Un argentino recién llegado por primera vez a un país occidental dicho desarrollado o “de primer mundo” se admiraba de la limpieza y del orden en las ciudades de dicho país, de sus calles y plazas en perfecto estado de conservación. Aun en los barrios más remotos, ponderaba ese argentino, las cosas estaban todas “como Dios manda”, a diferencia de lo que en comparación empezaba a valorar como el desorden de su país de origen. También las autopistas, los caminos, las rutas hacia el interior, todo le parecía impecable al recién llegado y su primera conclusión fue la de que había una gran distancia entre el bienestar del mundo occidental y el padecimiento en estas latitudes, donde todo parecería estar en un permanente estado de abandono. “Ni un papelito tirado en el piso, che”, gemía, con el ojo rútilo y el labio trémulo. “¡Ni uno solo!”.
Como todo sudamericano que se precie de serlo y maravillado por la prolijidad urbanística metropolitana, aquel argentino necesitaba la complicidad de un compatriota suyo para trasmitirle sus impresiones sobre aquello que lo tenía deslumbrado y no tardó en encontrarse correspondido en su deseo al hallarse frente a un par, este con ínfulas de intelectual y de flâneur baudelairiano, casi un Walter Benjamín posmoderno. Ya bien ducho en cuestiones de observación del progreso ajeno, este flâneur criollo no tardó en dictar sentencia para explicarle amablemente al compatriota recién llegado la razón por la que en el “primer mundo” no había basura en el suelo y todo aparecía impecable frente a los ojos de quien observa sin comprender: “Es una cuestión cultural, mi amigo”, decía, con aire a sociólogo. “Para estos de acá lo público es de todos, mientras que para nosotros allá lo que es público lo es porque es de nadie”.
Allí había por cierto toda una definición filosófica que, siendo o no verdadera en lo fáctico, seguía siendo muy útil desde un punto de vista lógico. En la opinión de aquel observador, el contraste entre la prolijidad urbana de los países desarrollados y el supuesto desorden que se atribuye a estas latitudes se debería no tanto a un permanente esfuerzo de conservación por parte del Estado en su nivel comunal, sino más bien a una actitud generalizada entre la ciudadanía por preservar lo público. Y esa es la parte lógica del asunto, más allá de que la afirmación en sí sea verdadera: cuando la gente cuida lo que es común, ese patrimonio tiende a durar y a conservarse en buen estado.

Esa es una idea que sirve como analogía para entender lo que pasa hoy en Frente de Todos, la alianza electoral que se formó allá por mediados del año 2019 con la finalidad de ponerle un punto final al gobierno de Mauricio Macri sin darle a este la oportunidad de atornillarse en el sillón de Rivadavia por otros cuatro años. Ahí había una urgencia, la de destruir al mal en las urnas. Y así se armó un frente electoral que, al menos en apariencia, reuniría en su seno de allí en más a unos sectores de la política que no solo no tenían entre sí nada en común, sino que habían sido hasta ese momento y siguen siendo radical y mutuamente opuestos. El Frente de Todos ya nació como nacen las calles en un país subdesarrollado, nació como un espacio que no le pertenece a nadie y que, por lo tanto, no tiene el cuidado de quienes lo transitan para que se conserve en el tiempo.
El Frente de Todos es de nadie en un sentido de no-pertenencia. Salvo por los delirios de oportunismo de Eduardo Valdés y su “frentetodismo al palo”, no hay realmente nadie ni en el massismo ni en el kirchnerismo —en ninguno de los dos sectores socios mayoritarios del Frente— que considere la alianza como propia. Lo que ocurre es más bien que cada uno de esos polos opuestos viene sirviéndose hasta aquí del Frente como una plataforma para seguir a flote en la política, ya que por separado ciertamente habrían sido devorados por el llamado “macrismo”. Aun decadente y tambaleante, se estima que el sector que entonces tenía por conductor a Mauricio Macri habría ganado las elecciones de 2019 en caso de no haberse formado el Frente de Todos para enfrentarlo. Es probable, aunque contrafáctico. Lo cierto es que el Frente de Todos no es un lugar de pertenencia, es de nadie y nadie lo cuida para que dure en buen estado.
Entonces el Frente de Todos se formó para negarle a Macri la reelección y no mucho más que eso, nunca se pensó como una herramienta útil para gobernar después de ganar las elecciones, que es lo que suelen hacer los que ganan al menos en teoría. Al unir en su seno el proyecto de Sergio Massa y el de Cristina Fernández, el Frente de Todos se dio a sí mismo el mandato de no tener ningún proyecto de país en absoluto y eso por la sencilla razón de que allí donde hay dos ideas contradictorias entre sí y no sucede que una de las dos se imponga sobre la otra, por la razón o por la fuerza, será poco probable que surja una tercera idea, las síntesis no se dan en las alianzas sino en las confrontaciones.

Al ser de nadie, el Frente de Todos no pudo tener el liderazgo de ninguno de sus socios mayoritarios, lo que en sí es lógico. Y por eso se instituyó el “liderazgo” artificial de Alberto, que no es Sergio ni es Cristina y es, en realidad, un perfecto algodón entre dos cristales. Un “liderazgo” entre muchas comillas que no lidera nada en absoluto y que ha sido puesto ad hoc para resolver el problema de la imposibilidad de imponerse un sector mayoritario sobre el otro en la pugna por el poder. La consecuencia de todo esto es que Alberto Fernández nunca fue un presidente y que el gobierno del Frente de Todos nunca fue un gobierno ni podrá serlo, puesto que no puede tener un proyecto de país y así no es posible gobernar. Lo único que pueden hacer Alberto Fernández y el Frente de Todos es administrar en un sentido de resolver las contradicciones más pequeñas e inmediatas del cotidiano, pero sin tocar ningún resorte de la máquina para ponerla a andar.
La administración del Frente de Todos no es gobierno porque no tiene proyecto de país definido y entonces no tiene lo que expresa un proyecto de país en la realidad fáctica: un plan económico. Se le reprocha a Alberto Fernández el no tenerlo, pero ese reproche no es del todo justo. ¿Cómo puede Fernández formular junto a sus economistas un plan económico, si administra y no gobierna con la venia de dos sectores de la política que tienen proyectos de país y concepciones de la economía absolutamente antagónicos? El problema es mucho más serio de lo que parece a primera vista, véase bien. Para tomar una decisión, digamos, respecto a sobre qué sector social debería recargarse el peso tributario para financiar la existencia del país, si sobre las clases dominantes o sobre las clases populares y medias, Alberto Fernández debería primeramente optar por las generales de uno de los proyectos existentes en el Frente de Todos, lo que inevitablemente haría estallar la furia del proyecto por el que no opte. No es una cuestión de mirar los nombres propios, eso es para el “periodismo” mercenario y frívolo que hace farándula de la política. Es una cuestión de observar los intereses en pugna y de saber que Alberto Fernández no está en condiciones de pararse de manos frente a ninguno de ellos.

Es por eso que a más de dos años que haber asumido, Alberto Fernández sigue sin presentar un plan económico y nadie sabe para qué lado va. Bien mirada la cosa, Fernández fue bendecido por la pandemia del coronavirus, puesto que esta le permitió trabajar de administrador de la contingencia sin tener que definirse durante un larguísimo periodo. De no haber habido tal pandemia, las que hoy aparecen como contradicciones insalvables del gobierno habrían quedado expuestas ya durante el año 2020 y es precisamente esa la principal razón por la que la administración de Fernández —que, de nuevo, no es gobierno— estiró todo lo que pudo la pandemia en la narrativa, era necesario el pretexto de la contingencia para poder seguir administrando sin gobernar.
Haga el atento lector memoria sobre ese periodo que va del 10 de diciembre de 2019 hasta mediados del mes de marzo de 2020, que es cuando Alberto Fernández impone la cuarentena y hace de su discurso un relato exclusivamente sanitario, el llamado “gobierno de los científicos”, el desopilante “comité de expertos en lo desconocido” y todo ese humo mucho más retórico que práctico. ¿Qué decisiones tomó Alberto Fernández en sus tres primeros meses desde la asunción en Plaza de Mayo? Ninguna. Más allá de ir a Israel y no a Brasil, como es de costumbre, en su primer viaje oficial, Alberto Fernández no dio una sola definición política en los primeros cien días de su administración ni pudo haberlo hecho, como veíamos anteriormente. Al ser el exponente ad hoc de una alianza contra natura en la que se vieron obligadas a convivir dos cosmovisiones cuyo objetivo central es la mutua destrucción, el kirchnerismo necesita borrar del mapa al massismo y el massismo necesita hacer lo propio con el kirchnerismo, el administrador Alberto Fernández solo pudo administrar sin pisarle los callos a ninguno de sus dos padrinos. Y en ese sentido la contingencia del coronavirus le cayó del cielo como la excusa perfecta para hacerlo sin cuestionamientos por casi dos años.
Decisiones, todo cuesta (aunque llega)
Pero la contingencia terminó y las mayorías empiezan a preguntar qué hay para comer. Lo que hoy vemos como un quiebre en el Frente de Todos no es otra cosa que la llegada de la hora de tomar decisiones claras, de dar definiciones políticas que el administrador Fernández no está en condiciones de tomar ni de dar porque, simplemente, administra y no gobierna. El administrador de un consorcio puede contratar servicios de limpieza y hacer pequeñas refacciones localizadas en el inmueble, puede prescindir de un portero que no cumple sus horarios, etc., pero no puede llevar a cabo una obra ni puede disponer de la propiedad, por ejemplo, para una demolición y nueva construcción. El problema que los medios de difusión tratan superficialmente como la quiebra del Frente de Todos no es ninguna quiebra, es la manifestación de la incapacidad del que tiene la lapicera para usarla en cosas de firmar papeles de importancia. Alberto Fernández no puede ni siquiera despedir a un funcionario de segunda o tercera línea, menos que menos a un ministro de Estado, pero igualmente le exigen que presente un plan económico para definir quién va a pagar la cuenta.
¿Eso puede pasar? ¿Puede Alberto Fernández sorprender a todos con la presentación de un plan económico basado en un proyecto de país bien definido, sin ambages como debe ser? Sí, pero no en el seno del Frente de Todos tal como está planteado. Para que Alberto Fernández se defina, tiene que caer Cristina Fernández o tiene que caer Sergio Massa, uno de los dos debe ser derrotado de un modo no metafórico en la feroz interna que empezó cuando nació el Frente de Todos, o de nadie. Solo con el triunfo claro de una de las dos parcialidades ideológicas y la imposición final de uno de los dos proyectos de país Alberto Fernández podrá optar por esa cosmovisión y gobernar según los lineamientos del que gane. Nunca podrá hacer lo que quiera, por supuesto, pero al menos podría definirse y gobernar dirigiendo hacia alguna parte. Para que Alberto Fernández pueda gobernar, el Frente de Todos debe ser el Frente Renovador o debe ser el Frente para Victoria, pero en ningún caso sería ya el Frente de Todos.

De un modo gráfico y siempre superficial, Alberto Fernández debe abrazarse a Sergio Massa y descartar a Cristina Fernández o debe hacer justo lo opuesto, descartando a Massa y abrazándose a su vicepresidenta. Ninguna de las dos opciones parecería ser viable a esta altura del partido: es sabido en la política que ambos socios tienen bajo la manga la carta o la bomba atómica para implosionar el gobierno al presentir que lo van a traicionar y descartar. No es una decisión de Alberto Fernández, el presidente no puede optar por aferrarse a uno o a otro sector de la construcción política contra natura que lo sostiene. Fernández está esperando desde el 10 de diciembre de 2019 que esa interna se resuelva, que Sergio Massa derrote a Cristina Fernández o viceversa, para definirse por el bando ganador. Alberto Fernández solo puede aferrarse a un ganador y no lo hay.
De ahí que los medios de difusión hablen de un estallido en la interna del Frente de Todos y hablen de quiebre, lo que estamos a punto de ver es la definición de qué cosa va a ser Frente de Todos cuando deje de serlo, esto es, cuando deje de ser tierra de nadie y pase a tener un liderazgo claro con autoridad y predicamento. El argentino que en el 2019 eligió meter en la urna la boleta del Frente de Todos votó por Cristina Fernández y por Sergio Massa al mismo tiempo y eso no puede ser, Fernández y Massa son el agua y el aceite en la praxis política. Todo lo que Fernández quiere es lo que Massa combate y todo lo que Massa representa es lo que Fernández abomina, no hay suficiente espacio para ambos en esta película de vaqueros en el Viejo Oeste. Uno de los dos tiene que caer derrotado sin atenuantes.

Alguien dirá que Alberto Fernández ya optó por Sergio Massa y que tan solo está esperando a que este termine de envolver a Cristina Fernández en la telaraña urdida para su destrucción, es decir, que la vicepresidente caiga definitivamente derrotada y que no sea ya gravitante en la política argentina. Es probable que eso sea así y aún más si se tienen en cuenta los antecedentes del mismísimo Alberto Fernández, quien además de haber pertenecido al Frente Renovador massista fue un agente del Grupo Clarín en los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández y un gran detractor de esta luego de haber sido echado a patadas de aquel gobierno en el 2008 al romperse la alianza entre el gobierno y el mandamás clarinista Héctor Magnetto. Es probable entonces que Alberto Fernández ya tenga desde siempre su definición y que esté esperando ver plasmada la misma en la realidad para mostrar la hilacha de una vez.
En tal caso, la Argentina estaría frente a aquello que hace ya varios años se adivina como un plan a larguísimo plazo, el de Sergio Massa en su escalada hacia el poder hegemónico. Si todo es como parecería ser, Massa está a punto de terminar de tejer una paciente trama iniciada por él mismo allá por el año 2013 y que incluyó una habilísima penetración en los dos extremos de la grieta con la finalidad de hundir a ambos y hacerse con la manija. Con el golpe de efecto que supuso el triunfo electoral del 2013, Sergio Massa conspiró activamente por el fracaso económico de los últimos dos años de gobierno kirchnerista, fracaso que posibilitó la llegada de Mauricio Macri en el 2015. Luego, durante el macrismo, Massa trabajó por la concreción del empréstito del Fondo Monetario Internacional (FMI) para condicionar desde el vamos al siguiente gobierno, al que construyó con un administrador débil destinado a fracasar rotundamente. Ubicado él mismo ahora en la línea de sucesión y respaldado por el poder fáctico, Massa está en posición de coser el último punto a su trama asumiendo la botonera para “resolver” el problema que él mismo ayudó a crear y erigirse en héroe y figura indiscutida de la política argentina.
El problema que Sergio Massa está en condiciones de “resolver” es la debacle económica nacional que se palpa en la inflación, terror supremo de las clases populares trabajadoras y medias que ven cómo sus ingresos y poder adquisitivo van licuándose mes a mes. Todo el mundo sabe que la inflación es un problema que puede resolverse cuando el poder fáctico económico lo desee, es una cuestión de que quienes cortan el jamón decidan no aumentar los precios del jamón durante un periodo de tiempo. Además de estar en la línea de sucesión, Massa tiene el respaldo de ese poder fáctico, es el candidato ideal de los sectores dominantes y será el dirigente que aplique el plan económico que va a favorecer los intereses de esos sectores, pero solo podrá hacerlo si llega a tener la lapicera ganando las elecciones. ¿No será el negocio redondo de esas clases dominantes el terminar con la inflación para que Massa se atribuya el logro, reciba el voto masivo del pueblo por ser el “salvador de la patria” y luego como presidente y jefe imponga en una hegemonía sin cuestionamientos el proyecto político que sus espónsores quieren imponer?

Parece conspiranoia, pero solo hasta que aparece el antecedente histórico. Entre los años 1992 y 1994, después de la caída de Fernando Collor de Mello en medio a escándalos de corrupción e inflación galopante, asumió en Brasil como presidente interino Itamar Franco con la sola finalidad de reemplazar a Collor de Mello y terminar su mandato hasta las elecciones. Franco había venido a ser interino, sin la intención ni la capacidad —siempre fue un total fantasma en la política de Brasil— de confirmarse más allá de las elecciones de 1994. Y entonces Franco abrió el cauce, poniendo al frente del Ministerio de Economía a un Fernando Henrique Cardoso que sí venía con un plan a largo plazo.
Cardoso hizo el Plan Real y con ese plan económico terminó con la inflación en Brasil. Claro que no fue el plan, sino el “consenso” con quienes forman los precios, lo que estabilizó la economía de Brasil y puso fin a la pesadilla inflacionaria. El caso es que Cardoso se adjudicó lógicamente el logro, se convirtió en héroe y fue electo presidente en las elecciones de 1994 ganándolas ya en primera vuelta con amplio margen de ventaja sobre su contrincante, el famoso “Lula” da Silva. Cardoso lograría su reelección cuatro años más también en primera vuelta y también con mucha comodidad, lo que en Brasil es una cosa difícil de lograr. Al ser necesario el 50% más uno de los votos, las elecciones en el gigante vecino suelen resolverse normalmente en el ballotage y, de hecho, en las dos elecciones que al fin ganó (2002 y 2006, con un Cardoso ya imposibilitado por la limitación constitucional de dos mandatos consecutivos), “Lula” da Silva tuvo que confirmarse en segunda vuelta en ambas.
Pero Cardoso era el héroe que puso fin a la inflación y por eso sus triunfos electorales fueron siempre apabullantes. ¿Y para qué ganó tan cómodamente y llegó a ser presidente con total hegemonía Fernando Henrique Cardoso? Pues para aplicar el plan económico o proyecto político de las privatizaciones que exigía el Consenso de Washington posterior a la disolución de la Unión Soviética, el programa del “fin de la historia” mentado por Fukuyama y tenido por verdad absoluta en los años 1990. En una palabra, Cardoso tenía que venir a ejecutar el proyecto político del poder fáctico del dinero y este poder aportó lo suyo para que funcionara el Plan Real, para que Cardoso pudiera “resolver” el apremiante problema de la inflación y para que el propio Cardoso cabeceara el centro resultante de toda la jugada, metiendo el gol.

No conviene equivocarse: Macri no es ni jamás fue diseñado para ser Cardoso, sino Collor de Mello. Macri está en el principio de la jugada, está en la desestabilización del país que va a generar el problema a resolverse más tarde. Nuestro Fernando Henrique Cardoso hoy es Sergio Massa, es el único dirigente político que reúne los dos requisitos para serlo, a saberlos, estar expectante en la línea de sucesión y tener el respaldo de quienes pueden decretar el fin de la inflación en un chasquido de dedos. Massa tiene que ganar las elecciones del 2023 en una lista de consenso ampliamente apoyada por los sectores populares para gobernar con absoluta hegemonía y sin cuestionamientos, pero para ello necesita un logro rutilante, un argumento decisivo como “soy el que derrotó a la inflación”.
Y debe lograr ese logro, como diría precisamente Mauricio Macri, brutalmente, en lo que va de aquí a octubre del año que viene. Si lo hará desde el Ministerio de Economía para calcar con exactitud la estrategia alguna vez exitosa de Cardoso en Brasil o si lo hará directamente desde la presidencia interina con un ministro títere que no aspire a adjudicarse personalmente el logro es algo que está por verse. Lo cierto es que en este momento de definiciones lo que se ve claramente es el salto del tigre. Todos sabemos cuál es su proyecto y a qué poderes responde y debe su lealtad, pero eso no va a tener ninguna importancia a la hora de los bifes. Si el plan de Massa funciona como funcionó para Cardoso hace ya casi treinta años, el que hoy apenas tiene votos propios será mañana la figura excluyente de la política argentina, nadie podrá discutirle nada. Y en ese punto llegará la puñalada porque, al fin y al cabo, esto tiene que ser tierra de alguien.