Se ha popularizado en la actualidad un mito que sostiene como posible la idea de amasar fortuna de manera rápida y segura a través de las apuestas en línea y la especulación bursátil, entre otros mecanismos fraudulentos de cooptación cuyo acceso resulta cada vez más fácil a cualquier usuario de un teléfono móvil con conexión a internet. La visión idealizada del apostador o del “trader” como un individuo exitoso ofrece al desprevenido un camino sencillo y supuestamente plagado de oportunidades que resultan atractivas sobre todo entre los jóvenes, quienes se encuentran más vulnerables ante el mensaje de una salida posible de la pobreza o la mediocridad en un contexto en el que el ascenso social y el progreso material no parecerían estar garantizados por el mero ejercicio del trabajo honesto.
Pero el resultado no es el esperado por las víctimas de estas estafas. En la mayoría de los casos estas rutas al dinero fácil conducen al endeudamiento o la ludopatía, involucrando a las víctimas en una espiral de autodestrucción cuya motivación fue en un comienzo el interés por obtener la vida de superación personal y comodidades que la realidad socioeconómica no les permite alcanzar. Los ejemplos de actitudes motivadas por el afán de obtener ganancias se multiplican y rayan el absurdo, desde adolescentes jugando en el casino virtual durante sus horas de clase en las escuelas hasta deportistas que cometen infracciones de manera premeditada para cobrar una suma ofrecida por las casas de apuestas en línea.
El problema merece una investigación profunda que no se limite a explorar la superficie. La actitud más fácil ante la epidemia de estafas en línea consiste en la repetición del discurso que hace hincapié en la mala educación impartida por padres ausentes e incapaces de prevenir a los jóvenes y advertirles acerca de los peligros a los que están expuestos. Sin embargo, un análisis profundo demostrará cómo la política hace oídos sordos ante la problemática, incluso cuando las raíces profundas de la vulnerabilidad a la que están sometidas las nuevas generaciones pueden encontrarse en la sistematización de la pobreza y la marginalidad como proyecto de país.

Precisamente fue en un contexto de pobreza generalizada cuando, frustrado ante su propio fracaso económico durante los primeros años de su estadía en América, en 1903 el inmigrante italiano Carlo Ponzi diseñó en los Estados Unidos el esquema de estafas que hoy lleva su nombre. El sistema es sencillo, consiste en aprovecharse de la confianza y la ilusión de las víctimas frente a una inversión que se presenta a sí misma como legítima y segura. El estafador atrae a los inversores prometiendo rendimientos muy elevados, pero en lugar de generar beneficios reales utiliza el dinero de los nuevos inversores para pagar a los anteriores. Esto crea una apariencia de éxito, lo que atrae a más accionistas al circuito. Sin embargo, como no hay una inversión genuina detrás del sistema, eventualmente este colapsa cuando no hay suficientes inversores nuevos para pagar a los anteriores.
En la actualidad, la “ponzidemia” se ha masificado como consecuencia de la generalización del uso de plataformas virtuales de fácil acceso, sobre todo las redes sociales más utilizadas por los adolescentes y adultos jóvenes, como pueden serlo TikTok o Instagram. Allí proliferan los videos cortos de influencers y otros personajes medianamente populares que atraen a los usuarios hacia los esquemas Ponzi o las apuestas en línea mediante la promesa de una vida plagada de lujos, consumismo y frivolidad de la que supuestamente ellos mismos son protagonistas.
Naturalmente, muchos de estos personajes son meros empleados que repiten un guion a cambio de una paga por prestar su imagen a las casas de apuestas o lisa y llanamente a los promotores de estafas piramidales. Pero la publicidad a través de sus redes sociales personales por parte de individuos que no integran el “jet set” tradicional otorga una apariencia de verosimilitud que tiende a desdibujar la línea divisoria entre la realidad y la ficción, atrayendo a los desprevenidos y los desesperados.

En muchos casos, además, los cerebros detrás de esta clase de operaciones no exponen sus rostros porque a priori son conscientes de la fragilidad del sistema y saben que el esquema no resulta sustentable en el tiempo y eventualmente caerá por su propio peso. No resulta infrecuente entonces que los encargados de desarrollar esta clase de estafas piramidales se den a la fuga apenas iniciado el esquema, sin llegar siquiera a repartir los dividendos correspondientes a sus primeros inversores. De esa manera se apropian de la totalidad del dinero malhabido.
En nuestro país las páginas policiales de los medios de comunicación han comenzado a reflejar el fenómeno, pues en los últimos años se han multiplicado los casos de estafas piramidales que culminaron en episodios violentos. Ya en 2023 fue noticia el caso de una joven de 22 años cuya vivienda ubicada en un barrio de la localidad bonaerense de Ensenada fue saqueada y sus bienes incendiados por los propios vecinos, quienes habían resultado víctimas de un esquema Ponzi y cobraron venganza.
Al año siguiente, un caso similar tuvo lugar en la localidad de Berazategui, donde los vecinos propinaron una golpiza a un estafador que prometía ganancias astronómicas a través de un sistema de trading que en realidad funcionaba con la misma mecánica del esquema Ponzi. Resultó en una amplia cobertura mediática también el caso de un joven de 19 años llamado Franco Saulle, un supuesto experto financiero que fue asesinado por un sicario en las inmediaciones del barrio privado donde residía, en un episodio confuso que pareció guardar relación con sus actividades como “mentor” especializado en criptomonedas.
Las respuestas viscerales y violentas ante la pérdida del patrimonio por parte de las víctimas de estafas piramidales dan cuenta de la fragilidad financiera en la que se encuentran quienes resultan perjudicados por este sistema. En muchos casos, los ingresos perdidos por los inversores de los esquemas Ponzi son los ahorros de toda una vida. Pero también pueden resultar estafados los niños y adolescentes con acceso a billeteras virtuales o aplicaciones bancarias, operen estas a nombre propio o a nombre de los adultos responsables.

Más allá de las siempre inocuas advertencias por parte del Estado acerca de la obligatoriedad de la mayoría de edad para utilizar plataformas legales de juegos de azar, casinos virtuales o apuestas deportivas, no son pocos los casos en los que los adolescentes usurpan la identidad de los adultos para satisfacer un consumo compulsivo, incluso llegando a perder la totalidad de los ingresos o ahorros almacenados en las chequeras virtuales y aplicaciones bancarias de sus padres. Pero también existen aplicaciones ilegales que no están reguladas en absoluto y a las que pueden acceder los jóvenes de cualquier edad siempre y cuando sean adjudicatarios de una billetera electrónica o una extensión de la tarjeta de crédito de un mayor de edad.
Así, la facilidad para acceder al dinero a través de un teléfono celular terminó resultando en un serio inconveniente cuya resolución no puede esperarse que se limite a la educación hogareña. Los vaivenes de la vida posmoderna exigen a los individuos el acceso irrestricto tanto a los dispositivos móviles personales como a la red de internet, lo que dificulta a los padres de hijos adolescentes un control efectivo sobre los contenidos que los jóvenes consumen habitualmente. Mientras los Estados nacionales no pongan manos a la obra, la ponzidemia y la epidemia de ludopatía continuarán escalando en gravedad.
Sobre todo porque este fenómeno no surge por generación espontánea. La crisis de representatividad social y de expectativas de la juventud conllevan necesariamente la búsqueda de alternativas económicas que prometan el ascenso social y el progreso material que el mundo del trabajo no garantiza. Los jóvenes observan cómo a través de las vías tradicionales de formación y ejercicio de un oficio o una profesión las oportunidades no se concretan y ante la frustración terminan atrapados en situaciones indeseables. La sociedad argentina es particularmente permeable ante esta clase de fenómenos porque sus habitantes están culturalmente acostumbrados a experimentar procesos de crecimiento económico con movilidad social ascendente.

La sociedad argentina no tiene instalado en su sentido común el presupuesto de que el trabajo debe garantizar apenas la reproducción de la vida en un esquema de subsistencia. Nuestros jóvenes tienden a querer ir por el camino fácil del juego y la especulación no solo para enriquecerse, sino porque el panorama social no los ayuda a satisfacer sus expectativas de vida y la política no fomenta una cultura del trabajo y la producción como mecanismos de desarrollo y distribución de la riqueza.
El panorama es oscuro. La política de empobrecimiento sistemático y caída permanente de los estándares de vida de las clases trabajadoras y medias parece estar cristalizándose sin que exista en la política sector alguno con intenciones de oponerse al hecho consumado. Ante ese cuadro de situación, una sociedad desorientada y sin conducción política queda presa de toda clase de estafas y conductas autodestructivas, a menudo incurriendo en el juego o la especulación bursátil con la intención de solventar unos gastos corrientes cuyos salarios ya no les permiten sostener.
Como reza el buen sentido popular, a río revuelto ganancia de pescador. La epidemia de estafas y de apuestas en línea es un producto más de una sociedad que pasó a exaltar el individualismo como valor supremo y el sálvese quien pueda como su lema preferido, combinado con un proceso de distribución regresiva del ingreso que tiende a normalizar la indigencia, la economía de subsistencia y, como consecuencia de todo esto, la vulnerabilidad ante los peligros de la sociedad hiperconectada.