiera de un trasplante radical, sino de armonizar dos mundos bajo la égida de la corona y la Iglesia. Dos mundos distintos pero aunados en una misma fe y un mismo rey. Pero para ello era necesario humanizarlos en el sentido de civilizarlos. O como dice Acosta: ‘Atraer pues, a estos hombres salvajes y enfierecidos a géneros de vida y acomodarlos al trato civil y político. La sociabilidad conlleva que los miembros de una comunidad política alcancen un grado mínimo de civilización sin el cual es imposible o muy difícil una verdadera convivencia. No sería posible una sociedad justa y bien ordenada si sus miembros estuvieran sumidos en la barbarie y cometería gravísima injusticia el soberano que descuidase este deber esencial e irrenunciable del gobierno. Asimismo, la reducción a la vida política implicó la educación y la promoción de los indígenas en tanto vasallos de Castilla’”.

Esto último los reyes se lo toman muy en serio y por eso lo primero que hace España al establecerse en América es fundar universidades, cosa que no va a ocurrir en las posesiones holandesas, francesas e inglesas. La fundación de universidades es un indicador claro de la misión civilizadora que la corona española asume tomando en consideración que el número de españoles peninsulares era ínfimo en relación con los naturales, por tanto esas casas de estudios están destinadas a que allí aprendan españoles peninsulares, españoles mestizos producto de la unión entre españoles e indios, e indios puros, tal como lo demuestra acabadamente Marcelo Gullo en sus obras, entre las que se destaca Madre patria.

Vista de la Manzana Jesuítica, donde en 1613 se fundó el Colegio Máximo que sería, a la postre, la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Junto a otras tantas casas de altos estudios como la Universidad de San Marcos en Lima (Perú) y la Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino (República Dominicana), entre otras, la Universidad de Córdoba es el testimonio en ladrillos de la preocupación que tuvieron los españoles por educar a los americanos en igualdad de condiciones respecto a los peninsulares. Nada de eso tuvo lugar en las posesiones inglesas, francesas, holandesas y portuguesas del continente.

“El concepto de reducción a la vida política”, continúa Sánchez, “implicó la educación y la promoción de los indígenas en tanto vasallos de Castilla, pues solo desde la base de un sistema de educación bien ordenado se podía pensar en un paulatino y creciente autogobierno de los indios tanto en el orden político y social como en el eclesiástico hacia su total independencia. Era la meta a la que había apuntado desde siempre la escuela de Salamanca. Los señoríos étnicos de caciques o curacas jugaron un papel esencial en la consolidación de las repúblicas de indios, toda vez que el prestigio de esos señores actuó como un factor importante para la cristianización y castellanización de los indígenas. Estos señores fueron considerados hidalgos de Castilla y la dignidad cacical fue entendida como un estatus que dotaba de una situación de privilegio a su titular en razón del origen ancestral de su autoridad. Otra cuestión derivada de la reducción a la vida política fue la de admitir la facultad de la corona de imponer tributos tanto para la administración temporal como para la espiritual”.

Visto desde la perspectiva de la época, pagar tributo era una forma más de reconocer la condición de vasallos de los indios, quienes se encontraban así en una relación directa con el rey, cuya protección gozaban a cambio del tributo como contraprestación, tal como lo hacían los nativos de la península. Pero reconocerles la condición de súbditos del rey implicaba también un sistema de trabajo indio organizado, pues en tanto que vasallos no estaba permitido someterlos al trabajo esclavo. Esa cuestión se resolvió en la forma de tres instituciones: la encomienda, la mita y el yanaconazgo.

La primera de ellas era una suerte de reedición del feudalismo adaptada a la realidad social y topográfica de América y presuponía necesariamente la asunción de compromisos de parte de los encomenderos, tales como la protección de los indios a su cargo y la provisión de vivienda, alimentación y vestimenta pero sobre todo, la evangelización. El yanaconazgo, por su parte, era una suerte de régimen de trabajo doméstico mientras que la mita organizaba específicamente el trabajo en las minas de oro y plata. La característica saliente de este sistema consistió en su preexistencia respecto de la conquista española y su ulterior pervivencia durante la época colonial.

Al permitir y hasta fomentar desde el vamos los matrimonios interraciales, España legó al hombre americano la que es —junto al idioma castellano, el tercero más hablado del mundo y probablemente el más sofisticado de todos— su mayor riqueza: el mestizaje. En una tierra donde todos son mestizos y las razas puras no son deseables jamás cunde el racismo ni hay tensiones entre grupos étnicos, pues estos se diluyen rápidamente dentro del grupo general. El que esté familiarizado con los serios problemas sociales existentes en países como Estados Unidos y Brasil en este aspecto comprenderá rápidamente el enorme valor del mestizaje que hizo del hombre hispanoamericano un criollo mestizo sin complejos ni odios.

El trabajo en las minas poseía, de acuerdo con la reglamentación, una organización en turnos rotativos y estacionales, lo que significó en la teoría un reconocimiento a prerrogativas laborales tales como el derecho al descanso. Claro que en la práctica la realidad puede haber diferido y de seguro se cometieron injusticias en la relación laboral entre los peninsulares y los naturales. Pero vale la pena reconocer el interés de la corona por reglamentar estas cuestiones atendiendo a la condición de súbditos de los nativos. Por otra parte, sería interesante preguntarnos si más allá de la existencia de una legislación laboral vigente no existirán en la actualidad formas de trabajo ajenas a la legalidad, a veces incluso similares a las condiciones de semiesclavitud, incluso en la Argentina de 2024.

En ese sentido resulta llamativo el interés de determinados sectores por exaltar los errores cometidos hace cinco siglos por una potencia colonial como lo fue la corona española mientras se silencian a menudo las aberraciones manifiestas llevadas adelante por otras potencias. Mientras que en la América española se les reconocía la condición humana a los indios, se les proveía de un marco jurídico regulatorio de su actividad y se los incluía en la vida política y religiosa, respetando la autoridad ancestral de los antiguos jefes tribales y permitiendo la unión matrimonial entre naturales y peninsulares, lo mismo no puede decirse de los sioux, apaches o cherokee de la América del Norte.

La riqueza y belleza de las producciones artísticas de la época colonial, realizadas en su enorme mayoría por los propios indios, la profundidad del sincretismo de la religión católica con las tradiciones ancestrales, el desarrollo de las ciudades, las iglesias y las universidades en la América Hispana parecen hablarnos de un proceso pacífico y verdaderamente inclusivo, no violento en sus fundamentos y propicio para el florecimiento de la cultura, las artes y el pensamiento. La idea de genocidio, una vez más, se nos muestra forzada y anacrónica, impropia de la realidad de la época. ¿Acaso florecieron las artes en los gulags soviéticos? ¿Y en los campos de concentración de la Alemania nazi? La respuesta, una vez más, queda a cargo del lector.

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