En esta ocasión vamos a ocuparnos de la batalla de Vuelta de Obligado, la que motiva la celebración del Día de la Soberanía Nacional. Esta tuvo lugar el 20 de noviembre de 1845 y nos enfrentó a las flotas conjuntas de Francia e Inglaterra, cuya intención era adentrarse a través de la ruta fluvial de la Confederación Argentina hacia Asunción del Paraguay y establecer la libre navegación de nuestros ríos interiores, el Paraná y el Uruguay.
Pero a diferencia de la mayoría de los análisis que centran su enfoque habitual en cuestiones tales como el desarrollo de los acontecimientos durante la batalla o bien en la figura de Juan Manuel de Rosas, esta vez vamos a hacer énfasis no tanto en los hechos como en las sensaciones, en esa mítica arenga que pronunció el comandante Lucio Mansilla justo antes de iniciar la batalla.
El paraje conocido como la Vuelta de Obligado se sitúa en el límite entre las actuales provincias de Buenos Aires y Entre Ríos, entre las localidades de San Pedro y Ramallo. Allí tuvo lugar aquel célebre combate que duró alrededor de seis horas, desde el amanecer hasta el mediodía del 20 de noviembre y que paradójicamente terminó en una derrota de las tropas argentinas. Una cuestión interesante, pues eso significa que en nuestro país celebramos un feriado nacional —y no cualquier feriado nacional sino específicamente aquel que conmemora la soberanía de la patria, un elemento pasible de ganarse y también de perderse— en recuerdo de una batalla en la que el enemigo se salió con la suya.
O tal vez no, quizás conmemoramos precisamente que en esa ocasión y a pesar de lo que indica el resultado de este combate en específico el enemigo no se haya podido salir del todo con la suya, por eso Obligado es un punto de inflexión en favor de nuestra soberanía. El 20 de noviembre de 1845 representa al mismo tiempo una derrota militar y un triunfo a mediano plazo porque a veces las derrotas logran hacer florecer lo mejor de los pueblos, la fortaleza que estos necesitan para hacer frente a la adversidad.

Salvando las distancias y sin hacer juicio de valor pensemos por ejemplo en el ataque a Pearl Harbor en 1941. Esta fue una verdadera masacre de los japoneses contra los norteamericanos y su flota en el Pacífico y sin embargo resultó de vital importancia para la resolución de la guerra torciendo el curso de los acontecimientos, pues logró insuflar en los norteamericanos el espíritu patriótico que finalmente se tradujo en la intervención de los Estados Unidos en el conflicto y en una victoria a mediano plazo acelerando el fin de la II Guerra Mundial.
Otro tanto podemos decir de la batalla de El Álamo en 1836, en la guerra de Texas contra México, que si bien se recuerda como una victoria de los secesionistas tuvo como resultado otra masacre, un asedio de casi dos semanas y la muerte de todos los rebeldes menos dos. Y no obstante aquella derrota, la desigualdad entre las tropas de un bando y del otro y el sacrificio de quienes dejaron la vida en el campo de batalla encendió el espíritu patriótico de los texanos e inspiró a muchos apáticos a unirse posteriormente a las milicias de Texas para derrotar al ejército mexicano pocos meses después, en la batalla de San Jacinto.
Tal es el valor del patriotismo como elemento constructor de la unidad nacional. Ante la inquietud de algunos intelectuales, periodistas o afines que se rasgan las vestiduras por la celebración en la Argentina de una efeméride que en rigor de verdad y mirando la cuestión en una foto fija —precisamente sin historizar, que es el trabajo del historiador— representaría una derrota, es fundamental recordar que en la historia puede haber derrotas que constituyan victorias observando la película completa antes que la foto fija.
Ese es el caso de Obligado y por eso es importante también recuperar el valor simbólico de la arenga, el discurso pronunciado por el comandante justo antes del inicio de una batalla crucial. Una arenga no es un discurso cualquiera declamado frente a un auditorio pasivo, sino que tiene como propósito encender el valor de aquellos hombres que muy probablemente estén a punto de morir muy pronto y sin embargo se mantienen en sus puestos, seguramente minados en su espíritu por el miedo y la incertidumbre. El comandante que pronuncia la arenga debe convencer a sus hombres de que el honor y la patria son superiores a la propia vida y que por ellos vale la pena morir.

El combate de Vuelta de Obligado encendió en el espíritu nacional de los argentinos una mecha que a partir de ese momento y hasta nuestros días resurge de tanto en tanto alentando a nuestro pueblo a pelear contra los poderosos de igual a igual. De hecho, la Confederación que resultó derrotada en Obligado logró vencer a las flotas navales de las dos principales potencias mundiales de la época a nivel militar y económico en conjunto, Francia e Inglaterra.
Esa victoria final luego de los cinco años que duró la Guerra del Paraná (1845-1849) es la que se conmemora en realidad el Día de la Soberanía, colocando a Obligado como símbolo de un pueblo que no se dejó doblegar por el enemigo y lo dañó creciendo en la adversidad. A partir de 1850 la Confederación obligó a los invasores a suscribir tratados de paz por separado y reconocer la soberanía de nuestro país y nuestro derecho a reglamentar la navegación de nuestros ríos interiores.
Lo cierto es que poco se sabe de las consecuencias de Obligado y es que poco se habla desde la historiografía tradicional mitrista de la Guerra del Paraná, seguramente atendiendo a intereses específicos. Estos pueden obedecer a la inconveniencia de no hallar un eufemismo que se adecue a la descripción del accionar de los unitarios durante el conflicto pues aquí y en cualquier otra parte del mundo, en todas las épocas de la historia de la humanidad a operar en contra de los intereses de la propia nación priorizando el interés del enemigo y colaborando abiertamente con él a cambio de migajas se le puede llamar de una sola manera. Ese accionar artero de los enemigos internos de la patria solo puede llamarse traición.
Pero volviendo al 20 de noviembre, ante el espectáculo amedrentador de casi un centenar de buques de bandera inglesa y francesa, en su inmensa mayoría buques mercantes repletos de manufacturas listas para ser vendidas en el Paraguay y escoltados por una veintena de buques de guerra, el comandante Mansilla les dijo a sus subalternos: “Ahí los tienen. Consideren el insulto que hacen a la soberanía de nuestra patria al navegar sin más título que la fuerza las aguas de un río que corre por el territorio de nuestro país. Pero no lo conseguirán impunemente, tremola en el Paraná el pabellón azul y blanco y debemos morir todos antes que verlo bajar de donde flamea”.

Mansilla hace alusión a un principio jurídico elemental: la ausencia de un permiso para circular otorgado por parte del gobierno de la Confederación a aquella flota que no ostenta “más título que la fuerza”, pero también les advierte de antemano a sus soldados la posibilidad de una derrota inminente. Quizás logren atravesar el río y quitar del mástil nuestra bandera azul y blanca, nos dice Mansilla, pero no les será fácil ni gratuito.
Ese espíritu de entrega y de valor incluso en la reconocida inferioridad militar irá en consonancia con aquellas célebres palabras que el Libertador San Martín le dedicó al Brigadier General Rosas precisamente luego de la valerosa gesta de Obligado: “Los interventores habrán visto por esta muestra que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca. A un tal proceder no nos queda otro partido que el de no mirar el porvenir y cumplir con el deber de hombres libres sea cual fuere la suerte que nos depare el destino, que en íntima convicción no sería un momento dudosa en nuestro favor si todos los argentinos se persuadiesen del deshonor que recaerá en nuestra patria si las naciones europeas triunfan en esta contienda que en mi opinión es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España”.
Así, el héroe de guerra y libertador de América reconocía el valor de los casi cuatrocientos argentinos que dejaron la vida ese día de primavera a orillas del río Paraná. Aquellos hombres que pelearon a sabiendas de que en muchos casos su propia muerte resultaba inminente e inevitable infundieron valor y admiración en sus compatriotas alentándolos a pelear en la guerra y a vencer a un enemigo que aún hoy permanece al acecho y jamás perdonó a nuestro pueblo la humillación de aquellas jornadas.
Ese es el principal valor de la arenga y también lo es del espíritu patriótico pues paradójicamente los hombres que van a guerra y crecen en la adversidad a pesar de que saben que seguramente van a morir no pelean por ellos mismos ni por un bien material, sino por el valor inmaterial de honrar a la patria. El gaucho, habitante de las pampas que había logrado emanciparse respecto de España en las guerras de independencia, demostraba así que no iba a permitir nunca más que ningún imperio se le impusiera y pretendiera mirarlo por encima del hombro “sin más título que la fuerza”.

La tierra, la patria, la familia eran su motor. El verdadero motor de la dignidad del gaucho que quizás vistiera en harapos, pero no por ello iba a permitir que la prepotencia del poderoso lo doblegase. La misma dignidad que los bravos argentinos demostraron en Malvinas, herida que no cierra y aún pervive en el imaginario colectivo a cuarenta años de aquella gesta.
Para finalizar, las palabras de Jauretche parafraseando a Chesterton: “El verdadero soldado no lucha porque odia lo que tiene delante, sino porque ama lo que tiene detrás.” Un patriota, nos dice Jauretche, no odia, no va al frente a la guerra a matar o a morir por odio al que está en frente. El patriota va a la guerra por amor a aquello que está sus espaldas.
El patriota entrega su vida y defiende a su país por un amor inmenso, inconmensurable, no negociable, no transable, un amor por su familia, sus hijos, su tierra, por la tumba de sus padres. Es un amor profundo, irracional pero existente y real, que motiva a un patriota a estar dispuesto a dar su vida con tal de no ver mancillado el honor de todo lo que le es amado.
Entonces los patriotas no odiamos a nadie, aunque no estamos dispuestos a dejarnos humillar por nada ni por nadie en este mundo. Es hora de que recobremos esta idea de patriotismo que además requiere de un acto profundo de fe, porque nadie va a entregar lo más preciado que tiene, su vida, si no está motivado por la creencia en una idea de trascendencia de la persona humana.