Fenómeno extraño, pues de acuerdo con los datos disponibles, uno de entre tres y cuatro argentinos somos descendientes de pueblos originarios. El componente indígena de nuestra sociedad, además, se encuentra predominantemente asimilado a la comunidad y en su mayoría reside en zonas urbanas. Esto es al menos lo que concluyó un estudio realizado hace nueve años en Brasil, que analizó el genoma de la sociedad argentina y cuyos resultados arrojaron evidencia a favor de la hipótesis del mestizaje como producto de los más de quinientos años desde la llegada del europeo a tierras americanas.
En 2012, el laboratorio de Antropología Biológica de la Universidad Maimónides analizó muestras de sangre de habitantes de todo el país, concluyendo que el genoma argentino está compuesto en un 30% por sangre de indígenas americanos, un 65% por descendientes de nativos europeos y un 5% por descendientes de africanos.
Otro estudio más reciente realizado por investigadores de distintos países y publicado en la revista PloS One Genetics en 2015, llegó a resultados aún más elocuentes: el 90% de la población argentina tiene una composición genética muy distinta de los europeos nativos, evidencia del mestizaje. Dicho en criollo: el pueblo argentino es mestizo. Ni indígena americano ni europeo, sino producto de la asimilación genética entre una etnia y otra a través del tiempo. Entonces vale preguntarse: ¿dónde radica la “cuestión indígena”, por qué se sostiene la existencia de una convivencia conflictiva entre unas comunidades que se autoperciben indígenas y la mayor parte de la sociedad, que no se considera a sí misma ni indígena ni europea, sino sencillamente argentina, en el contexto de una sociedad mestiza, esto es, que posee en su constitución genética elementos indígenas y europeos en igual medida?
De un tiempo a esta parte se han comenzado a multiplicar las manifestaciones reivindicativas de las culturas indígenas, y esto no tiene en sí mismo nada de reprochable. Por el contrario, resulta en expresiones culturales cuyo rescate merece la pena para las nuevas generaciones por el valor histórico que poseen. El problema comienza cuando bajo la pátina de una reivindicación cultural se esconden como resultados la disolución social e incluso la rendición de cuentas a poderes de orígenes inciertos o intenciones espurias.
Los argentinos nos estamos acostumbrando muy de a poco a respaldar acciones que en el mediano o largo plazo terminarán chocando de frente con el interés de las mayorías y sobre todo, con el interés soberano del país. Sucede en la Patagonia con la proliferación de comunidades que por reivindicarse indígenas están empezando a generar conflictos latentes y cada vez más frecuentes entre Estados nacionales, o entre estos últimos y jurisdicciones provinciales, como ya sucedió hace pocas semanas en la provincia de Río Negro con los entredichos entre la gobernadora Arabela Carreras, el presidente de la Nación y el ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, con motivo de actos vandálicos cometidos por comunidades que se reivindican a sí mismas mapuche.
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