Julio Argentino Roca y la ocupación del desierto

En las categorías propias del mal llamado “progresismo” algunas figuras centrales de la construcción política nacional de la Argentina caen victimadas con tendencia a la supresión de su legado. Una de esas figuras es el General Roca, a quien se le imputa un genocidio indio en la “campaña del desierto” y se lo cancela por ello. Pero Roca no es Roca, sino el símbolo de la integración territorial en lo que hoy conocemos como Argentina. Cancelar a Roca puede equivaler a cancelar esa integración y eso es muy conveniente para los intereses de quienes quieren fragmentar el séptimo territorio más extenso del mundo.
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Desde la asunción del presidente Javier Milei e incluso desde tiempo antes de su elección, pero sobre todo a partir de la reivindicación de Julio Argentino Roca por parte del sector autodenominado “libertario” en el panorama político actual, uno de los errores más habituales de la progresía argentina ha sido defender sistemáticamente el indigenismo en desmedro de la promoción de la unidad nacional identificada con una única bandera. Este es un problema serio no solo porque atenta contra el sentido común de las mayorías sino sobre todo por las consecuencias que el reconocimiento de naciones preexistentes a la argentina podría implicar en el tiempo, abriendo las puertas a una posible fragmentación de nuestro territorio.

En ese contexto vale la pena hacer un repaso por la figura de Roca, un personaje que por paradójico que resulte es criticado principalmente por uno de sus aciertos, la llamada “campaña del desierto” que aquí caracterizaremos como ocupación. Reconocer la importancia de ese proceso, como veremos, dista en mucho de una reivindicación del liberalismo y guarda relación con la defensa no solo de las poblaciones de indios nativos —es decir, de argentinos— sino también de la soberanía de nuestro país en relación con una zona tan caliente desde la etapa de organización nacional como lo ha sido y lo sigue siendo nuestra Patagonia, codiciada entre otros por chilenos y británicos.

En primer lugar, podemos señalar que Roca fue el presidente de la Nación que más tiempo ocupó ese cargo, completando un mandato de seis años en dos oportunidades. Fue, por lo tanto, presidente por doce años, siendo seguido en duración por Juan Domingo Perón quien a pesar de resultar electo en tres ocasiones (1946, 1952 y 1973) fue derrocado en 1955 y falleció en 1974, por lo que dejó dos de sus mandatos incompletos.

No obstante, a Roca se lo conoce principalmente por su labor militar y en especial por la llamada Campaña del Desierto (1878-1879), la que si bien fue utilizada por el propio Roca como una catapulta para alcanzar objetivos personales —léase, para llegar a la presidencia— lo cierto es que gozó de consenso en la sociedad de la época, sobre todo porque era necesaria por motivos de seguridad tanto como para la reafirmación de los derechos soberanos de nuestro país. Con esto queremos decir que si no hubiese sido Roca quien emprendiera una ocupación del desierto, otro lo hubiera hecho, pues el problema de las relaciones con el indio resultaba en sistemáticas pérdidas materiales, además de implicar que buena parte de nuestro territorio permanecía virtualmente inhabitado, esto es, susceptible de ocupación efectiva por parte de otras naciones. La caracterización de Julio A. Roca como un genocida que asesinó a mansalva a multitud de poblaciones indefensas de “pueblos originarios” dista de adecuarse a la realidad de fines del siglo XIX.

Homenajear a Julio Argentino Roca en los billetes de curso legal es una costumbre que gobiernos de distinto signo político han mantenido a lo largo de todo el siglo XX. El General Perón, quien reputaba a Roca como el artífice de la unidad territorial de la Argentina moderna, le puso su nombre a uno de los más importantes ferrocarriles del país. El bastardeo de la figura de Roca, como se ve, es una cosa muy reciente, más bien propia del mal llamado “progresismo” posmoderno resultante de la quiebra del socialismo luego de 1991.

De hecho, es posible remontarse a décadas anteriores para observar por ejemplo a Juan Manuel de Rosas (1833) realizando expediciones campaña adentro y negociando la frontera con el indio. Es que aunque la mayoría de las poblaciones de indios eran pacíficas —los llamados “indios amigos” de Rosas—, otras resultaban belicosas y en algunos casos, abiertamente criminales. Tal es el caso de los mapuches originarios de la Araucanía, en Chile, quienes por entonces se encontraban al mando de los hermanos Pincheira, auténticos “piratas del asfalto” de la época decimonónica. En su camino desde la cordillera hacia el este, sus montoneras habían sometido a multitud de poblaciones nativas (los indios tehuelches, los ranqueles, borogas y otras poblaciones que genéricamente se solían conocer por el nombre de indios pampas) sembrando el terror a su paso.

Es decir, los malones indios largamente referidos por la literatura y las representaciones pictóricas de la época efectivamente existían y constituían un problema muy tangible y latente para los poblados de campaña. Se trataba de incursiones armadas violentas sobre las poblaciones fronterizas cuyo propósito era sobre todo robar el ganado para trasladarlo a pie a través de lo que se conocía como “el camino de los chilenos”. Este atravesaba el norte de la actual región patagónica de este a oeste y finalizaba en los puertos del país transandino, donde el ganado vacuno secuestrado en los campos argentinos era vendido y trasladado por mar desde el Pacífico. Pero en esas incursiones además eran raptadas personas, sobre todo mujeres —las cautivas, como se las conoció en la literatura, no fueron un mito sino que existieron en realidad— que resultaban víctimas de todo tipo de vejámenes y violaciones.

El mérito de Roca fue precisamente hacer usufructo de ese contexto de preocupación social ocasionado por la proliferación de malones para instalarse a sí mismo como candidato presidencial. Su comitiva contaba con el halo positivista de la época y representaba la idiosincrasia típica de los hombres que pertenecieron a la llamada generación del ‘80. Las ideas que defendía Roca, por lo tanto, representaban a toda la élite política e intelectual de la época, que contaba con nombres como los de Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre o Nicolás Avellaneda.

‘La Conquista del Desierto’, óleo sobre tela realizado por Juan Manuel Blanes en 1889 e imagen canónica —se reproduce en el anverso del actual billete de 100 pesos, por ejemplo— de lo que fue la ocupación militar del Río Negro en la expedición encabezada por Roca. Despojándose del prejuicio ideológico y observando la unanimidad existente en la época acerca de una integración territorial necesaria, es fácil comprender por qué los contemporáneos de Roca le dieron a la gesta el carácter de una epopeya.

Con ese respaldo, Roca se puso al frente de una expedición que efectivamente implicó la ocupación del territorio, llevando consigo a biólogos y botánicos encargados de estudiar e inventariar la flora y la fauna de las zonas de campaña, profesionales de varias ramas e incluso periodistas que se encargaron de enviar cables periódicos a Buenos Aires para comunicar a la alta sociedad porteña los avances de la empresa. En ese sentido llama la atención la habilidad de Roca como promotor de su propia labor, a través del uso de estrategias modernas de propaganda política.

Pero más allá del malón, es importante señalar que hacia el último cuarto del siglo XIX la Argentina declamaba derechos soberanos sobre todo el actual territorio continental comprendido dentro de nuestras actuales fronteras, desde La Quiaca hasta el Cabo de Hornos, pero en términos efectivos esas fronteras excedían ampliamente el territorio que los argentinos habíamos logrado ocupar. Hacia el extremo sur, las fronteras reales del país no se extendían más allá de los actuales territorios de las provincias de Buenos Aires, La Pampa, San Luis y Mendoza.

La propuesta de Roca consistió entonces en la ocupación efectiva del territorio, para reclamar los derechos soberanos del país además de para superar en resultados la iniciativa de la llamada “zanja de Alsina”, que si bien impedía el arreo del ganado desde las zonas de frontera hacia la campaña, no evitaba el ingreso de los malones en los poblados, con el saqueo, el robo y el secuestro como resultantes. Así, una primera etapa de la ocupación del desierto tuvo por objetivo llegarse hasta el Río Colorado, el Río Negro, la isla Choele-Choel y la Cordillera de los Andes. A su paso, el ejército fundó una serie de localidades surgidas como fortines, tales como Junín de los Andes y San Martín de Los Andes, hoy pertenecientes a la provincia de Neuquén.

Imagen de lo que fueron los soldados de Roca en la llamada “campaña del desierto”. Negros y mestizos en alpargatas, las clases populares de la época en primera fila de lo que se consideraba una campaña militar patriótica. Y como en la mayoría de las representaciones de aquel tiempo, no podía faltar el perrito compañero.

La aclaración necesaria en este punto es que el actual territorio de la Patagonia argentina contaba con algunas poblaciones indígenas, pero la imagen de la llamada “campaña al desierto” no se pareció en mucho a la masacre genocida de hombres, mujeres y niños que en la actualidad los detractores tardíos de Roca pretenden instalar como canónica. Por supuesto que se cometieron injusticias, pero no en la escala ni del tenor que la progresía sugiere en la actualidad. Imaginémonos que si en la actualidad la región patagónica cuenta con alrededor de un cinco por ciento de la población total del país, muy distinto no podía resultar el panorama hace ciento cincuenta años.

De hecho, la cuestión “mapuche”, como se la conoce en la actualidad, poco tenía que ver con la Argentina de Roca. El uso del entrecomillado en el vocablo “mapuche” es porque en rigor de verdad quienes hoy en día se arrogan esa representatividad no son mapuches —cuya denominación más correcta sería araucanos— en su inmensa mayoría. Son impostores que, por razones de las que alguien debería dar cuenta, han logrado tomar de rehén a buena parte de la intelectualidad fundamentalmente en ámbitos universitarios y de investigación. Eso sin mencionar, como hemos aclarado más arriba, que los mentados “mapuches” ni siquiera son argentinos como sí lo eran muchos de los pueblos que estos arrasaron en su descenso cordillera abajo.

La realidad indica que los expedicionarios de Roca se encontraron de hecho en un virtual desierto, aunque vale no desconocer que, en la política como en la física, no existen los espacios vacíos: el territorio que una nación no ocupe lo ocupará otra. Hacia fines del siglo XIX Chile ya mostraba indicios de estar muy interesado en el territorio de la Patagonia, por lo que resultaba de vital importancia establecer poblados que dieran cuenta de una presencia real de la Argentina en esos territorios. De hecho, la disputa por la Patagonia perdura hasta nuestros días, siendo casi de consenso entre la clase política chilena la necesidad de discutir con nuestro país las fronteras sur, sea por la vía diplomática y pacífica o bien por medios violentos, como lo ha sugerido entre otros el excandidato a presidente de Chile y ganador en la primera vuelta electoral en las pasadas elecciones de 2021, José Antonio Kast.

El monumento a Roca en el Centro Cívico de San Carlos de Bariloche, aquí vandalizado por enésima vez al calor de la intensa campaña de desprestigio que el mal llamado “progresismo” emprendió. Sin percatarse quizá de lo que hacen, muchos se suben a estas expresiones en la incomprensión de que en la volteada terminan negando la unidad territorial de Argentina y la posesión de una Patagonia que de no ser por Roca habría sido territorio de Chile.

Pero allí no termina la cosa: poco después de la ocupación ilegal de nuestras islas Malvinas (1833), en 1869 se fundó en el extremo sur del continente una misión anglicana encabezada por la familia Bridges, donde flameó la bandera británica. Nos referimos nada menos que a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo y que en la actualidad es capital de nuestra provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur. Será precisamente Roca, ya en calidad de presidente de la Nación, quien envíe buques de la Armada argentina a tomar posesión de esa misión y fundar allí la actual ciudad de Ushuaia, ordenando arriar la bandera británica para izar finalmente nuestra bandera. Este hito significó nada menos que una demostración de poder por parte de nuestro país respecto de las intenciones imperialistas de Gran Bretaña, pero poco se habla de él cuando se pinta la imagen de Roca como un genocida sin conciencia del interés nacional.

No podemos negar tampoco la personalidad calculadora de un hombre que efectivamente aprovechó la llamada “campaña al desierto” como un medio de propaganda para satisfacer sus ambiciones personales (el tono épico que el propio Roca le otorgó a la gesta, colocándose a sí mismo en el lugar de un Julio César criollo a la conquista de las Galias, da cuenta de ello), de la misma manera que no podemos negar que dicha campaña sí trajo aparejadas injusticias. Pero resulta fundamental entender las acciones a la luz de su contexto histórico para no caer en anacronismos. La ocupación del desierto en la Argentina no resultó en lo más mínimo equiparable en violencia por ejemplo a la llevada a cabo por los norteamericanos en la conquista del lejano oeste.

Pero además resulta llamativo cómo la misma progresía que condena al brazo ejecutor de la presunta masacre no pone el foco en los ideólogos de la empresa. La creencia en la idea de una supremacía del hombre blanco por encima de la “barbarie” no es autoría de Julio A. Roca. “Barbarie” que por otra parte no solo incluía a los indios sino también a criollos y gauchos. Poco se habla de la influencia de las ideas supremacistas de por ejemplo Domingo Faustino Sarmiento. A pesar de lo contrafactual del ejercicio, resulta ilusorio pensar que personajes como Juan Bautista Alberdi o el general Bartolomé Mitre hubieran tenido mayor consideración del indio de la que finalmente mostró Roca.

Thomas Bridges fue un misionero anglicano que hizo flamear la bandera británica en el territorio continental de nuestro país, en lo que probablemente fue un conato de usurpación de territorio posterior a la ocupación ilegal de Malvinas. Roca ordenó terminar con esa afrenta y hoy Ushuaia es una ciudad de la Argentina.

En conclusión, la ocupación del desierto fue una tarea que resultaba imprescindible emprender. No era razonable afirmar la soberanía sobre un territorio vastísimo sobre el cual la presencia del Estado argentino resultaba irrisoria y no existía de hecho, máxime teniendo indicios claros de intenciones de ocupación no solo por parte de los vecinos allende la montaña, sino también por parte de nuestro archienemigo histórico, la Gran Bretaña que ya tenía en su poder el extremo sur del continente y nuestro territorio insular a partir de la ocupación de las Malvinas.

Puede criticarse a Roca la utilización de la ocupación del desierto como un medio para promocionar su carrera política, la obsesión por ampliar las fronteras productivas agrícola y ganadera en un país que se pensaba exclusivamente como “granero del mundo”, incluso la insuficiencia (no achacable solo a su figura, desde luego) en impulsar el poblamiento de la Patagonia. Todo ello es materia de crítica, debate y discusión historiográfica.

Lo que no podemos permitirnos es criticar lo que Roca hizo bien, sin tomar en consideración que si nosotros no hubiéramos intervenido otros lo hubieran hecho y las fronteras sur de nuestro país hoy llegarían no más allá de Buenos Aires o La Pampa, con el agravante de una presencia directa en el continente por parte del enemigo inglés. Condenar en bloque a Roca negando su aporte a la soberanía de nuestro país es un vicio impropio de una intelectualidad mediamente seria que entienda a los personajes en su contexto y defienda los intereses nacionales por encima de las preferencias ideológicas.

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