Resulta una obviedad flagrante, pero alguien tiene que decirlo: el desarrollo, la extensión y la dependencia excesiva de la llamada “inteligencia artificial” están conduciendo a un estado de estupidez generalizada tal que raya un verdadero suicidio social. La explicación a la generalización del uso de esta clase de herramientas solo se puede comprender desde el punto de vista cortoplacista de un capitalista occidental que busque reemplazar a las personas en el esquema de producción, entendiendo a los seres humanos como prescindibles e innecesarios para generar ganancias económicas en un sistema de mercado.
En ese sentido, resulta mucho más barato pagar por una suscripción mensual a alguna herramienta de inteligencia artificial que asumir el pago de los salarios correspondientes a un empleado, varios o a una oficina completa que se dedique a una determinada actividad. Sin embargo, desde el punto de vista social, a mediano y largo plazo la sobredemanda de esta clase de aplicaciones y plataformas resulta como mínimo llamativa si se tiene en cuenta que los usuarios comunes están utilizando la inteligencia artificial para reemplazar conocimientos y destrezas que hasta aquí se adquirían a través del hábito, la práctica o los estudios elementales o superiores.
Como resultado de la caída estrepitosa en la capacidad intelectual de los ciudadanos no es difícil arribar a la conclusión obvia de que en un futuro no muy lejano las naciones, los países y los individuos que mantengan sus habilidades independientemente del uso de la inteligencia artificial serán quienes gobiernen el mundo. La inteligencia artificial va a destruir completamente a la sociedad tal como la conocemos y de hecho ya lo está haciendo. Es una prueba de ello el nivel de histeria social que tiene lugar cada vez que ChatGPT falla, similar al nivel de histeria que sobreviene cuando fallan algunas de las redes sociales más populares como Twitter, Instagram o WhatsApp.

Esas herramientas están tan íntimamente integradas a la vida y a las actividades cotidianas de las personas que muchas de estas son incapaces de realizar las tareas más sencillas si no cuentan con el apoyo de aquellas. La realización de los trabajos más sencillos depende crecientemente de la inteligencia artificial, ya no solo se vale de ella como auxiliar y el resultado termina siendo que los seres humanos pierden progresivamente su capacidad para razonar por sí mismos, resolver situaciones problemáticas e incluso interactuar entre ellos sin recurrir a la mediación de sistemas virtuales o mecanizados.
El pánico que cunde ante la caída de internet o de alguna de las inteligencias artificiales, las redes sociales o las aplicaciones de mensajería no es otra cosa que la demostración de que los seres humanos ya no saben cumplir con las tareas más elementales y por lo tanto han perdido su esencia, no son capaces de funcionar sin que la máquina piense por ellos. Los gobiernos en Occidente han permitido que la sociedad se redujera a un grado tal de mediocridad que de hecho la inteligencia artificial sobresale por encima de la capacidad promedio de los seres humanos y se muestra a sí misma como un recurso verdaderamente impresionante, porque es capaz de hacer lo que las mentes mediocres ya no pueden.
Aunque desde luego hablar de “seres humanos” en un sentido general es impreciso. Mientras Occidente se obnubila con la inteligencia artificial dando paso a una sociedad de idiotas útiles y analfabetos funcionales, otras sociedades están prestando mucha más atención a los peligros de deshumanizar al hombre despojándolo de la inteligencia que lo caracterizó históricamente como especie y delegando la tarea de pensar en procesadores de datos. Sociedades como las de Rusia y de China siguen prestando atención a la educación de sus ciudadanos y se aseguran así la supremacía por sobre Occidente, lo que en rigor de verdad significa también la supervivencia de la especie tal y como la hemos conocido. Otro tanto puede decirse del Sur Global en general, donde la penetración de la inteligencia artificial no está aún tan extendida como en los países centrales.

Occidente asiste en cambio a una etapa de suicidio social derivado directamente de la deshumanización del ser humano y su mutación en un animal con características similares a las del hombre, aunque con habilidades sociales e intelectuales enormemente disminuidas. Esta mutación es el producto de la cosmovisión de Occidente sobre la especie humana, la que no se considera como nada más que un recurso, una función de la economía que como tal puede ser reemplazada por un recurso más eficiente, más productivo, incluso al costo de renunciar a la propia humanidad, a lo unívoco de la esencia del ser humano que lo distingue de las bestias.
Mientras que los animales se caracterizan por la semejanza en la apariencia y en el comportamiento, determinados ambos por su información genética y su instinto, en el ser humano solían prevalecer como rasgo peculiar la individualidad y la originalidad que acarreaban la unicidad de los sujetos. Cada uno era quien era, único, irrepetible y a menudo irreemplazable por sus habilidades y por sus características particulares que lo distinguían de todos los demás ejemplares de la especie. Pero hasta ese rasgo propio de la humanidad ha perecido frente a la masificación de la información. Asistimos a la producción en cadena de seres parecidos a humanos cuya similitud con sus semejantes equipara a la especie con los animales o incluso peor, con las piezas de una maquinaria.
El primer movimiento hacia la creación de seres humanos sin consciencia propia —que hablan y se comportan de manera homogénea sin que ninguno sobresalga entre la masa— fue dado hábilmente por la popularización de la televisión entre finales del siglo pasado y comienzos de este siglo. A partir de esa igualación de los sujetos, moldeados a imagen y semejanza de los personajes de ficción propios de las comedias de situación, el segundo movimiento dado ya por la inteligencia artificial resultó enormemente facilitado pues consistió en copiar a esos seres humanos que previamente habían sido prefabricados, derivando en la práctica en una verosimilitud de la inteligencia artificial que a menudo es abrumadora.

La máquina no necesita ser original en su comportamiento para parecer verosímil si ya no existen los individuos como tales, únicos y con características imposibles de imitar. Lo que necesita es apenas ser eficiente, estar programada para realizar con habilidad las tareas que los hombres han ido perdiendo en su afán de copiar el molde prefabricado. Y ese objetivo está cumplido, razón por la que es cada vez más difícil distinguir entre una tarea realizada por un ser humano y una realizada por un software. Incluso cada vez resulta más difícil distinguir entre una imagen o un sonido real y uno generado por inteligencia artificial.
Desde la industria del entretenimiento enlatado hasta los medios masivos de comunicación y las redes sociales, pasando una vez más por las herramientas de inteligencia artificial, todas esas usinas de creación de contenido multimedia están moldeando a los seres humanos para que se parezcan los unos a los otros como se parecen las manufacturas fabricadas en una línea de producción en serie. Si uno se toma el trabajo de visitar las redes sociales verá cómo todos los sujetos se parecen y todos se comportan a imagen y semejanza de personajes de las sitcoms de moda, los deportistas de moda, los influencers de moda.
Todos hablan igual, piensan igual, se visten igual, se maquillan igual, se mueven y gesticulan de la misma manera, disfrutan de los mismos pasatiempos y aspiran a alcanzar los mismos logros, se ríen de las mismas bromas, tienen metas similares en la vida y desean en igual medida que su vida sea un reflejo de las vidas de las mismas celebridades. A simple vista todos los hombres pueden ser el mismo y en definitiva todos son reemplazables, como son reemplazables las piezas de cualquier engranaje. Nadie ha descubierto su verdadera risa, su auténtica manera de ver el mundo, su verdadera voz, la forma de sus rasgos faciales, su propio yo, porque todo lo que el “individuo” es viene mediado y definido por un molde preestablecido.

En otra época, personajes como Miles Davis, el trompetista de jazz, afirmaban que solo los haraganes y los estúpidos copiaban el estilo de música que sus antecesores habían desarrollado. Los verdaderos genios, aquellos que quieren ser recordados por haber creado algo completamente novedoso y original, afirmaba el músico, no deberían empeñarse en tocar como los padres del jazz y ni siquiera deberían tomarse el trabajo de escuchar todos los discos pasados porque solo en la búsqueda personal y en solitario puede uno encontrar su propio modo de hacer las cosas.
Y esa idea no deja de tener cierto grado de verdad. Sin desmedro del valor que se le debe asignar al estudio y el conocimiento anterior a uno mismo, no deja de resultar mucho más enriquecedora para el ser humano en cada uno de los aspectos de la vida la búsqueda de la individualidad por sobre la mera copia de un molde prefabricado. Al brindarnos todos los modelos del deber-ser posmodernos ya masticados y listos para su digestión acrítica, los medios masivos de comunicación nos han quitado parte de esa necesidad de buscarnos a nosotros mismos y de encontrar nuestra propia voz, nuestra propia esencia, nuestra manera de ver el mundo, de expresarnos y de pensar. Somos copias defectuosas que absorbemos pasivamente, por ósmosis, la mediocridad que el ambiente nos provee.
En otro tiempo los seres humanos no teníamos más remedio que interactuar entre nosotros para sobrevivir y desarrollarnos, encontrar nuestras habilidades y acrecentarlas a través del trabajo, la disciplina y el estudio, si fuera necesario. Si tomábamos algún modelo adquirido por repetición, lo tomábamos de quienes nos rodeaban: de nuestros padres, hermanos mayores, maestros, amigos. De seres humanos, nuestra propia gente, nuestro pueblo con sus características particulares, su historia y su idiosincrasia. Existían modelos mejores y peores pero al menos nos veíamos en la obligación de coexistir e interactuar para aprender de nuestros semejantes las habilidades sociales. Y en ese proceso nos conocíamos a nosotros mismos y descubríamos aquello que nos fascinaba, en lo que éramos buenos y lo que no se nos daba bien.

Hoy los niños en Occidente aprenden habilidades sociales a través de una pantalla u otra. Aprenden a copiar a personajes a quienes ni conocen ni conocerán jamás, que en muchos casos no poseen talento alguno y que en ningún caso los alentarán a ser originales, únicos. La tierra que se vanagloria de ser Meca de la libertad, la individualidad y la originalidad ha destruido al individuo. Y la inteligencia artificial no contribuye sino a agravar el proceso, porque tiende a igualar a los sujetos en la simulación de que cada quien puede ser quien desee y hacer lo que se le antoje.
Si en el pasado la genética de un sujeto determinaba su aptitud para convertirse en modelo publicitario, hoy es posible modificarse el rostro para llegar a ser modelo publicitario. Si antes el sujeto debía someterse a un riguroso entrenamiento físico para llegar a ser atleta o fisicoculturista, hoy le es posible inyectarse drogas que le permiten acrecentar el rendimiento deportivo o la masa muscular a niveles de espanto sin la necesidad de entrenar en absoluto. Y en el mismo sentido, la inteligencia artificial permite a los mediocres ocupar posiciones que en otro momento les hubieran correspondido a sujetos medianamente preparados y entrenados en áreas específicas.
¿Desea un sujeto ser escritor? Solo tiene que idear alguna historia medianamente atractiva para el público consumidor de literatura basura y la inteligencia artificial escribirá por él. ¿Desea ser músico o cantante aunque no tenga la menor técnica o el entrenamiento para hacerlo? Necesita un software de afinación automática, una computadora con algún software de mezcla de sonido y nada más. Lo que en la práctica significa no una democratización del conocimiento o la destreza sino por el contrario, una estupidización del conjunto y un manifiesto en favor de la mediocridad. ¿Quién va a tener en ese contexto la intención de dedicar años de estudio a una actividad artística o intelectual si la basura multimedia genera mucho más reconocimiento social y rédito económico en mucho menos tiempo y por el mínimo de esfuerzo?

Es absolutamente deprimente. Ingresar a las redes sociales es asistir a un espectáculo de máscaras donde nadie es quien quiere ser porque nadie sabe qué es lo que quiere, nadie se conoce a sí mismo. Todos creen que su personalidad es la del depresivo, sarcástico, consumista, hastiado o frívolo sin darse cuenta de que cada uno, sintiéndose único y original, no es más que uno de los personajes estereotípicos de cualquier comedia de situación. Hemos dejado de imitar los buenos modelos de nuestra propia comunidad para pasar a copiar los modelos creados por Netflix y YouTube, que nos convierten en piezas del engranaje, medianamente complejas pero siempre similares y por lo tanto, intercambiables.
La sociedad occidental se ha convertido lenta y progresivamente en una sociedad de escritores que no saben escribir, cantantes que no saben cantar, maestros que no saben enseñar, bailarines que no saben bailar y atletas que no dependen de su entrenamiento para destacarse. La mediación de artificios y dispositivos ha conducido a esta degradación de la especie en Occidente. Pero existen sociedades donde esa mediocridad no existe, donde realmente es indispensable aprender y enseñar. Donde la disciplina, el estudio, el esfuerzo y el talento aún se premian con el éxito y donde los seres humanos desarrollan sus habilidades plenamente corriendo los propios límites de la especie y logrando a diario hazañas impensadas para nuestros antepasados.
Esas son las sociedades que prevalecerán, son las que van a dominar el mundo en el mediano plazo. Porque la sociedad en Occidente está al borde de un precipicio del que no parece posible correrse. El suicidio social es inminente. Occidente está dirigiéndose lenta pero constantemente hacia su propia perdición.