La ideología es humo

Las categorías de la política pueden no ser suficientes para encasillar en determinados momentos a todos los dirigentes ni a todas las expresiones existentes. A veces es necesario indagar más allá de los prejuicios ideológicos para comprender la real naturaleza de aquello que se presenta como un fenómeno y es, no obstante, una manifestación del sentido común que la sociedad política no sabe o no está dispuesta a canalizar. El populismo es la mejor categoría para definir a esos fenómenos que se dan de tiempos en tiempo cuando un dirigente sale a decir a lo que las mayorías quieren escuchar.
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Decía Néstor Kirchner en cierta ocasión que es necesario patear al chancho para que aparezca el dueño. La ingeniosa definición, dicha en un contexto de informalidad en el que Kirchner hacía didáctica de la política, se refería a cómo se resuelve el problema de identificar correctamente a los distintos jugadores sentados alrededor de esa enorme mesa de póker que es la lucha por el poder en el Estado. Con la paciencia y el cariño que lo caracterizaban, Néstor Kirchner enseñaba que la provocación es un excelente método para conocer la verdad que permanece oculta detrás de la máscara discursiva de los dirigentes.

Al igual que la verdad deseada, el problema también es permanente. De tiempos en tiempos los que observamos la política buscando ver el reverso de la trama nos encontramos con ese nuevo personaje al que nadie puede “sacarle la ficha”, esto es, un dirigente del que no se puede en un determinado momento afirmar a quién o a qué realmente representa. Y frente al problema incurrimos primeramente en el error de intentar deducir cuáles son los intereses que tiene detrás mediante el análisis de su discurso. Si dice que está a favor de las privatizaciones, es un “neoliberal de derecha” y si, por el contrario, habla de hacer justicia social, entonces es “de los nuestros”.

Y así con todos los dirigentes y con todas las fuerzas sobre las que esos dirigentes se montan para ascender e instalarse en el juego. Lo que hacemos es escuchar lo que dicen y luego, a partir de ello, ponerlos en unas categorías que tenemos muy arraigadas en la conciencia: nuestra forma particular de entender la política. Con los prejuicios que tenemos preinstalados hacemos como hacen en las películas de Hollywood con los “malos” y los “buenos”, ubicándolos subjetivamente en los lugares del “amigo”, del “enemigo” y del “traidor”.

Claro que esa es una enorme burrada y solo dura hasta que los dirigentes catalogados cambian misteriosamente de proceder y le subvierten las categorías al observador o hasta que aparece un dirigente nuevo cuyo discurso ideológico público no encaja muy bien en ninguna de las viejas categorías existentes. Cuando eso pasa el tablero se desordena, ya nadie entiende nada y parece que hay caos.

Pero no hay ningún caos, todo está siempre ordenado en sí mismo. El problema está mucho más en la forma de observar la cosa que en la cosa propiamente dicha. Este es el caso específico y actual de Javier Milei en la política argentina: si se lo observa escuchando lo que ideológicamente dice en su discurso es imposible comprender cómo puede interpelar a tanta gente que, al menos en teoría, estaría en las antípodas de lo que expresa públicamente. El que se ponga a escuchar a Javier Milei con la finalidad de “sacarle la ficha” va a equivocarse. Milei es el chancho y es preciso patearlo para que aparezca el dueño.


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