Uno de los eslóganes que peor daño le han hecho al llamado “campo nacional y popular” es aquel que reza que “el amor vence al odio”. Y ha sido tan dañino por dos principales motivos: en primer lugar, porque incita a la desmovilización y la obsecuencia al interior de ese propio campo y, en segundo lugar, porque por fuera del microclima resulta completamente hipócrita. Es decir que no solo es mentira a nivel de la praxis política partidaria que ingentes volúmenes de amor vayan a desactivar efectivamente los actos simbólicos de manifestación de odio, sino que además quienes declaman el amor como bandera no suelen ser monedita de oro ni es cierto que amen al prójimo como a sí mismos.
Pero el amor irracional y desinteresado, rayano en el masoquismo puro y duro, también provoca la desmovilización al interior del “campo” porque en definitiva el objeto de ese sentimiento tan intenso termina siendo un puñado de dirigentes políticos, a quienes por el mero hecho de amarlos el pueblo llano y la “militancia” terminan perdiendo de facto el derecho a cuestionarlos o exigirles la representación que supuestamente deberían ejercer. Incluso aunque los dirigentes en cuestión incurran en el viejo y conocido “porque te quiero te aporreo”, ya sea por comisión como por omisión. El resultado no puede ser otro que el seguidismo acrítico y la obsecuencia disfrazada de “organicidad”.
Es que el amor es así. Como se lee en el Evangelio, “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni presumido ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Y nadie quiere traicionar esa definición, nadie quiere ser el díscolo que afirme amar, pero exija en lugar de disculpar, creer, esperar y soportar.

Entonces resulta que en la práctica el sujeto no espera nada y soporta todo, incluso las muestras sistemáticas de desdén o desinterés de parte de la dirigencia política. La censura, en ese sentido, opera desde el vamos como autocensura, con los de a pie imponiéndose a sí mismos la obligación de no cuestionar al líder porque el que ama no cuestiona.
En este espacio hemos hecho alusión en algunas ocasiones a la riverboquización de la política, que implica entre otras cuestiones el aguante por el aguante mismo, como si las identidades políticas se comportasen como equipos de fútbol. Al interior de esa lógica, el verdadero hincha de corazón no es aquel que putea a los jugadores cuando estos pierden y deja de ir a la cancha cuando el equipo tiene una mala racha. Bajo la premisa de que “en la cancha se ven los pingos”, el auténtico hincha irá siempre a alentar a sus colores y lo hará con más fervor en las derrotas que en las victorias. El hincha soporta el calor y el frío, la lluvia y el sol, siempre con el espíritu firme y la garganta henchida en un grito de guerra. No importa si su equipo pierde y si lo hace, mejor ocasión para que el hincha demuestre su valía.
Este es un contenido exclusivo para suscriptores de la Revista Hegemonía.
Para seguir leyendo, inicie sesión o
suscríbase.