Ideas sobre el origen y legitimación del poder real

En la historia de la conquista y posterior colonización de América por los españoles hubo distintas etapas en las que los avatares de la política en la península se reflejaron en la organización social americana y siguieron, en cierta medida, determinando ciertos aspectos de dicha organización aún mucho tiempo después de la independencia. También le corresponde al revisionismo histórico ahondar en esas cuestiones descartando las leyendas negras creadas por los enemigos de la hispanidad para concluir que todo no da lo mismo.
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Vicente Sierra trae a nuestra reflexión que cuando Felipe V parte de Francia a tomar la corona española, su abuelo Luis XIV le escribe en los siguientes términos: “Debéis estar convencido de que los reyes son señores absolutos, y que, naturalmente, tienen la completa disposición de todos los bienes, lo mismo los que poseen las gentes que pertenezcan a la Iglesia, que los que poseen los seglares.”

Como intentaré demostrar a continuación, el cambio de la dinastía reinante en España y América con la llegada al trono de Felipe V en 1700, de la casa de Borbón, no supuso un simple cambio de los habituales en las monarquías hereditarias de entonces, sino una ruptura con muchos de los aspectos estructurados en los dos siglos precedentes, bajo el reinado de los monarcas de la casa de Habsburgo.

Como lúcidamente apunta María Elvira Roca Barea en su ‘best-seller’ Imperiofobia y Leyenda Negra, la llegada de un príncipe francés al trono español inicia un proceso de afrancesamiento de las élites peninsulares que, entre otras cosas, permanece en el más absoluto silencio ante la fenomenal implementación de la Leyenda Negra, iniciada un siglo y medio antes por holandeses, ingleses y franceses. ¿Pero acaso podría esperarse otra cosa de los miembros de la casa de Borbón llamados ahora por el destino a hacerse cargo del imperio español, el mismo que hasta ayer habían denostado tanto?

Interesa destacar que no obstante admitir que el siglo XVI supuso en Europa el paso de las estructuras propias del régimen feudal a la conformación de los Estados nación, se dará en España una nota distintiva: la monarquía castellana no habrá de estructurarse conforme los cánones de las monarquías absolutistas sino hasta dos siglos después con el advenimiento de una casa de origen francés. Esto explica, en parte, que las instituciones que se trasladarán a América a fines del siglo XV y comienzos del siguiente se corresponden con las del Medioevo tardío.

El borbón Felipe V hizo mucho más a partir del año 1700 que un cambio formal en las monarquías hereditarias de ese momento. Felipe marca un verdadero cambio de época y una ruptura con las normas estructurales establecidas hasta ese momento.

Piénsese por caso en la figura del adelantado, el estricto protocolo a la hora de fundar ciudades, y en la institución del cabildo como autoridad inmediata y de vinculación estrechísima con los vecinos en parajes tan alejados. No solo estas instituciones habían resultado útiles a los castellanos, por siglos, en su guerra de Reconquista, sino que todo parecía indicar, a comienzos del siglo XVI que podían adaptarse a una coyuntura geográficamente inconmensurable, pero de características similares a las de las tierras reconquistadas a los invasores moros en la península.

Por otra parte, hay cierto consenso en afirmar que la no adopción oficial del absolutismo real se debe a la influencia del pensamiento de la Escuela de Salamanca cuyos exponentes, al tiempo que reflexionaban sobre la cuestión de los justos títulos y el trato de los naturales de América, quizás como derivación de estas cuestiones indagó asimismo sobre los fundamentos de la legitimidad de la autoridad real.

Un primer elemento presente en esta escuela es el del sentido comunitario y no individualista de la persona humana, que no le es exclusivo pero que es reafirmado. Partimos de la base, por tanto, de que la comunidad no obedece a la simple decisión voluntaria del individuo impelido más por necesidad que por naturaleza, sino a la propia naturaleza política del hombre que lo constituye en un ser inherentemente social.

Ahora bien, más allá del origen de la comunidad política, lo que nos interesa aquí es destacar las características del poder del soberano, con independencia de la forma de gobierno (monarquía, aristocracia o república). Según el esquema sistematizado por la Escuela de Salamanca el origen de la soberanía no puede sino ser Dios mismo, pero Dios no la entrega directamente al rey, sino que lo hace al pueblo, y es este quien ante la imposibilidad fáctica de autogobernarse, lo delega a su vez en el rey. Va de suyo, como lógica consecuencia, que entonces el poder del soberano, que le es delegado, no puede no reconocer ciertos límites implícitos en la delegación misma, los cuales pueden estar incluso estipulados formalmente.

La escuela de Salamanca, la más prestigiosa institución académica de España y una de las más importantes del mundo. Esta universidad inspira el dicho popular que reza “Lo que natura no da, Salamanca no presta”, significando que la educación formal separada de la inteligencia natural del hombre es del todo inútil.

De lo anterior se deduce como bien señala Héctor Petrocelli que “ni el pueblo español ni sus doctrinarios admitieron nunca que el poder lo discierne directamente Dios al soberano, ni que el único papel a jugar por el pueblo sea obedecerlo ciegamente. Esto es de origen francés, de la época de Luis XIV, cuando el absolutismo fue sistematizado por Bodin o Bossuet, y de procedencia inglesa, del tiempo de los Estuardos, con Jacobo I. Fue de la cultura política del pueblo español, que si el rey es rey, era porque la comunidad así lo consentía.”

Podría pensarse que esto no pasó de reflexiones de gabinete o de claustro, reducidas al quehacer de unos pocos. Pero Vicente Sierra pone las cosas en su lugar y explica en genial síntesis el espíritu del español promedio que intervino en los albores del proceso de conquista y poblamiento del vasto escenario americano, es decir, en la estructuración de la sociedad y en la formación de una conciencia indiana.

Así, nos dice que “El español que llega a América en las primeras jornadas civilizadoras sabe que toda subordinación habrá de justificarse por una finalidad superior, por unos derechos naturales recibidos de Dios y, por eso mismo, defendibles hasta de la voluntad general que pretendiera negarlos; inclusive contra una mayoría que pretendiera abolirlos, porque no ignora que el número no puede prevalecer sobre la razón, que la masa no puede ser fuente suprema de la verdad política, aunque sea un factor político y aunque su bien deba ser el objeto de la política. Que es lo que da al sentido democrático hispanista ese contenido jerárquico que la falsificación histórica denomina autoritarismo; y que no es porque el español sea dominado por el Estado, sino que integra su personalidad con el Estado.”

Pero si esto, que estaba en el ADN cultural de los pueblos de la península desde hacía siglos, recordemos que la fórmula del siglo XII en Aragón al jurar fidelidad al rey afirmaba “Nos, que valemos tanto como vos, y que juntos, más que vos, os hacemos nuestro rey y señor, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades, y sino, non”, la España conquistadora habrá de impartirlo también en los claustros universitarios de América.

El español que llega a América a fines del siglo XV lo hace con un espíritu civilizatorio inspirado por una finalidad superior, por unos derechos naturales recibidos de Dios.

Sobre este punto nos dice Pedro Cóccaro que “España sembró de Universidades el Nuevo Mundo, colocó en ella la flor y nata de sus intelectuales. No dejó a las colonias sumirse en la ignorancia y en la barbarie; por el contrario, le ofreció los instrumentos mismos que América utilizaría para defender su derecho a la independencia, cuando maduraron los tiempos. Ella fijó las bases inmutables que contribuyeron al mejoramiento del espíritu, de la inteligencia y de las formaciones morales, así como también, el perfeccionamiento de las ideas. No toda potencia procede de ese modo. España ha sido, en este sentido, un ejemplo histórico hasta ahora inédito.”

Interesa aquí destacar dos cuestiones. La primera, que lo que se conoce en términos genéricos como Escuela de Salamanca no refiere solo al pensamiento de sacerdotes de la Compañía de Jesús, ello dado que en el ámbito de las cátedras habrán de descollar teólogos y juristas cuyas reflexiones son, en parte, previas a la consolidación de la Orden de los Jesuitas. Por supuesto que con el pensamiento del padre Francisco Suárez (jesuita) llegamos al apogeo de esta corriente, pero ella es en todo caso previa.

Lo segundo, y complementando lo de Pedro Cóccaro, desde la aparición de las primeras universidades en América no solo se estudiará en los distintos grados el pensamiento salamantino sino que este llegará a constituirse a finales del siglo XVI y durante todo el siglo XVII en doctrina cuasi oficial del Estado español.

Volvamos a la carta que Luis XIV dirigía a su nieto al hacerse cargo del trono español. Semejantes concepciones eran impensables en la España que lo recibía como nuevo soberano, lo que quizás haya motivado que en un comienzo hubiese cuidado en exteriorizar tales razonamientos.

Había algo incluso más urgente para el joven nuevo monarca y la corte que comenzaba sus primeros pasos afrancesados: ¿cómo se las ingeniaría el nieto de Luis XIV para manejar el discurso negrolegendario que durante un siglo y medio había circulado en Francia, y en el que él mismo creció, respecto de su entonces archirrival España?

Capilla de Nuestra Señora de Loreto, en la Universidad Mayor San Marcos de Lima, Perú, la decana de América. La Universidad de San Marcos fue fundada el 12 de mayo de 1551 por el decreto del emperador Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico y es una de las pruebas concretas de que desde un primer momento España no quiso que América se sumiera en la ignorancia.

Las formas tradicionales hispánicas se mantienen exteriormente; la pérdida del control marítimo sobre el Atlántico a manos de Inglaterra y Holanda provocan que sin buscarlo los reinos de Indias vivan de facto librados a su buen gobierno y suerte. Pero de forma tímida y casi desapercibida comienzan a colarse las nuevas ideas, que habrán de impactar en la naturaleza del vínculo entre la Península y América.

El término “colonia” debuta en documentos oficiales, trastocándolo todo. De reinos de Indias sujetos a la Corona en cuanto posesión personal del monarca castellano, y a su vez siendo sus habitantes súbditos en igualdad jurídica como cualquier toledano o madrileño, se pasará a ser colonias sujetas asimétricamente a la metrópoli.

Sierra nos dice que “No puede negarse que Carlos III se forjó una política americana, pero también debe aceptarse que lo hizo respondiendo a ideas antihispánicas respecto de las posesiones americanas. Hasta él, América constituía una serie de reinos pertenecientes a la corona de Castilla, y no dependientes de la Nación española. En este proceso es esencial comprender que el absolutismo monárquico, al provocar la aparición del poder del Estado crea también los fines del Estado. Tal posición determina que todos los elementos constitutivos del Estado se integren como factores, no de sus propias finalidades sino de las que el Estado sostiene.”

Es algo conocido que la orden de los jesuitas tuvo una rápida propagación en toda Europa y un bien reconocido respeto y consideración. De todas las órdenes de la Iglesia —contemporánea a la Contrarreforma de Trento— será la que como ninguna otra procure que sus sacerdotes sean a la vez personas de su época, de ahí el gran fomento de las ciencias experimentales entre sus hombres, sin distinción de jerarquías.

Resulta por tanto mínimamente curioso que promediando el siglo XVIII fuese vista y acusada de representar el “obscurantismo medieval” por parte de los voceros del llamado Iluminismo, en plena batalla cultural contra el catolicismo. Necesariamente debe haber otra explicación más lógica que permita advertir que las razones de fondo —no las excusas formales— para la expulsión y hasta su supresión obedecieron a otras cuestiones.

De acuerdo con Vicente Sierra, Carlos III forjó una política americana respondiendo a ideas profundamente antihispánicas más bien propias de la ideología de los franceses.

Sierra apunta que “(…) lo maligno, nefasto y condenado en los jesuitas eran sus concepciones políticas, que discutían a los reyes el derecho de ejercer el poder absoluto y que negaban que tuviera la realeza por derecho divino, sosteniendo que el depositario de la soberanía era el pueblo. En efecto, Llano Zapata informaba a su amigo que, en París, por mano del verdugo, se habían arrojado a la hoguera pública las obras de los Padres Mariana, Suárez, Bellarmino, Busembaum, etc.; es decir, libros que sostenían doctrinas populistas sobre la soberanía.”

Por tanto, la expulsión de los jesuitas fue, a la vez que un hecho traumático a todo nivel, el corolario lógico del proceso que venimos comentando a lo largo de todo el convulsionado siglo XVIII. Pero dada la enorme labor evangelizadora que tuvo en América, recordemos en particular las Misiones o Reducciones Guaraníes, el impacto de su desaparición forzada fue en América mucho peor en sus consecuencias a largo plazo de lo que fue en Europa.

Baste recordar lo que dice Elvira Roca Barea: “Una de las desapariciones más lamentables fue la del Colegio San Pablo de Lima. Su biblioteca sumaba a mediados del siglo XVIII 40.000 volúmenes. Pocas bibliotecas había en Europa que pudieran compararse con ella y ninguna en América. En estas fechas, la biblioteca de la Universidad de Harvard no sobrepasa los 4.000 libros.”

Recordemos ese inolvidable film de 1986 La Misión que pinta como pocos productos de Hollywood la trama que se tejía tras el codiciado botín que representaban las Misiones en América. Es posible que, como sucede recurrentemente con el fenómeno de los imperios que devienen en imperialismos, españoles peninsulares y americanos comenzaran a constatar el paso de una pax hispánica a una oppresio borbónica. Alguien expresó alguna vez que los procesos de emancipación de comienzos del siglo XIX no fueron tanto respecto de España sino más bien respecto de la concepción afrancesada de España propia de la dinastía de los Borbones.

Bernardino Rivadavia y sus seguidores se autotitularon “hombres de las luces”, pretendidos continuadores en el Río de la Plata del Iluminismo francés del siglo anterior. Y por supuesto necesitaron, y crearon, una “barbarie”, que significara el atraso más absoluto, contra la cual luchar y justificar su empresa.

Robert de Niro, Liam Neesom y Jeremy Irons protagonizan ‘La Misión’, esta monumental obra cinematográfica que representa la cuestión de las misiones jesuíticas en América y la catástrofe social ocasionada por su desmantelamiento en medio a controversias entre España y Portugal alrededor del año 1750.

Si a la ecuación que veníamos comentando le cambiásemos los vocablos “corte” y “monarca” y pusiésemos “unitarismo” y “Rivadavia” la fórmula solo cambia en escala, y también se aplebeya bastante, pero podría ser en esencia lo mismo.

La “feliz experiencia” bonaerense primero, llevada luego al plano nacional durante la presidencia de Rivadavia presentará, mutatis mutandi y adaptándose al formato del siglo XIX, una línea de continuidad histórica con el despotismo ilustrado borbónico. Solo algunas muestras. La ley de reforma eclesiástica impulsada por el unitarismo, además del fenomenal traspaso de capital (mueble e inmueble) de la Iglesia católica al Estado, profundizó el regalismo iniciado en el siglo pasado y que significó en los hechos la sujeción de la institución eclesial, incluso a lo que refiere a su gobierno interno, al ámbito de lo estatal.

La supresión de un plumazo de la venerable y antiquísima institución del cabildo, de profundo arraigo en todo el ex virreinato y que había sido el ámbito institucional en el que la voz de los vecinos debía ser escuchada por quienes tenían en sus manos el gobierno inmediato de la polis, será reemplazada por un sistema de gobierno representativo, que si bien no es condenable en sí mismo, llevará siempre latente el peligro de un divorcio entre élite política y pueblo “representado”.

Algo que caracterizará al unitarismo rivadaviano, incluso aludido por los jóvenes de la Generación de 1837 en sus inicios, será esa permanente sumisión a toda moda de procedencia extranjera, más específicamente inglesa o francesa y su infatigable búsqueda de su imposición a una realidad social muchas veces renuente. En este sentido, la aparición de los tan denostados caudillos provinciales será producto del desconocimiento por parte de una minoría portuaria pretendidamente cosmopolita (desarraigada) de las provincias en cuanto realidades culturales forjadas a lo largo de los siglos, mucho antes de la formación del Estado nacional.

En definitiva, una política de ruptura a todo nivel con el acervo cultural de siglos que parecía guiarse bajo una premisa: “La historia comienza con nosotros”.

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