Francisco, los fariseos y Perón

Como Jesús para los mercaderes del templo. Así estuvo el Papa Francisco en relación con los fariseos posmodernos, a quienes denunció y expuso con sus palabras, pero fundamentalmente con sus gestos. Es la naturaleza del hombre peronista y profundamente cristiano: poner la práctica por encima de la palabra, la justicia social por encima del dogma vacío. Al igual que Perón y Eva y también como Jesucristo antes de él, Francisco entendió que primero hay que atender al que más lo necesita. Fue el peronismo, entonces, el que hizo política con el Evangelio como doctrina social para la furia del antipueblo. El Papa argentino desde Roma universalizó ese mensaje urbi et orbi sin pedir permiso y sin negar su origen filosófico. Llamarlo peronista a Francisco no es una herejía ni es un error: es nombrar con precisión aquello que ya perfuma como rosa.
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Decía el general Perón que mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar. En ese sentido, es posible afirmar que cualquiera que practique los principios rectores del peronismo es peronista aunque se llame a sí mismo por cualquier otro nombre, atendiendo a un viejo refrán shakesperiano: “Lo que llamamos rosa, con cualquier otro nombre olería igual”. La frase de Romeo y Julieta sugiere que la realidad es superior al lenguaje y, forzando apenas el alcance de la misma, que la práctica es infinitamente superior a la teoría.

Y de hecho esto se verifica en la vida cotidiana. Una de las principales críticas que se les suele hacer a los falsos peronistas es precisamente la contradicción entre discurso y práctica en la que incurren al declamar principios que no observan ni respetan, ensimismados como están en su onanismo ideológico, cuando no lisa y llanamente en la operación de sentido sin otro propósito que la conversión del peronismo en un significante vacío.

El progresismo, cuyo pensamiento y su praxis profunda resultan abiertamente liberales tanto en un sentido económico como en un sentido moral, viste el manto del peronismo con el doble objeto de pescar en la pecera peronista y a la vez implosionar el peronismo desde sus entrañas. Parafraseando (mal) al presidente de la Nación, el progresismo es el topo que vino a destruir al peronismo desde dentro. “Es como estar infiltrado en las filas enemigas”, afirmó Javier Milei de sí mismo en relación con el Estado. En el caso de los progresistas, la operatoria requiere cuando no mala intención, al menos bastante hipocresía.

Y la hipocresía es uno de los pecados que más ha sabido denunciar Jesús en sus tiempos de predicador: cuando descargó su ira sobre los fariseos por negar a los otros la entrada al Reino de los Cielos sin merecerla ellos mismos y rezar a los gritos en el templo en lugar de observar una actitud discreta pero temerosa de Dios, por ejemplo. O cuando a través de la parábola del sembrador puso en evidencia a quienes dicen recibir la Palabra pero apenas luego de haberla escuchado la olvidan y no le permiten echar raíces ni dar frutos. E incluso cuando echó a latigazo limpio a los mercaderes del templo, evidenciando en público cómo un lugar supuestamente destinado a la adoración de Dios había sido reducido a sitio de encuentro de comerciantes para su propio beneficio, bajo la mirada impasible de los sacerdotes que observaban la cosa dejando hacer y dejando pasar.

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Gran odiador de Francisco y del catolicismo en general, pero luego devenido en hipócrita, Javier Milei sirve como metáfora del “topo” que destruye desde dentro. Como Milei para el Estado están los “progresistas” para el peronismo, como el enemigo interno cuyo objetivo es destruir al cuerpo en el que parasitan. Pero las cosas, como decía precisamente Francisco, hay que llamarlas por su nombre y la verdad al fin prevalece porque es objetiva.

En otro episodio memorable, cuando un fariseo rico que lo había invitado a cenar se mostró disgustado ante las muestras de afecto prodigadas a Jesús por una mujer de baja posición, este señaló que a pesar de su condición social la mujer le había demostrado en hechos su gratitud, lavando sus pies con sus propias lágrimas, secándolos con sus cabellos y ungiéndolos en un delicado perfume de nardos. El dueño de casa, por el contrario, no había invitado a Jesús a lavarse y había contrariado así las normas sociales de hospitalidad de la época. Aquella mujer era María de Betania, hermana de Lázaro, a quien Jesús había levantado de entre los muertos.

Y la gratitud de María puede trasladarse a un plano más terrenal y pedestre asimilándola a la propia de quienes reciben pan, trabajo y dignidad en épocas de escasez material y espiritual. En nuestro país el ejemplo por antonomasia de un movimiento capaz de granjearse el amor, la lealtad y la gratitud de millones de desposeídos sobre quienes obró el milagro de la inclusión es, una vez más, el peronismo, una doctrina esencialmente humanista y cristiana cristalizada en un modelo de producción con crecimiento económico bajo los límites del bien común y con la justicia social como principal bandera.

El culto a la figura del General Perón pero sobre todo de Eva Perón responde a esa manifestación de gratitud por parte de los pobres de la patria. El mensaje de la justicia social puede traducirse en términos espirituales como el mandamiento de “Ámense los unos a los otros” pronunciado por Jesús como novación de las tablas sagradas. Y ese es precisamente el mensaje más poderoso que encarnó en vida el papa Francisco a lo largo de su pontificado: el mensaje de que Dios nos ama a todos por igual pero debe atender primero a los enfermos que a los sanos, a los pobres antes que a los ricos, a los pecadores antes que a los piadosos.

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Bello mosaico representativo de la escena del Nuevo Testamento en la que María de Betania —a quien algunos señalan como María Magdalena— lava y seca con sus cabellos los pies de Jesucristo. Esta es una imagen que suele enfurecer tanto a zurdos como a diestros, por distintas razones. La llamada izquierda detesta lo que aquí interpreta como un sometimiento de la mujer, mientras que la también mal llamada derecha se ubica simbólicamente en el lugar del dueño de casa ofendido por el gesto hacia la mujer humilde. El cristianismo, como el peronismo, está repleto de estas metáforas que no son del agrado de los extremos ideológicos.

Aquel es el mandamiento representado en la práctica política por el justicialismo, que sin negar la existencia de una única clase de hombres (porque todos somos iguales a los ojos de Dios), dedica la principal atención a quienes más necesitan de una mano que los ampare. En eso consistió la obra social del peronismo, en hacer de la caridad cristiana una política de Estado y ejercerla en favor de los enfermos y los pobres mientras se sentaban las bases para la erradicación de las enfermedades y la pobreza. Por eso es lícito decir que Francisco fue peronista en la práctica o quizá pase a ser lícito a partir de ahora decir que el peronismo es francisquista.

Sea como fuere, por tratarse de un líder político pero sobre todo de un líder espiritual de masas, el papa supo universalizar las verdades peronistas en un lenguaje que trasciende la esfera de la administración de la cosa pública. Cierto es que como doctrina el peronismo abrevó en diversas fuentes entre las que se puede citar la Doctrina Social de la Iglesia católica, pero también es cierto que solo en una sociedad como la argentina —hispanoamericana, cristiana, y, en tanto que mestiza, ajena a los segregacionismos raciales, a los supremacismos y a los totalitarismos de izquierda y de derecha— esta doctrina logró capitalizar políticamente el Evangelio para erigirse en un movimiento capaz de sistematizar el mensaje de Cristo en un modelo de desarrollo económico y social transformándolo en una política de Estado.

Si a los argentinos no nos suena novedosa ni revolucionaria la irrupción de un Francisco en la historia de Occidente y en el contexto de una crisis de valores y de fe tan profunda que llegó a amenazar con la propia disolución de la Iglesia, derrumbada por su propio peso ante su incapacidad para adaptarse a los tiempos, no es porque estemos habituados a leer en los Evangelios la palabra de Cristo. Es porque el peronismo nos malacostumbró a ver la obra de los seguidores de Cristo en movimiento. Una obra perfectible, claro está, pero igualmente cristiana. La caridad sistematizada en políticas.

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La imagen del peronista. Francisco en medio al pueblo más humilde y con la alegría que lo caracterizó. Es evidente que no podría declarar su adhesión a un peronismo que está metido en la grieta sin que sus palabras fueran interpretadas como un tomar partido por uno de los bandos en la rosca del cabotaje. Pero con el cuerpo, que es como el hombre habla más claro, el Papa argentino demostró que al igual que todo cristiano bien nacido fue siempre de tercera posición nacional-popular y justicialista. Y eso es ser, precisamente, peronista.

Jesús nos enseñó que debíamos atender a los pobres precisamente porque ellos se encuentran en una situación de vulnerabilidad, de la misma manera que los atendió Eva Perón dejando en el camino el pellejo. Cuando Cristo nos enseñó a compartir nuestro pan con el hambriento y a dar al desnudo nuestro vestido lo que nos enseñó es a ser humildes y no vanidosos, a no acaparar y a ser agradecidos por tener lo mínimo e indispensable, sin que nada nos falte pero tampoco nada nos sobre. En ese sentido, Jesús hizo caridad, no hizo pobrismo. El mensaje de Jesús es: no quiero que padezcas la carencia, quiero que seas humilde de espíritu y compartas con el prójimo, que es tu hermano.

Él jamás pensó en perpetuar la carencia, no exaltó la miseria y la marginalidad como valores en sí mismos. Nos enseñó a pensar en el prójimo como un igual: o es pa’ todos la cobija o es pa’ todos el invierno. Jesús entendió a la caridad como un medio y no como un fin. Y ese es el mensaje que Francisco hizo universal. Obedeciendo los dictados del Evangelio, Francisco internacionalizó la doctrina de la justicia social y por eso podemos decir que fue peronista más allá de toda denominación que lo limite encajonándolo en una categoría.

Cuando Francisco afirma que la unidad es superior al conflicto universaliza la relación armoniosa entre el capital y el trabajo en la comunidad organizada. Cuando sostiene que la realidad es superior a la idea nos dice que mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar. Cuando plantea que el tiempo es superior al espacio reformula el lema peronista de “la organización vence al tiempo”. Se confunden las unas con las otras, las definiciones de Perón con las que propuso Francisco.

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Jesús multiplica los panes para darles de comer a los hambrientos y para ser acusado, dos mil años después por los sobreideologizados, de “comunista”. Ya lo decía otro hombre santo, el arzobispo brasileño de las ciudades de Olinda y Recife en plena dictadura militar, Don Helder Cámara: “Cuando alimento a los pobres me dicen santo, pero si pregunto por qué no tienen para comer me llaman comunista”. La ideología, como se ve, es veneno y es el mal.

El argentino más importante de la historia es hijo de su tiempo pero también es hijo de su espacio. No existe ningún argentino vivo que no esté atravesado en su pensamiento y su idiosincrasia por esto que llamamos peronismo y que es otro nombre de nuestro ser nacional, al que el propio General Perón no lo inventó ni lo creó, apenas lo descubrió como el escultor descubre la figura que desde siempre estuvo escondida en la piedra.

Claro que los fariseos de hoy, de un lado y de otro, dirán que Francisco fue tal cosa o que fue tal otra. Dirán que fue pobrista porque privilegió a los pobres en su camino hacia el progreso, dirán que fue abortista porque acogió a las mujeres que abortan entendiendo que incluso los pecadores son hijos de Dios. Dirán que fue globalista aunque haya defendido siempre la unicidad de los pueblos. Que fue femirulo aunque haya alertado acerca del riesgo que el feminismo corre de convertirse en un machismo con faldas. Que defendió a delincuentes por conmiserarse con los presos y los marginales. Que atentó contra la familia por pedir a los padres de los homosexuales que no repudien a sus hijos. Que fue blasfemo por afirmar que incluso los ateos y los agnósticos son hijos de Dios aunque no crean en Él, porque Dios existe más allá de toda creencia.

Dirán muchas cosas, intentarán apropiarse hipócritamente de su figura como ya hacen con otras. Pero los peronistas entendemos lo que Francisco representa. Es nada menos que la representación a una escala universal y espiritual, para todos los pueblos del mundo, de nuestro modo de vivir y de sentir.

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Incluso las monjas que viven en un convento y suelen meterse poco con estos asuntos saben que peronista es sinónimo de argentino, razón por la que llamar “peronista” al Papa argentino está lejos de ser adecuado. Es más bien una obviedad ululante.

En los próximos días, semanas, meses y años asistiremos a una pugna ideológica por la apropiación larvada de contenido y tendenciosa de la figura de Francisco para el gusto de quienes dicen combatir la desigualdad pero solo la multiplican. Pero no debemos dejar pasar la “picardía”, porque el papa no fue ni marxista ni progresista. Fue peronista y como tal universalizó en un lenguaje espiritual el mensaje de amor fraternal e igualdad que es la base de la justicia social y de un justicialismo que, como siempre hemos afirmado, es profundamente humanista y cristiano.

Nadie que se guíe por el mensaje del Evangelio resalta el hambre por sobre la saciedad y la olla popular por sobre el trabajo bien remunerado. Cuando vio que faltaba para garantizar la saciedad de todos, el Señor multiplicó los panes y los peces y convirtió el agua en vino. Y en este mundo, a menos que seamos el hijo de Dios encarnado, la única manera de multiplicar los bienes es a través del trabajo, base material de la doctrina de Perón.

Podrán llamarle como quieran, pero Francisco encarnó y practicó eso que los peronistas llamamos peronismo, estamos en condiciones de afirmarlo con todas las letras porque él ya se encuentra en otro plano, camino de la santidad. Sería hipócrita no señalar esta obviedad, pero lleve el nombre que lleve, la rosa siempre perfuma igual.

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