El debate político en la Argentina ha entrado hace ya algún tiempo en una etapa más bien delirante de su desarrollo, un momento crucial en el que tanto dirigentes como comunicadores optan por obviar en todo análisis el hecho fundamental de la historia de nuestro país. Ese hecho es la condición colonial y su omisión al observar la política da siempre como resultado una narrativa falsificada, sin correlato con la realidad del ciudadano de a pie y, por lo tanto, inentendible para este. Los que tienen la responsabilidad de dirigir y los que tienen la de comunicar están metidos en una burbuja y haciendo allí un relato paralelo que solo sirve para demorar definiciones muy urgentes.
Esa es la primera razón del descrédito que actualmente parecería haber por parte de las mayorías populares respecto a la política. Y entonces surgen en el horizonte los “outsiders” como Javier Milei, a quien los dirigentes y los comentaristas pretenden explicar por la ridícula reducción de “la sociedad se ha derechizado”. Una idiotez, por cierto, puesto que no existe la derechización ni la izquierdización en el estado de la opinión pública, sino un acercamiento o un alejamiento de la política. Cuando las mayorías van a buscar al “outsider” no es porque este sea de izquierda, de derecha o de centro. Es porque las mayorías están alejadas de la política y se desplazan naturalmente hacia el discurso de la antipolítica —que es la característica fundamental de todo “outsider”— a modo de simple protesta.
Claro que es un error pues está históricamente demostrado que no hay realmente ningún “outsider” y que el discurso de la antipolítica es una cosa que los candidatos a dirigente político usan para llegar a serlo, es decir, para subirse al tren de la política. Al igual que todos los demás aventureros antes de él, Javier Milei no viene a destruir, sino a prenderse en el juego. Pero la cuestión reside en tratar de comprender por qué de tiempos en tiempos las mayorías populares se asquean y se alejan de la política yendo a caer en manos de esos aventureros. Y la respuesta va a estar, lógicamente, en la conducta de la política, de los dirigentes políticos frente a la sociedad.
Cuando la lucha política se percibe como auténtica, cuando lo que se ve sobre el escenario parece ser una representación más o menos fiel de la diversidad de opiniones realmente existente, entonces las mayorías populares tienden a politizarse o a acercarse a la política, lo que eleva ya de por sí la intensidad y la calidad de un sistema dicho democrático, el de representación. Pero cuando ocurre lo opuesto y la percepción es de que sobre el escenario hay una farsa, los pueblos se alejan de la política, van a buscar a los “outsiders” y el mismísimo sistema pierde en calidad y en intensidad. Todo eso surge de la lógica y de la observación histórica en cualquier país y también en el nuestro.
Lo que pasa hoy en día es que los pueblos ven la política tal vez como una pelea de boxeadores comprados que simulan golpearse, pero ya tienen arreglado el resultado por una voluntad superior. Uno de los boxeadores tendría que ser como Rocky Balboa, debería rebelarse contra esa voluntad superior y luchar contra viento y marea, pero esa es una épica que en la política argentina hoy no existe.
Este es un contenido exclusivo para suscriptores de la Revista Hegemonía.
Para seguir leyendo, inicie sesión o
suscríbase.