Todo cambio de época es un desafío para los dirigentes. Cuando se modifican las correlaciones de fuerzas en la política verdadera, que es la política internacional, al interior de la política de cabotaje de las naciones se producen movimientos bruscos que normalmente resultan en enormes contradicciones en el discurso, contradicciones estas que a su vez se llevan puestos a los dirigentes políticos de un momento. Cuando el mundo cambia, en una palabra, los que venían haciendo política con la narrativa que se ve superada se enfrentan al desafío de reinventarse o quedar al costado del camino.
Eso es lo que está pasando actualmente en esta confusión monumental que es la política argentina. Al modificarse el tablero de la geopolítica en un sentido de establecerse un nuevo orden mundial, quedan expuestas las contradicciones de todos los que fueron dirigentes durante las primeras dos décadas de este siglo. Como estos dirigentes construyeron sus carreras en base a un discurso que ya no estará vigente, deberían naturalmente jubilarse y dar paso a una nueva generación de dirigentes cuya narrativa se ajuste al nuevo tiempo. Pero ningún político quiere jubilarse, todos quieren seguir encumbrados hasta el último día de sus vidas y aquí está el conflicto entre un establishment político que se niega a morir y un nuevo establishment que necesita abrirse paso.
En concreto, este es el problema que tiene hoy el proyecto político del kirchnerismo entendido como la narrativa dominante de los primeros veinte años del siglo XXI. Al advenir un Hugo Chávez en Venezuela, un “Lula” da Silva en Brasil y otros tantos dirigentes en nuestros vecinos con una idea de integración regional para el combate al imperialismo de las corporaciones en unidad, el kirchnerismo nació en la Argentina con el ideal de “patria sí, colonia no” y apoyando su discurso y su praxis en la disyuntiva “patria o corporaciones”. Esa fue la política durante las primeras dos décadas de este siglo y allí estuvo el kirchnerismo en un contexto favorable, en el que se desarrolló y llegó a ser hegemónico. No hubo debate en la Argentina desde el 2003 hasta el presente donde el proyecto político kirchnerista no estuviera en el centro, ya sea para quienes intervenían en la discusión con el fin de dar su apoyo a dicho proyecto o para los que lo negaban.

Esa es una definición posible de hegemonía, es el lograr que todo el debate pase por el proyecto propio y se dé en sus términos. Pero el agotamiento del orden mundial unipolar con la rebelión de las naciones de Oriente precipita hoy la caída de dicho ordenamiento global y las consecuencias del hecho se ven en todas partes. La primera de ellas es que los Estados Unidos se ven en la necesidad de arreciar su dominación sobre los demás países americanos a los que consideran su “patio trasero” para contrarrestar aquí los efectos del avance en otras regiones de China en la guerra económica y de Rusia en la guerra no metafórica. Las corporaciones de los Estados Unidos necesitan hacerse del control total de los recursos de nuestra región para evitar la caída de su imperio, o al menos para hacer de la caída un descenso más bien suave. Y por eso rompen el andamiaje de integración regional que los países de América del Sur, América Central y el Caribe habían armado para resistir al imperialismo. Los yanquis no pueden tolerar la existencia de “populismos” integradores de los pueblos sentados sobre ingentes recursos naturales. Necesitan más bien de gobiernos alineados a sus intereses y estrategia.
Entonces cambia en la geopolítica la narrativa sobre la que el kirchnerismo se constituyó como proyecto político típico de una época. Ahora el “patria sí, colonia no” debe dar lugar a las “relaciones carnales” que los argentinos ya habíamos conocido en el periodo anterior. Parecería tratarse de un péndulo en efecto, aunque desde luego eso no es lo central aquí. Lo importante es que una narrativa se va, otra narrativa llega y eso obliga a los dirigentes a reconvertir la naturaleza de la amalgama de la fuerza política que sostiene su vigencia. Dicho de otra forma, tienen que buscar maneras alternativas de representar a sus representados para no quedar desfasados. Y eso se hace cambiando el discurso sin cambiar de fuerza política, alterando los contenidos de una categoría sin descartarla.

Entonces el kirchnerismo no puede ser ya el nacionalismo popular de los primeros años de su existencia, deberá pasar de una intransigente denuncia a los fondos buitre, a las élites globales y a sus corporaciones hacia una aceptación claudicante de esa realidad que ahora, al menos en el discurso, deberá ocultarse para no admitirse inmodificable. ¿Pero cómo se hace eso? ¿Cómo, después de años de representar la voluntad de quienes querían la soberanía nacional, se les explica a estos que eso ya no va a ser posible y que ahora deben desear otra cosa? No es una operación sencilla de realizar y el resultado puede ser la desbandada de una cantidad importante de representados —en el mejor de los casos, que es lo que parecería estar ocurriendo al achicarse el famoso núcleo duro del kirchnerismo— o puede ser la disolución total de la fuerza política, en el peor de los casos.
Eso es exactamente lo que viene intentando realizar hace ya varios años el kirchnerismo al retirar de su discurso la prédica nacional-popular original y al reemplazar eso por consignas de tipo “progresista” en un sentido no económico, esto es, identitario. Basta observar cómo a partir del año 2013 el kirchnerismo fue purgándose de cuadros políticos peronistas de la etapa anterior como Guillermo Moreno y Julio de Vido, entre muchos otros, para sustituirlos con dirigentes progresistas que antes le habían sido hostiles al propio kirchnerismo como Victoria Donda, Gabriela Cerruti, Martín Sabbatella, Elizabeth Gómez Alcorta, Alberto Fernández y afines. El kirchnerismo se limpió de peronismo y se llenó de gorilas por izquierda que en la etapa anterior no figuraron o habían estado directamente en la oposición.
¿Por qué el kirchnerismo viene haciendo eso desde el 2013 a esta parte? Pues porque su conducción preveía ya la caducidad del discurso nacional-popular en el tablero de la geopolítica. Al ver que Oriente desafiaba la hegemonía unipolar estadounidense y que eso resultaba en un aumento progresivo de la presión sobre estas latitudes desde el Departamento de Estado y la embajada, el kirchnerismo fue claudicando en sus principios originales para sobrevivir en la política y no ser barrido por las circunstancias. Eso requirió, naturalmente, una renovación de los cuadros y la consiguiente promoción de dirigentes que pudieran hacer una narrativa alternativa. Esa narrativa fue la del progresismo y así es cómo el kirchnerismo va a terminar con una Cerruti como vocera presidencial, una Gómez Alcorta como ministro de Estado, una Donda y un Sabbatella como funcionarios y un Alberto Fernández como presidente de la Nación. Está lleno de gorilas el gobierno nacional y esa no es una casualidad ni un capricho de nadie.

El kirchnerismo de hoy no tiene nada que ver con el del 2008, del calor de la lucha contra la oligarquía durante el lock-out patronal y de la denuncia a los fondos buitre de las élites globales que amenazaban con robarle la soberanía nacional a la Argentina mediante maniobras en los tribunales de Nueva York. El kirchnerismo de hoy se ocupa de las cuestiones de sexualidad y género, se ocupa de construir una épica al estilo Mayo Francés en las tomas de colegio que hacen los hijos de la clase media porteña, se ocupa de causas judiciales y de “representar” a un pueblo abstracto. Es todo meramente identitario, ya no molesta al poder. De las nacionalizaciones de YPF y Aerolíneas Argentinas pasó al pañuelo verde, es decir, abandonó el terreno de la lucha por los pesos y centavos.
El resultado es que desciende dramáticamente la calidad de vida del pueblo argentino concreto al quedarse este pueblo sin representación de sus intereses permanentes en la política. El kirchnerismo se parece hoy al trotskismo, pero con poder territorial aquí y allí y con buena cantidad de votos aún. El kirchnerismo es una categoría a la que le hicieron una doble hermenéutica, la vaciaron de su contenido original y la volvieron a llenar con un contenido distinto. Ese contenido nuevo es el de la izquierda posmoderna identitaria, o lo que se suele llamar progresismo después de la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y la quiebra del socialismo real como gran relato para la humanidad.
El kirchnerismo está intentando hacer esa transición sin desaparecer del mapa político y para eso debe preservar la integridad de su núcleo duro, tiene necesariamente que sostener la amalgama de sus feligreses: la fe verdadera. Y como esa fe ya no podrá ser la de lo nacional-popular en la lucha contra el imperialismo de las corporaciones, puesto que el poder fáctico global ya definió que va a ajustar las clavijas acá, los nuevos cuadros dirigentes progresistas del kirchnerismo construyen una política paralela, esto es, una narrativa identitaria a la que la militancia pueda aferrarse y así aceptar el tránsito hacia una administración colonial sin darse cuenta de que es funcional a los intereses del imperialismo. Si el militante del kirchnerismo se percata de que va a terminar involucrado en otra década perdida como la del menemismo de los años 1990, entonces va a desmotivarse, va a migrar hacia otras fuerzas políticas que propongan la contestación —al menos discursiva— del statu quo o directamente va a abandonar la militancia de la política. Y eso no puede pasar.

Esa es la explicación de por qué el militante kirchnerista contempla con tanta pasividad el avance de Sergio Massa y, mientras tanto, hace un escándalo porque a los hijos de la abundancia porteña un intendente les da sándwiches de paleta y queso en dudoso estado. Esos hijos de la abundancia no tienen ninguna necesidad básica insatisfecha y aunque consigan viandas de primera calidad para sus escuelas de excelencia, millones de estudiantes por todo el país van a seguir asistiendo con hambre a escuelas que se caen a pedazos. El Mayo Francés subtropical que se quiere hacer hoy es humo, por lo tanto, no tiene por objetivo modificar la realidad social del pueblo-nación argentino sino crear esa política paralela que el militante kirchnerista necesita para contenerse durante el durísimo tránsito hacia el neomenemismo.
La política paralela es el progresismo identitario que no mueve la aguja en cuestiones de soberanía política, independencia económica y justicia social, es lo que hace mucho ruido sin tocar los intereses de nadie y es, por lo tanto, perfecta para esta ocasión. El “peronismo” deberá hacer una administración colonial y lógicamente no podrá llevarla a cabo si se la cuestiona, no puede haber un debate sobre las condiciones de colonia que el poder fáctico impone y nuestros dirigentes ejecutan sobre el territorio. Por eso los dirigentes construyen esta política paralela en la que podrán hablar durante horas y horas sin decir una sola palabra que pueda molestar a alguien. Y los militantes, narcotizados por esa épica de justicia universal en abstracto, van a seguir la huella.
Es la propia política, como se ve, es un juego de humos y espejos en el que es muy difícil ver el reverso de la trama. Es la dirigencia del presente vistiéndose con el manto del pasado para legitimarse y, con esa legitimidad, hacer todo lo opuesto a lo que alguna vez se propuso hacer. Con la política paralela los elefantes van a pasar por detrás uno tras el otro y nadie los verá: estaremos todos ocupados discutiendo si corresponde otorgar un privilegio mal llamado “derecho” a esta o aquella minoría que se autopercibe distinta al resto de los mortales. Y cuando abramos los ojos la colonia estará consolidada.